Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: Gregorio Marañón

«Es una ley inexorable en la vida de los sexos la acción anafrodisíaca de la costumbre».

Gregorio Marañón

«Inexorable» es aquello que no se puede ni evitar ni detener. En su etimología, el término nos muestra una segunda acepción semántica recogida aún en el diccionario: «inexorable» es aquel a quien lo exorare (el suplicar, el rogar expresivamente, el pedir fervientemente algo) no le cala, no lo atiende. El inexorable es aquel imperturbable que no varía un ápice su decisión por más que se lo supliques.

En la sentencia de Marañón lo que deviene inexorable es el deseo en su caída y apatía (anafrodisiaca) cuando no negocia, cuando no transige con la costumbre. Eso que sucede es una ley (una regla de carácter obligatorio) que se muestra innegociable (inexorable). Si sometes el deseo a una rutina, a una costumbre, a una familiaridad, este decae inevitablemente, se muestra inactivo, abandona su propiedad. Por más ruegos o trampas que le hagas si se establece la rutina, el deseo se estabula.

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¿Quién era Gregorio Marañón?

Liberal, en el más honroso sentido clásico, Don Gregorio Marañón fue y sigue siendo considerado uno de los intelectuales españoles más importantes del siglo XX. Endocrinólogo, humanista, científico, historiador, sus facetas y sus capacidades para abordarlas fueron tan amplias (así como sus innumerables reconocimientos en todas ellas) que su biografía no admite condensación.

Nacido en Madrid en 1887 y fallecido en la misma ciudad en 1960, toda su existencia fue la implicación intelectual, social y política en todo lo que emprendía. Su obra fue ingente y, además de sus libros, artículos y descubrimientos en medicina, también comprende obras ensayísticas e históricas. Todas ellas impregnadas de una profunda inteligencia, de una agudeza y de un cultivado humanismo propio, desgraciadamente, de otro tiempo.

En materia de sexología (alguien de su intelecto y curiosidad no podía dejar la condición sexuada fuera de sus inquietudes), yo destacaría la caracterización psicopatológica que hizo, a principios de los años 20, del mito de Don Juan y su obra, Ensayo sobre la vida sexual, de 1926, que, si bien pueden leerse hoy como algo vetustos y moralizantes, hay que situarlos en el contexto socio-histórico en el que se engendran.

Catedrático de endocrinología, Doctor Honoris Causa por las universidades de la Sorbona, Oporto y Coimbra; miembro de la Real Academia Española, de la Real Academia de Historia, de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia y presidente del Centro de Investigaciones Biológicas, sus reconocimientos y distinciones son un simple reflejo de la dimensión inabarcable de este intelectual, un vestigio de una forma magistral de darse a ser a los demás. Así que, si Don Gregorio dice algo, mejor lo escuchamos.

Análisis de la cita

La sentencia, en nuestros días, puede sonar a Perogrullo por manida y repetida: si tu vida sexual es rutinaria, el deseo deviene hipoactivo, pero posiblemente por darla por sabida no nos hemos parado un segundo a pensar qué significa.

«Anafrodisiaca», el término que emplea Marañón referido al efecto de la costumbre, significa que es contrario, por retener o amortiguar al deseo, especialmente en su manifestación sexual. Pero ¿por qué es así? ¿Por qué se da esa «ley inexorable»?

El deseo humano, en ti, en mí, en cualquiera, por arrojado o tímido que uno sea, es lo que posibilita nuestra condición ontológica de existir. En una situación paralizante del deseo (como puede ser una melancolía severa), el sujeto paciente pierde su condición de proyecto, de poder situarse fuera de donde en ese preciso momento está; deja de tener que ver con las posibilidades.

El deseo, por tanto, es nuestra potencia vital colonizadora de nuevos territorios, la que nos mueve, la que nos dice que probemos eso, la que siempre nos impulsa, con sus infinitas y exigentes posibilidades, a afrontar lo nuevo. Por tanto, lo conocido, el camino ya trillado, lo que no despierta novedad son, en caso de que persistamos en ellos (de que «deseemos» permanecer allí) su kryptonita que debilita su inconmensurable fuerza.

