Películas eróticas

Tasso (des)monta la película: «La lectora», el erotismo de la lectura

Peter Sloterdijk inicia su polémica obra, Normas para el parque humano, con una reflexión del poeta alemán Jean Paul: «Los libros no son más que voluminosas cartas enviadas a un amigo».

Un libro es un estar en relación con un alguien: un transmitir lo que se ha recogido de alguien que pasó, para que sea entregado a un alguien que vendrá. Un mantener la continuidad, un sostener el vínculo, un hilar la fina hebra que nos une con alguien que, por más desconocido que nos resulte, comparte con nosotros eso tan delicado de la «humanidad». Con un «amigo», con un amicus que, en el propio término indica el AMAR (amare), así como la dirección hacia el que se ama. El libro actúa desde lo simbólico del lenguaje como un «símbolo» en sí mismo: como una parte que se le entrega a uno de co-pertenencia, de estar en el mismo destino, de conformarse en la misma materia. Un libro, cualquier libro, es el acto de vincularse, de estar en relación con cualquier otro. Un libro, por tanto, es ante todo, independientemente de lo que trate y de su estilo, un elemento erótico: un «tener que ver» con los demás.

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Películas eróticas

Pequeña introducción sobre un experimento

Hace ya varios lustros y recordando la película La lectrice («La lectora») que aquí abordamos, tuve una extraña ocurrencia. Organicé una serie de encuentros con personas completamente desconocidas, en grupos de no más de veinte, para reunirnos presencialmente y leer consecutivamente y en voz alta pasajes de diversas obras eróticas. La experiencia fue fascinante. Entre los que participaron en el experimento había personas de toda condición: algunas leían con extraordinaria fluidez mientras otras se tropezaban con cada palabra, algunas enrojecían y hasta balbuceaban cuando debían enfrentarse a determinados pasajes de Bataille o de Sade, otras no acababan de encontrar la postura en la silla, a unas las palabras les dominaban, mientras alguna dominaba lo leído, pero, en casi todas, veías crecer un deseo del que se debatían con mayor o menor fortuna por ocultar.

Sobre todos nosotros sobrevolaba, por el mero hecho de leer en voz alta aquellos pasajes, la inquietud y el goce de estar, de alguna manera, participando de forma sorprendente en una especie de orgía encubierta y, por lo tanto, más excitante. Aquello nos enseñó a todos mucho sobre el deseo, sobre su operativa, sobre las estrategias literarias con las que el deseo compone su relato en nosotros y algo que a una sexóloga le resulta de especial interés: que, cuando el deseo flaquea, no hay nada que lo despierte más que leer en voz alta una sicalíptica carta enviada a un amigo, a un amante, al que tenemos en ese momento a nuestro lado. Que las palabras de amor que pronunciamos escritas por alguien que las tiró al mar en una botella las hacemos nuestras, nos raptan, escriben en nosotros mismos el relato de nuestro deseo cuando a nosotros mismos nos cuesta encontrar el hilo de esa narrativa del desear.

Sinopsis

La lectora, la película de 1988 dirigida por Michel Deville, que adapta una novela homónima de Raymond Jean, nos enfrenta a esa fascinación de lo erótico que implica el vincularse con alguien a través de la lectura en voz alta.

Constance (encarnada por la actriz francesa Miou-Miou), una hermosa joven de voz dulce y alegre pero segura y modulada en la lectura, decide emular a la protagonista de la novela que le está leyendo a su pareja y convertirse en una lectora a domicilio. Es a partir de esa premisa que debe afrontar dos particularidades: entablar relación con desconocidos (sus clientes) y sostenerse en la delgada línea que va de intimar con ellos a través de compartir afectos en la lectura sin que, en ningún momento, se pueda confundir su vocación con la de, por ejemplo y en su más amplia acepción, dama de compañía.

