Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: Efigenio Amezúa

«El sexo es un valor, no un problema».

Efigenio Amezúa

Eran ocho horas de clases al día. Cursábamos estudios de postgrado en Sexología Sustantiva que hacíamos en el INCISEX (Instituto de Ciencias Sexológicas), dependiente de la Universidad de Alcalá de Henares. Tras concluir las clases nos juntábamos en un bar cercano para seguir discutiendo, proponiendo y matizando la ingente y apasionante información que se había volcado. Siempre, absolutamente siempre, quedaban más preguntas por hacer, muchas más dudas que afrontar que las respuestas que obteníamos. Pero la avidez intelectual por seguir profundizando podía con la fatiga.

El mérito de todo eso, de ese ilustrarse de forma apasionada pero sin soberbia alguna, de ese tener que picar y picar y picar para extraer sentido de cualquier problema que se nos pusiera a la vista, de ese comprender que había algo que nos trascendía y al que someter nuestras pequeñas y egotistas personalidades sin desfallecer, era fundamentalmente de Efigenio Amezúa.

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Frases de sexo

Amezúa es el «decano» de la sexología en España. Doctorado en Sexología en la Universidad de Lovaina (Bélgica, región de Flandes), trabajó activamente en hacer explícito lo que era «eso del sexo» en los convulsos y difíciles años de la Transición Española, fundó la Revista Española de Sexología así como, en 1975, los estudios pioneros de esta disciplina en España a través del citado INCISEX, del que sigue siendo su director.

Volviendo la vista atrás (hace ya años de mi paso por esas tierras), pienso que si en el pórtico de aquella modesta sala de estudio, hubiera tenido que inscribirse en piedra algo, como les gustaba hacer a los antiguos griegos en sus templos y oráculos, posiblemente hubiera quedado cincelado lo siguiente: «El sexo es un valor, no un problema».

Un valor capital que contribuye al despliegue de lo humano

Si alguien requiere a día de hoy de los servicios de un o una sexólogo/a es muy posible que lo primero que oiga decir de sus labios sea esa sentencia de Amezúa. Eso ha contribuido a la popularidad de la afirmación que hoy suele oírse repetida por parte de multitud de personas no necesariamente vinculadas a la sexología ni a la figura de Efigenio.

El hecho de que, para nosotros, esa reflexión fuera importante no debe ser entendido como que reflejara un dogma, pues allí también nos enseñaron a someter a juicio crítico hasta los fundamentos de lo poco que dábamos por estable, a desplazar los ejes y matizar hasta lo que creíamos saber con seguridad.

La primera vez que intenté cuestionársela, o al menos matizársela, al propio Amezúa, un día al salir de clase, no me hizo demasiado caso. Yo le hablaba entusiasmada de Bataille, de Freud, de los cultos dionisiacos, de Sade, de Restif de la Bretonne, de los simbolistas franceses… Todo ello para intentar ejemplificar que no todo era claridad y ternura en el sexo, que había algo más oscuro, profundo y siniestro en lo constituyente en nuestro hecho sexual humano que podía poner ese rotundo y beatífico «valor» en cuestión.

Efigenio, al no prestarme mucha atención en ese primer momento, no es que fuera en absoluto descortés, pero en su mirada inteligente, comprensiva y pícara me pareció entender que sí, que por ahí yo podía ir bien, pero que de momento a él le bastaría con que asumiéramos ese principio de partida; que el sexo, en su infinita amplitud, es un valor capital que contribuye al despliegue de lo humano.

Un revolucionario grito: «El sexo es un valor»

Hace unos años, en una conferencia, volví a exponer públicamente mis matices a la sentencia. Sé perfectamente, y lo sabía cuando la intenté analizar en el INCISEX, que al regresar a España tras sus estudios en Bélgica, Amezúa se encuentra con un país entre dos mundos en el que persiste aún con fuerza la larga tradición de «ensuciar» el sexo  con tabúes, pecados, dogmatismos, culpabilidades y, en general, ser la fuente de todo conflicto. Que había que combatir, aun jugándose la cara, ese larguísimo «discurso normativo del sexo» que ha hecho legendariamente del mismo lo que no es: algo sucio y malo.

Por eso, la primerísima tarea de un joven Amezúa es lanzar un revolucionario grito: «El sexo es un valor», algo «limpio y bueno» que forma parte de nuestro despliegue como humanos. Sé también, y también lo sabía entonces, que Amezúa no se había caído de un guindo (Amezúa fue durante once años, desde 1973, profesor del Seminario de Sexopatía y Criminalidad en el Instituto de Criminología de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid) y que conocía perfectamente que la existencia de las regiones más oscuras, violentas y sórdidas de nuestra condición humana también tomaban forma, se manifestaban y se desplegaban en nuestra conformación sexuada.