¿Significa eso que una persona que no atiende continuamente sus deseos es una persona menguada, es menos persona? No, en absoluto, porque en la constitución del deseo, en la constitución de ese prodigio que es «aprender a desear», está también el que las propuestas deseantes ingentes sean sometidas a criterio. Si no hay criterio electivo, no hay deseo; hay la pueril o patológica pulsión, pero no hay deseo. Si yo, por poner un ejemplo mundano, deseo adelgazar y otro de mis deseos me impulsa a comer bollería todo el día, de alguna manera tengo que saber elegir entre estos dos trágicos deseos por incompatibles: o adelgazo o como bollos.

Nadar y guardar la ropa (que es lo que propone el deseo) no es posible, hay que renunciar en su intensidad a una o a otra apetencia, querer atender a las dos propuestas no hace de mí una persona liberada en el cumplimiento de sus deseos, sino una cabeza de chorlito que simplemente no sabe lo que quiere, que no sabe lo que «de verdad quiere» porque no resiste la más mínima frustración y no tiene más proyecto que atender a sus ingentes y contradictorias propuestas de satisfacción. Y esto haría de mí un crío o un loco.

En una sociedad de consumo que se alimenta por haber desbridado el deseo sin que este se vea interpelado por ley o coartación alguna ni tampoco por criterio, en una sociedad como la nuestra, eso tan sencillo que también exige el deseo (el ser sometido a crítica) ha dejado de ser comprendido. La inmediatez en la satisfacción, sin que los tiempos propios del deseo se puedan cumplir, impide el propio deseo o, mejor dicho, lo desarticula para hacerlo pulsional. Sí, la costumbre, la rutina, la familiaridad, la «zona de confort» son las puertas al campo para el despliegue del deseo, pero son puertas que el propio deseo necesita y son puertas que nacen del saber lo que es y lo que requiere darse al ser como humano deseante.

Hoy en día todos esos aspectos que implican repetición (costumbre, rutina…) son vistos como el fracaso de un ser humano, como su cobardía, como su esclavitud y no como lo que muchas veces son: el logro y la serenidad del que sabe que ha alcanzado una situación temporal que «de verdad» anhelaba, que «de verdad» deseaba.

En las relaciones entre los sexos pasa exactamente lo mismo. La libido decae «inexorablemente» cuando ya empiezas a conocer al otro, cuando no atiendes a las sorpresas y novedades que puede brindarte uno nuevo. Especialmente cuando se alcanza, por encima de la costumbre y la rutina, una «familiaridad»: un haber integrado al otro en tu campo de significación que te permite darle sentido al mundo, como lo haría, por ejemplo, un padre o una hermana (a quien se ama pero con quien no se folla).

¿Significa esa «anafrodisia» que hemos perdido algo con relación a ese otro? A veces sí, pero muchas más veces de las que creemos, no. Significa que hemos ganado con él una situación afectiva sólida que no tiene que estar continuamente refrendada por los libidinales empujones. Algo que no consigue por más que lo desee y, por ejemplo, aquel que no ve lo rutinario y cansino que resulta el salir todas las noches a ver si pillas cacho. Que no ve el que cree que ese deseo hiperactivo de interactuar sexualmente es lo importante y no lo que impide el deseo importante que subyace en él: el conseguir amar y ser amado por una persona de manera sostenida.

Conclusión

Bien, pues Don Gregorio tenía toda la razón del mundo. Pero lo que es algo moralmente revolucionario, dicho en un contexto fundamentalmente represivo en lo social como en el que él lo pronuncia, y el sentido que contiene su afirmación relativo a que hay que liberar los deseos si no quieres que la cosa se venga abajo, hoy en día cobra un sentido absolutamente distinto. Hoy en día, la revolución y lo que puede sonar liberador están en saber atender correctamente al deseo y no en poder atenderlos a todos sin más, en poder tener una «costumbre» derivada de haber sabido atender un deseo verdaderamente importante que pueda servir de «acción anafrodisiaca» frente a esos millones de deseos estúpidos que, a diario, nos estimulan a saciar para que olvidemos el deseo que somos.

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