Relatos eróticos

En la piel (1): La tatuadora – Relato lésbico

En aquella postura podía verlo todo: lo azules que eran sus ojos, lo plateado que era su pelo y las pecas que le salpicaban el rostro y que Freja se empeñaba en ocultar con maquillaje. Freja, en realidad, se pronunciaba «Freya», pero ella insistía en que sus clientes lo escribieran correctamente. Debía de ser su nombre artístico, o tal vez su nombre de pila, eso no lo sabía, aunque la amiga que me habló de ella me dijo que era escandinava.

—Todavía me siento fatal por lo del otro día —susurró, su aliento me hacía cosquillas contra la piel.

La música R&B que inundaba la sala junto a la cercanía de Freja resultaban relajantes y también estimulantes. Nunca pensé que podría sentirme tan cómoda con el incesante zumbido que estaba presente todo el tiempo, pero la tatuadora me lo había puesto fácil desde el principio. Nos conocimos porque ella era una amiga de mi mejor amiga, y aquel iba a ser mi primer tatuaje, necesitaba a alguien de confianza.

—Tranquila, son cosas que pasan —le dije con la voz más suave que me salió. Freja me regaló una mirada cómplice que me hizo preguntarme si, tal vez, ella me veía del mismo modo en el que yo la veía.

—La verdad es que no todos los días suena la alarma del estudio como si fuéramos a quedarnos atrapadas entre las llamas… pero nunca había dejado a nadie con un tatuaje a medias. —Fingió concentración unos segundos y añadió—: Lo bueno es que has podido volver a venir.

Sentí que aquella frase escondía algo más de lo que las palabras significaban, y me limité a sonreír mientras miraba cómo la aguja entraba y salía de mi piel a una velocidad vertiginosa. El diseño que había elegido, el árbol de la vida con puntillismo, no era precisamente fácil y rápido, y nos esperaban por lo menos un par de horas hasta que estuviese acabado. Por lo pronto, el dolor resultaba soportable y el calor que emanaba Freja, cuyo antebrazo descansaba apoyado en mi bíceps, era todo un consuelo.

Desde mi perspectiva también pude ver un colgante de plata que amenazaba con esconderse bajo la camiseta de tirantes de la tatuadora. Me sorprendí pensando que, a pesar de su profesión, muy poca tinta recorría su cuerpo. Por lo menos, no de forma visible. También su estudio me había impresionado; en mi imaginario, un lugar donde se hacían tatuajes era sombrío y agresivo, pero aquel local era luminoso, espacioso y estaba decorado por cortinas de terciopelo beis.

—¿Qué significado tiene este tatuaje para ti? —Freja rompió el silencio. No me consideraba una persona tímida, pero sí sumamente observadora. Tal vez mi momento de contemplación había durado demasiado, haciendo que ella se llevase una impresión poco acertada de mí.

—Es… es un elemento de protección. El árbol de la vida te resguarda del sol y de la lluvia y sus raíces son fuertes y forjan vínculos sólidos —expliqué—. No lo sé. Siempre me ha gustado, siento que me representa.

Sin despegar los ojos de mi piel, Freja murmuró:

—Dicen que también es un signo de unión.

—Seguro. —Acaricié la idea de no decir nada más, pero mi boca lo soltó—: Tú me lo estás tatuando, eso nos une de alguna manera, ¿no?

Mis ojos, clavados en los suyos, les dieron la bienvenida cuando establecimos contacto visual. De su coleta mal hecha escapaba un mechón que caía por su rostro y me contuve para recogérselo detrás de la oreja. Se me aceleró el corazón mientras la aguja perforaba nada más que el aire, pero seguía vibrando como si se tratara de un ruido de fondo.

—Sí que nos une —dijo a media voz, volvió al tatuaje y luego buscó mis ojos otra vez—. Voy a seguir por la parte de arriba, como hay menos grasa puede que te resulte más molesto. Si necesitas que paremos, me lo dices.

Asentí, absorta por su voz, por cómo me hablaba. Tenía un deje que no supe reconocer, pero que anidó en mi cabeza mientras recordaba la forma en que me miraba y me tocaba dos días atrás, cuando tuvimos que dejar el tatuaje a medias. Desde entonces, yo me había dedicado a fantasear con volver a vernos, y Freja, en esta ocasión, parecía más cercana todavía.

Comprendí a que se refería la tatuadora cuando la aguja comenzó a picotear contra el hueso de mi hombro. No cesaba, ni la sensación de que estaba taladrando más de lo que debería ni el dolor insistente. Cerré los ojos y respiré hondo, entonces el aparato se detuvo y Freja acarició mi mejilla. Separé los párpados poco a poco para encontrarme con una expresión de preocupación en su rostro.

—¿Estás bien?

—Sí, solo… es intenso —confesé.

—También es por la posición, esta parte del hombro es muy angulosa y cuesta. Pero valdrá la pena, ya lo verás.

—¿Y si…? Nada, es igual.

Frené mi descaro a tiempo y maldije internamente ante lo que había estado a punto de decir. Podría haberlo arruinado todo, podría…

—Dime.

—¿Y si te pones encima? ¿Sería más fácil?

Las mejillas de Freja se tiñeron de rojo por tan poco tiempo que creí haberlo imaginado. También la sonrisa socarrona que duró milésimas de segundo en su rostro antes de transformarse en una más profesional que acompañó su:

—Es posible, sí. Si no te importa, claro.

—No me importa.

Porque ¿cómo me iba a importar? Si la tenía a medio metro y solo la quería más y más cerca. Nunca confié en conocer a las amigas de mis amigas, pero Freja… Freja era todo lo que no sabía que quería. Se ajustaba a mi idea de mujer perfecta y lo que transmitían sus gestos y sus manos me cautivaba más con cada minuto que pasaba con ella.

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