Relatos eróticos

Sobre ruedas (2): La patinadora – Relato lésbico

El susurro en mi oído me provocó cosquillas y despertó cada rincón de mi cuerpo, incluso los recovecos que parecían dormidos. Miré un jarrón con girasoles antes de darme la vuelta y encontrar el verde más vivo reflejado en sus ojos. Dirigí mis manos a su cintura muy despacio, igual de insegura que me sentía sobre los quads. No se apartó. La luz que entraba por las ventanas pareció transformarse en la de un atardecer cuando Julieta tomó un mechón de mi pelo y lo colocó detrás de mi oreja. La distancia hasta el beso se extinguió más rápido que el fuego después de verter agua en una vela, y sucedió de forma inevitable.

Me besó con delicadeza, la misma que la caracterizaba, incluso me tocó del mismo modo cuando sus manos agarraron mis nalgas. Yo, en cambio, clavé las uñas en sus costados y cerré los ojos presa del momento. Sentí libertad, como al verla patinar de un lado a otro del paseo de aquel modo, y respondí el beso con firmeza hasta que sentí una presión contra mi pecho que me separaba de su boca.

—Así no es como te vas a ganar a la chica que te gusta.

La mandé callar con un siseo y volví a besarla, nuestros patines chocaron y Julieta los dejó caer en el suelo con un ruido sordo. Yo me aparté un momento para ponerlos en una silla que había a la entrada y volvimos a perdernos en la boca de la otra. Sus labios eran suaves y con cada nuevo ataque de mi lengua encontraba un nuevo matiz en ellos.

Pronto los besos se volvieron insuficientes. Por mucho que mis manos recorrieran todo lo que encontraban a su alcance, que era bastante dado el conjunto que Julieta había elegido para patinar, quería más de ella. Mordisqueé sus pechos por encima de la tela de su top y sentí cómo sus pezones se endurecían en mi boca, primero uno y luego otro. Los gemidos que liberaba me indicaban el camino, y me aseguraron que era la ruta correcta cuando la empujé contra la mesa grande del salón. Aparté, como pude, un jarrón con un girasol, necesitaba el espacio para que se tumbara allí.

Una vez su espalda estuvo contra la madera oscura, me coloqué encima de ella y dejé que mi cuerpo conociera el suyo. Me moví sobre Julieta, deseosa, permitiendo que sus respuestas en forma de jadeos guiaran mis movimientos. En algún punto nuestra ropa desapareció y tan solo fuimos nosotras. La desnudez, en lugar de incomodarnos, nos alentó a acariciarnos en lugares más recónditos, perder nuestros dedos en la humedad de la otra. La piel de mi amiga era tan suave como su voz, como su pelo, como su aroma y como me tocaba. A pesar del deseo que hervía en su interior, se mantuvo serena cuando tomé sus piernas y las separé antes de zambullirme entre ellas.

Primero acaricié el vello de su monte de Venus con mis labios y tracé un camino de pequeños mordiscos hasta que encontré su clítoris. Dejé un beso antes de lamerlo con lentitud. Fue un contacto breve, pero suficiente para saber que quería más del sabor de su sexo. Quería degustar su excitación hasta que perdiera el control, enseñarle que ella era experta con los patines, y yo lo era dándole placer con mi boca.

No tardó en tomar mi pelo y enredarlo entre sus dedos. Jamás había deseado que estuviera tan despeinado como entonces, y permití que ella fuera marcando el ritmo de mis lamidas. Alternaba el juego de mi lengua con succiones y pequeños mordiscos, y supe que era la combinación perfecta cuando las piernas de Julieta, que estaban apoyadas en mis hombros, comenzaron a temblar.

—Espera… un momento.

Me detuve sin dejar de observarla. Bajó de la mesa y, desnuda como estaba, correteó hasta perderse en el pasillo. Antes de que me diera tiempo a preguntarme adónde habría ido, regresó con algo pequeño en las manos. Recuperó su posición, como si buscara restaurar el delicado equilibrio que existía antes de que hablara. Cuando volvió a colocarse sobre la mesa, me mostró lo que había en la palma de su mano. Era un vibrador externo pequeño, de formas redondeadas y del color de un campo de lavanda. Buscó mis ojos y yo asentí, mi excitación crecía a cada momento que pasaba. Julieta abrió las piernas como antes y encendió el juguete, que comenzó a ronronear enseguida sobre su clítoris. Con su mano libre, tomó mi cabeza y me guio al mismo lugar. Me hice un hueco justo debajo de la punta del juguete, en su entrada, y comencé a lamerla con delicadeza. La mezcla debió de ser igual de explosiva que, para mí, ver a mi amiga sobre unos quads por primera vez, porque comenzó a gemir de un modo en que no lo había hecho antes.

Mi anatomía, sin embargo, reclamaba alivio sin querer explicaciones. Primero fue mi mano acariciando mi sexo, luego el movimiento de mis caderas que no llevaba a ninguna parte y, finalmente, un gruñido mientras mi lengua se introducía en el interior de Julieta. Cuando fue insostenible, abandoné la posición en la que tanto estaba disfrutando para colocarme sobre ella. Me estremecí al volver a sentirla así, piel con piel, y me encajé como pude hasta que mi intimidad quedó también sobre el juguete, pero por el lado exterior. A pesar de que mi amiga era quien disfrutaba de forma más directa la vibración, yo me conformaba con el eco del motor que, junto a la estimulación de tenernos tan cerca, me estaba volviendo loca.

Desconozco si el orgasmo nos alcanzó al mismo tiempo, pero lo pareció. Algo húmedo y muy caliente se deslizaba entre nuestros cuerpos mientras interpretábamos los movimientos de un baile instintivo. Yo movía las caderas contra Julieta, y ella contra mí, de forma que el pequeño vibrador quedaba entre ambas para complacernos a la vez. Y, de pronto, el clímax más intenso que había sentido en mucho tiempo mientras clavaba los dientes, en un intento por liberar la tensión, en el cuello de mi amiga. Ella también pareció perder el control cuando sus uñas aprisionaron mis nalgas, y no las soltaron hasta que sus fuertes gemidos también cesaron.

—¿Ves como sí que me he ganado a la chica que me gusta?

Mis palabras se perdieron entre el pelo de Julieta, en la ligereza de su piso luminoso y, con los ojos entrecerrados, imaginé verlas revoloteando alrededor del girasol. Al lado de la puerta, los dos pares de patines habían sido testigos de que tenía muchos más encantos que simplemente levantarme del suelo con ellos puestos.

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