Historias de amor

El amor de lejos

No te pierdas la última historia de la genial Valérie Tasso.

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Historias de amor

El amor de lejos

El viento está en calma. El mundo está en calma. El sol no pega muy fuerte.

La reconoces, sentada en un banco, absorta en sus mensajes de texto mientras se come un pastelito de hojaldre. Te sientas a su lado pero en el borde, muy en el borde, guardando cierta distancia. Estás incómodo porque no te atreves a apoyar del todo la espalda. Tu cuerpo está ligeramente curvado hacia adelante, tus brazos languidecen entre tus piernas. Te pones a contar mentalmente las piedras negras como si tuvieses un interés especial en ellas. Ella gira la cabeza, te mira un poco de reojo y se sonroja. Te preguntas para tus adentros cuál es el nombre que mejor la define. Ella, sin duda, intenta saber dónde te vio por primera vez. Adviertes, cuando empieza a alisarse el pelo y a recoger un mechón detrás de la oreja, que le gusta que las cosas sean como se esperan. Balanceas ligeramente la pierna más cercana a su cuerpo. Reparas en que nunca te has sentido incompleto por estar solo, que jamás has temblado por inseguridad. Pero ahora te recorre la piel una oleada de vergüenza y timidez. Sabes que tu invulnerabilidad y tu aplomo, tus únicos tesoros hasta la fecha, ya se están desvaneciendo.

Si la invitas a un café, sabes que desaparecerá la alegría sin complicaciones que caracteriza dos desconocidos. Esta empatía risueña que no desnuda los cuerpos ni duele en el bajo vientre. No la conoces pero no quieres ser su amigo. Sencillamente no puedes dejar de sentir curiosidad y de preguntarte si su cuerpo desprenderá un calor generoso y delicioso. Ella se chupa lentamente el resto de hojaldre pegado a sus dedos. Intenta hacerlo con disimulo pero las migas se resisten. Puro pegamento. Pero así actúan las jovencitas de buena familia. Discretamente.

Su actitud la hace más deseable a tus ojos. Ella no lo sabe todavía. Le harías el amor en este banco, aquí mismo, sin medir palabras, las piedras negras como únicos testigos. Sabes que, esta noche, estás condenado a tener un sueño en el que los sollozos te van a sacudir como un huracán. Luego, desfilarán los monstruos, los tuyos, aquellos guardados bajo llave porque eres un hombre tranquilo, sensato y capaz de controlar esos traumas de antaño.

Te has preparado para eso. Meditas cada mañana unos quince minutos. Con un poco de suerte, después de la ordenada procesión de tus demonios, quizá florezcan bien abiertos unos capullos de flores blancas. Si la invitas a un café…

Piensas que no importa, que, de todas formas, todos llevamos nuestros muertos dentro. Te preguntas si los suyos son grises o de la densidad del petróleo. Un poco como la grava que no paras de patear para camuflar la pequeña sacudida nerviosa de tu pierna. Y mira que te has preparado para eso… Si la invitas a un café… quizá no te despiertes mañana exhausto, la frente sudada, con la extraña sensación de haberte dislocado los huesos.

Giras ligeramente la cabeza hacia ella. Observas sus manos hermosas, finas como la arena blanca, los dedos todavía relucientes de su saliva por culpa del hojaldre. Ella hace lo propio y escruta las tuyas. Son grandes y ásperas y cierras un momento los puños, en un claro acto de pudor, para que no note tus  uñas mordidas.

Estáis al lado el uno del otro ahora. Vuestras caras casi se pueden rozar. Tú no paras de imaginarla tendida en la hierba, sus manos pegajosas acariciándote un brazo, mientras le hablas al oído y hurgas suavemente en sus bragas de algodón. Con delicadeza. Tus uñas mordidas podrían hacer un estropicio. Las tórtolas se acercan. No tienen miedo porque saben que aquí solo hay amor. Son el coro de los que se juran amor eterno y son más hábiles en el juego del coqueteo. Ella tiene la mirada fijada sobre las arrugas de las manzanas que amenazan con caerse de los árboles que os alumbran. Tú miras las ranuras en la punta de tus dedos que sus fluidos han excavado. Extraña sincronización.

Si la invitas a una copa, o dos, será quizá más fácil. Sopesas el guion. Quizá tres, una forma de romper el hielo y dejarse llevar. Lo rechazas inmediatamente. No. Con el alcohol, saldrían la furia y la insolencia. Los empujes a destiempo y la impaciencia de la posesión. La insistencia y la reacción desmesurada. Y el difuminar de los límites de códigos implícitos que  requiere el sexo la primera vez. Tus demonios ya tendrían una razón de peso para mostrarse.

Hoy, en este parque público, te agachas, te pones a tocar unas cuantas piedras negras. Vacilas un momento, eliges algunas, las pasas de una mano a otra, las acaricias. Buscas la más redonda y suave. Es para un regalo… Mientras, vislumbras de repente las botas de la chica azucarada pasar delante de ti y seguir por el mismo sendero por el que viniste.