Esa frágil franja divisoria que debe afrontar desde el momento en que su actividad la sumerge en una situación particularmente erótica y su voluntad férrea de ser ante todo lectora y no otra cosa, produce escenas hilarantes cuando no ridículas que el director de la película sabe mantener en un plano de cierta ingenuidad creíble y en el tono de comedia blanca que pretende, sin apenas filos o laceraciones, sin nada sórdido, cruento o escabroso desde donde precipitarse. Basta ver, por ejemplo, las disparatadas y cómicas escenas de cama con el empresario febril e hipertímico, en las que en las distintas fases de su encuentro, la de cortejo, preliminares o ya en el coito, Constance siempre tiene que justificar y anteponer su lectura en voz alta a lo que realmente sucede.

Su «clientela» es de lo más peculiar: desde un chiquillo en silla de ruedas que se inicia en su sexualidad con la presencia lectora de Constance, a un magistrado retirado que le propone leer a Sade, pasando por La Generala, una nostálgica de la gran Rusia y el Imperio soviético a la que acompaña una doncella aquejada de un trastorno conversivo, por la niña a la que su multimillonaria y ajetreada madre no pueda atender o al citado empresario en cuyo desquiciado primer encuentro no son capaces de poder sentarse convenientemente en ninguno de los diversos butacones de diseño a la última moda que se les presentan (metáfora de la incomodidad de estar dos desconocidos uno frente al otro).

Tráiler

Análisis

En el momento del estreno de la película, si bien la crítica y también los festivales la acogieron en general con mucho aprecio, no faltaron las críticas que señalaban el hecho de que esos personajes y los demás secundarios que circulan por ahí carecían de cualquier profundidad o credibilidad y eran meros «recortables» puestos allí para que la protagonista pudiera componer, en su cartulina, su paisaje. Y eso que los actores, todos, defienden con solvencia sus ingenuas y limítrofes particularidades, pero es que La lectora es una película para ser vista con los ojos de un niño, un poco como pasaría años después con otra producción de éxito como Amélie de Jean-Pierre Jeunet, donde lo inverosímil de las situaciones no ahogaban en absoluto lo poderoso de la premisa de partida (la bondad en el caso de Amélie y el erotismo que implica la literatura en el caso de La lectora).

Ambas cintas también comparten otra particularidad: están hechas como un traje a medida para la apoteósica presencia de sus personajes principales y de las actrices que los defienden. En el caso que nos ocupa, Constance y la actriz que la encarna: Miou-Miou. Es inconcebible la película sin ella, sin sus dotes interpretativas que incluyen su versatilidad lectora, su físico atractivo y pícaro y su ingenuidad siempre firme e inasequible al desaliento que las «fabulosas» vicisitudes de su decisión le van interponiendo. El que La lectora sea vista como una especie de fábula o de cuento infantil no implica que no haya arietes que pudieran herir alguna sensibilidad en estos tiempos, en los que ya ni los príncipes pueden besar a las princesas encantadas: por ejemplo, el hecho de que aparezca con total tranquilidad en pantalla un pene, que el generoso, por poblado de vello, pubis de Miou-Miou aparezca en primer plano (casi como hizo Courbet con su pintura El origen del mundo) o que Constance y el disparatado empresario empiecen a follar mientras ella está leyéndole el pasaje de la violación a la chiquilla en El amante de Duras… esas afiladas puntas quedan siempre inmediatamente romas ante la realidad cándida y festiva que encuadra la voluntad del film.

Conclusión

Independientemente de que la película les guste o no, les parezca una chorrada de esas que, a veces, se encuadran en el cine de autor francés o les parezca una maravilla como no había conocido hasta entonces el séptimo arte, no olviden una cosa: nada hay más erótico que compartir con otro en voz audible lo erótico que alguien nos ha legado. Y si tienen dudas, estén solos o acompañados esta noche, pasen del porno, cojan una obrita literaria de calidad, de esas que vienen a llamarse eróticas, lean y me cuentan. O mejor aún, me escriben, como una carta a una amiga, lo que sucede.

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