Relatos eróticos

Me excita y me irrita – Relato erótico

No te pierdas el último relato de Valérie Tasso sobre la fantasía y la imaginación, todo lo que subyace bajo el mirar y dejarse mirar, el amor y el odio ante lo bello. Puro erotismo.

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Me excita y me irrita

Me gusta observar a las personas. Es una actividad digna e inocente. Soy vulnerable a las miradas de los demás, por eso los miro yo primero. Así, pierdo la noción de quién soy, dónde estoy, en qué fangal nada mi anodina vida.

Carraspeo para asentir. Siempre. A veces, ni por eso. Tengo esta especie de tic nervioso que heredé de mi padre. Así que, me limito a sonreír, pero no demasiado porque cuando no resulto invisible, parezco tonto o no muy despierto. Me lo comentó un día mi vecino del cuarto. Lo cierto es que es un problema para entablar una conversación con una mujer. Tampoco ayuda esa languidez corporal que me caracteriza y mi falso estado de perpetua somnolencia.

El ambiente cargado de los bares y los «¿Qué te pongo, guapo?» de las camareras, con sus blusas blancas oportunamente desabrochadas, casi siempre me recuerdan al sexo. Al fondo, en el rincón de la derecha, me siento y espero.

Las voces de los clientes suenan igual a otras voces. Todas suenan normal. Y la que ocupa mi mente no es la excepción. Carraspeo, solo por la vergüenza que siento al pensar que, a veces, la odio. Y esa vergüenza no se borra con su luz cuando pisa el umbral del bar. Salvo cuando se apoya y se agacha contra la barra, levanta la mano y pide un café. En esos momentos, se impone el silencio y tiene el bar para ella sola.

Siempre aparece los días de lluvia. La veo correr por la acera, cruzar rápidamente la calle, empujar la puerta y entrar. Mi corazón late fuerte, mi polla gruesa se empalma y un extraño calor penetra mis ojos. Mis brazos paralizados reposan sobre las piernas y, en cuanto puedo, me palpo el bulto de lo previsible. Y es que mi voluntad se borra y solo hablan mis ganas cuando pasa su mano sobre su majestuoso culo para no arrugar su falda, antes de sentarse.

Ella me excita y me irrita. Es tan atractiva como agresiva y me molesta que tanta belleza y prepotencia, aunque sea sin querer, puedan quedarse fuera del dudoso límite que lleva a lo sagrado. Hace y deshace a su antojo, de una mirada segura, del roce de sus medias al cruzar las piernas, el color sombrío de mi día. Sé que la mayoría de la gente, al verla, piensa cosas sucias. Yo el primero, no lo escondo. Cuántas veces he imaginado su coño. Y el olor de otros sitios suyos prohibidos. Daría lo que fuera por saber lo que lleva debajo de su blusa negra. Hasta mi salario de oficinista. No exagero. Jamás he cometido locura alguna por una mujer. Pero por ella, no lo dudaría ni un instante. Aunque me excite y me irrite. Pero, en el fondo, reboso ternura y me encantaría que ella pudiera conocer este pequeño extra de mí que, seguramente, no tienen los demás.

Una vez, el bar estaba hasta los topes. Echó un vistazo al local, con esa mueca de depredadora que no deja sitio a la duda, y se sentó a mi lado, erguida. Con un ademán muy estudiado, se pasó la mano en la nuca y la tuvo retenida, allí, unos segundos. Cruzó las piernas y las mostró hasta donde se le antojaba. Tan lejos, tan libre. Ese día fue un día desperdiciado para mí. No la podía mirar con atención. Intenté observarla por el rabillo del ojo. Pero no era lo mismo y casi eché a llorar.

A veces, se va con una enloquecida prisa. Y me imagino que es por mi culpa, que ha descubierto esta hasta ahora secreta libertad que me tomo al espiarla. Que se ha dado cuenta de lo nervioso que me pone. Al final, me entran las dudas y arruina mi día. Pero no me invade la tristeza, como aquella vez, sino una rabia por no dejarse admirar lo suficiente, por no tener respeto a estos ojos míos que no quieren despegarse de ella. Me tenso y me excito. Pero me irrita esta urgencia que la llama a dejar su café sin tocar.

Cuando alguien le habla, se sorprende. O finge. Domina la situación al mismo tiempo que hace creer a los demás que tienen el control. Seguramente es una experta en eso porque estará acostumbrada a que la seduzcan. Así que se me hace imposible acercarme a ella. Dios sabe cuánto desearía que me hablara, oír su voz imponente dirigirse a mí, entablar una conversación cualquiera conmigo, no sé, cualquier cosa. Si solo se limitara a decir «tú». No sé. De todas formas, aun así, me preocupa que hablar eche a perder lo que sea que pudiera pasar entre ella y yo.

Yo no tengo ni esperanza ni interés en el futuro. Esa es la verdad. Solo la vista de lo preciosa que es por delante y lo enloquecedora que deviene por detrás.

Hay miles de maneras de amar a alguien. La mía es esa.

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