Y sé una cosa más que él ayudó a cimentar en mí: indiscutiblemente el «sexo» es un valor. Todo el mal, a uno mismo o al otro, no pertenece al propio sexo, sino al sujeto humano que debe batallar con él. Por eso, el sexo es la apertura a la posibilidad que cada cual irá concretando como buenamente (o malamente) pueda.

No puse en ningún momento en cuestión el valor del sexo durante mi charla, solo le añadí un matiz; «problemático». El sexo es un valor (no un problema) pero un valor problemático. Especialmente valioso para los que entendemos la problematicidad de nuestra condición como aquello que nos permite dar existencia a nuestra condición.

Análisis de la cita

Miguel Hernández escribió un poema que llevaba por título Llegó con tres heridas. Y eso que le pasaba a él es algo que nos pasa a todos. Ya Freud lo supo ver. Esas tres heridas que se entrelazan son el que seamos seres sujetos al lenguaje, seres conscientes de su finitud y seres humanamente sexuados.

El que seamos seres sujetos al lenguaje nos otorga una existencia problemática; nos confiere una existencia representativa y «aplazada» porque siempre, al contrario de lo que le pasa a mi perro, estamos mediados por el lenguaje, y ello nos impide tener una experiencia directa con las cosas. Por el lenguaje siempre arrastramos (nuestros muertos, nuestras culpas, nuestras pasiones) y siempre proyectamos un sinfín de posibilidades porque, en lo más hondo, somos eso; un arrastrar que proyecta.

Además, cuando esa estructura cognitiva que me da el lenguaje, la pongo en un acto de comunicación, siempre subyace el conflicto; que yo sepa expresar exactamente lo que quiero decir, que el otro malinterprete mis palabras, etcétera. Si eso de tener que estar atados al lenguaje no es problemático, que baje Dios y lo vea.

A la vez, el lenguaje es lo que nos convierte en seres simbólicos, que lloran a sus muertos, que curan a sus heridos esperando que se restablezcan, que plantean formas sociales futuras de vivir mejor y que escuchan a Bach. Si eso no es un valor que baje Dios y lo vea.

Y lo mismo sucede con la conciencia de nuestra finitud (con el saber que vamos a morir); sin ese sentimiento de estar muriendo, nunca hubiéramos creado nada parecido a la cultura y a la civilización. Cuenta Borges en Los inmortales, que cuando estos dos inmortales se separan a las puertas de Tánger, no se despiden. ¿Para qué despedirse? ¿Para qué crear una forma cultural de despedida si siendo inmortal nos vamos a volver a ver con total seguridad? ¿Para qué escribir, componer, pintar o pensar si siempre vamos a estar perdurando? O ¿para qué cohesionarnos socialmente buscando el bien común si nada ni nadie va a acabar con nosotros? Morirse y saberlo es problemático pero es también un valor que hace de nosotros, nosotros.

El hecho sexual humano es la tercera «herida». La cantidad de frustraciones, fracasos y dificultades que engendra en todos y cada uno de sus procesos es ingente: desde lo exigente del darnos identidad, de la sexuación a la conformación dinámica de la personalidad sexuada que nos posibilita la sexualidad o el estar en relación con el otro, es decir el erotismo, por no hablar de lo arriesgado de nuestro modo de interrelacionarnos sexualmente.

La oscuridad, el impacto o la pasada de frenada, el desconcierto y la confusión, la maldad o el error siempre acechan a esa abertura de libertad que es ser humanamente sexuados. Pero es precisamente por esa problematicidad que empuñamos nuestra existencia, que batallamos sin descanso por ser dinámica y plásticamente lo que somos, que aprendemos a tratar con la frágil gestión del deseo o que somos capaces de amar. Sí, sin duda el sexo es problemático, pero es precisamente esa problematicidad la que hace del sexo un valor. Un  capital, irrenunciable, por más que uno se haga célibe, abstinente, se emascule como Orígenes para «entregar un eunuco a los cielos» o pretenda, cosa imposible, ser asexual (se follará poco o nada pero de ser un ser sexual no se escapa nadie).

Un valor de la problematicidad que nos convierte en las criaturas más frágiles, crueles y bellas del universo. Algo que también pude descubrir y pensar por mí misma después de tratar con ese maravilloso y socrático profesor. Con Efigenio Amezúa.

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