Relatos eróticos

Una escapada de ensueño (2): La recepcionista – Relato lésbico

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Disfruta el desenlace de esta elegante historia erótica, escrita por Thais Duthie.

Si no lo hiciste, te recomendamos leer la primera parte aquí: Una escapada de ensueño (1): La recepcionista – Relato lésbico

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Una escapada de ensueño (2): La recepcionista

Mi humedad se confundía con la del agua, pero estaba convencida de que lo que la recepcionista despertaba en mi cuerpo era algo inédito. ¿Sentirme así por una desconocida? Jamás había experimentado una atracción tan inexplicable como la que sentía por la recepcionista. Apenas la conocía, solo la había visto unas pocas veces y sí, habíamos hablado, pero nada sobre ella y yo, solo sobre las pistas, los horarios del desayuno y algún que otro consejo para disfrutar más de la estancia. ¿Cómo podía mi cuerpo responder de aquel modo ante ella?

—No habrá nadie hasta en punto, es lo que tarda la chica de la zona de aguas en preparar la cabina para los masajes. Siempre lo hace a la misma hora. ¿Te gustaría…?

Antes de que pudiera terminar la frase, asentí. En mi visión periférica, una figura con uniforme negro desapareció por la puerta de madera que llevaba a las cabinas. La había visto antes merodeando por el espacio de relax cada pocos minutos, y luego se sentaba en una cabina que había al fondo desde la que se veía todo el espacio. A veces hojeaba una revista, otras, tecleaba en su móvil.

La expectación se entremezclaba con los nervios, pero el deseo los superaba a ambos. Atrapé sus labios con los míos y jadeé así, contra su boca. La forma en que me sostenía se volvió más tosca y descuidada, incluso cuando me dio la vuelta y me puso contra la pared. Apartó algunos mechones mojados que se escapaban de mi coleta improvisada, y mordió mi oreja con ímpetu. El contraste entre su aliento y mi piel húmeda fuera del agua me hizo estremecer, incluso pude notar cómo mis pezones se endurecieron bajo el bañador.

Me agarré del borde de la piscina, esquivando el chorro de agua, pero ella tenía un plan diferente. Buscó aquel torrente de agua bajo la superficie y luego deslizó su otra mano entre mis pechos. La tela del bañador me parecía más gruesa que nunca, pero cuando sus manos se encontraron y sentí cómo me alzaba ligeramente, la estimulación me golpeó. El chorro quedó posicionado justo sobre mi sexo y el agua a presión me arrancó un grito que la recepcionista acalló con su mano.

Siseó en mi oído y colocó una pierna entre las mías para que me mantuviera en esa posición. El agua salía con fuerza y aliviaba y provocaba mi centro a partes iguales. Tomó mis caderas y me hizo moverme contra su piel, a favor del chorro. Cuando mi anatomía aprendió el movimiento, me permitió seguir sola. El vaivén de mis caderas era errático pero afanoso, las manos de la mujer, en cambio, se movían con precisión absoluta bajo mi bañador. Acunaban mis pechos, los provocaban con pequeños pellizcos. Su voz, aunque sonaba muy cerca de mi oído, se opacó por el sonido de la cascada de agua a unos metros de nosotras por la excitación que se apoderaba de mí. Hablaba en alemán, pero de pronto susurró algo en mi idioma:

—Eres preciosa. Ojalá te quedaras toda la temporada, Cora, dicen que la nieve se volverá más espesa a partir de la próxima semana… —De nuevo, aquel tono anhelante que anestesiaba mis sentidos y secuestraba mi mente. Si seguía moviéndose así, hablándome así, tocándome así acabaría por perderme, por deshacerme en aquella piscina sin poder siquiera mirarla.

Y busqué, a tientas, sus labios. Me deshice de su agarre y floté solo un poco hasta que estuvimos cara a cara. Imaginé esa nieve más espesa y cómo se sentiría bajar por las pistas de la estación de esquí una vez más. Volver a sentir la adrenalina al sortear los abetos sonaba atrayente, pero no tanto como saber que ella me esperaba siempre que regresaba al hotel. Ni siquiera se le parecía a la sensación de sus ojos buscando los míos cuando me quitaba las gafas para enfrentarme a la ventisca. Siempre ladeaba la cabeza y sonreía, como preguntándome: «¿Cuántas pistas has bajado hoy?», con esa misma intimidad y genuino interés.

Los dedos de la recepcionista reemplazaron el torrente que antes me arrollaba, solo que lo hicieron con más intensidad. ¿Cómo podían estimularme más sus yemas que el agua? La presión había allanado el terreno y mi clítoris estaba más necesitado que nunca. No recordaba haberme sentido así en los años de mi vida, con aquel placer incontenible que amenazaba con escapar por cualquier ranura. Bastaría un poco más para poner fin a ese calor abrasador que consumía hasta el recoveco más pequeño de mi cuerpo. Me pegué a ella por inercia, y nos entremezclamos como si fuéramos una.

La recepcionista comenzó a frotarse contra mi sexo y nos sumimos en un balanceo que provocó que la superficie calma del agua se convirtiera en un leve oleaje. Aquella posición era mucho más excitante: podía ver sus ojos, los gemidos que acallaban su boca, el rubor de sus mejillas. Agarré sus nalgas y clavé las uñas, luego las subí por su espalda hasta que las ubiqué en sus hombros. A pesar de lo preparada que me sentía, fue ella quien alcanzó antes el orgasmo. Lo noté en su rostro y en cómo se tensó contra mí, debajo de mí. La sostuve en el agua un segundo, dos, tres, cuatro… hasta que lo que me obligó a soltarla fue el chirrido de la puerta de bambú abriéndose. Ya no estábamos solas.

Nos separamos como si el encantamiento hubiera terminado, pero solo en el plano físico. Por dentro todavía sentía el anhelo, el deseo y las ganas de más. Floté unos segundos para disimular mientras la chica de negro pasaba alrededor de la piscina mientras me preguntaba si volveríamos a vernos. Bajo mi atenta mirada, la recepcionista se colocó los tirantes del bañador, que se le habían bajado sin que ninguna de las dos nos diéramos cuenta. El celeste se fundía con el color del agua y contrastaba con el de su piel, que brillaba por la humedad.

—Nos vemos en tu habitación —dijo, su voz sonaba agitada y su pecho subía y bajaba rápido.

Asentí, aliviada, ante la idea de encontrarnos de nuevo. Agarré su brazo cuando se dio la vuelta para irse, y la detuve:

—Es la quinientos…

—Lo sé. —Se giró para conectar su mirada con la mía y añadió—: Veintidós. Quinientos veintidós.

Observé cómo salía del agua; un rayo de sol, ahora anaranjado, iluminó el lugar exacto donde mis uñas habían estado clavadas hacía muy poco. Por supuesto que lo sabía.

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