Relatos eróticos

Al calor del Lobo (9): El destino de Édith – Relato erótico

No te pierdas el desenlace de esta increíble novela erótica corta de Andrea Acosta.

Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la octava parte aquí: Al calor del Lobo (8): Édith al descubierto – Relato erótico.

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Al calor del Lobo (9): El destino de Édith

—¿Qué es tan importante, Brunner? —interpeló Hans en el despacho, haciendo acopio de lo necesario para encenderse un cigarrillo.

Herr Schulze… —Brunner interrumpió las palabras destinadas al Obergruppenführer al reparar en que el hombre que le roía los talones hacia el amago de entrar—. Espera aquí —lo avisó en un francés enviciado de acento alemán y sosteniendo con dos dedos una tarjeta sellada con la Reichsadler.

Édith sonrió teatral al individuo al que Brunner amonestó. Lo apodaban Le Fou[1] por su afición al tarot que decía interpretar con maestría y, fuese cierto o no, lo que sí hacía de lujo era jugar a dos bandas, pero siempre en beneficio propio. Drancy[2] estaba repleto de desgraciados que le habían confiado sus vidas… Ella les dio la espalda con el sexo doliente y caminó para recuperar el bolsito de mano del chaise longue; tamborileó los dedos en el complemento, barruntando qué hacia allí y a esas horas alguien de tal ralea.

Hans liberó por la nariz la nubarrada del nuevo cigarrillo y el excedente le ahumó los pulmones. De regreso, se trajo los guantes y la capa de plumas de la mujer.

—Bien, Brunner —asintió, ofreciéndole el pitillo a Édith; él pinzó entre dos dedos la tarjeta que le tendía su ayudante y la aseguró seguidamente en un bolsillo.

—Gracias —susurró Édith, fumando del aromático alemán y creando un redondel con el humo. Se abrochó la capa al cuello y sujetó el bolsito contra el interior de su antebrazo mientras se colocaba un guante, viendo de refilón la tarjeta sin detectar anomalías; tampoco es que estuviera por la labor.

—Vamos, entra —apuró Brunner a Le Fou en su burdo francés tras la seña del Obergruppenführer.

Le Fou hizo lo mandado y sus ojos examinaron el entorno, esbozando una sonrisa sibilina. Ufano, repasó a Édith desde las puntas de los dedos de los pies a sus caderas, sus pechos…

—Bonito sitio —saludó a Hans, incapaz de encomendarse a él por su rango, ni siquiera aprovechándose del diminutivo.

¿Y si se oponía? Se agarraría al dintel de la puerta y, si Hans tratara de disuadirla, lo mordería, lo arañaría, lo cocearía… Édith ladeó la testa contemplando el perfil de él y negó en redondo, acogiéndose a que encontrarían alguna vía de escape. Le escocían los ojos y la braga se le pegaba a los pliegues de la vulva con las reminiscencias de la semilla de él. Al ir a aprehenderle una de las manos, desdeñando a los presentes, captó el perspicaz movimiento de la zurda del Obergruppenführer, echándose hacia la espalda y…

La amartillada Luger escupió la bala y esta hizo crujir el cráneo al atravesarlo en un estallido de carne, sangre, materia gris y fragmentos de hueso. El cuerpo de Le Fou golpeó el suelo panza arriba, pesado y muerto, pese al crispar de dedos y pies.

—En los calabozos no cabe ni un alfiler. Además, interrogarlo habría sido una inútil pérdida de tiempo y Schulze lo sabe —declaró Hans con despiadada indiferencia. Bajó el arma y activó el seguro. Dio una calada al cigarro y señaló el cadáver. La alfombra embebía la sangre—. Brunner, busca el casquillo, envíaselo al Hauptmann y… —una nueva calada y lanzó el pitillo al enrojecido fluido para apagarlo— haz que vengan a limpiar o se nos pegaran las suelas de las botas.

Édith parpadeó, atónita; el cada vez más calmoso emerger de la sangre y la agitación de las manos y pies de Le Fou se aletargaban. Chispas rubíes le salpicaron las plumas de la capa y, aun con la detonación del certerísimo disparo reverberándole en los oídos, miró a Hans. El suelo que pisaban, ahora manchado de barbarie, había dejado de ser neutral. «¿Por qué?» ¿Por qué lo había matado más allá de por el simple hecho de ser un felón despreciable?, ¿por qué Shulze le remitiría a nadie a esas horas y al hotel y no a la avenida Foch? «Antes de primera hora me reuniré con Stülpnagel», le había dicho. «Después, me será imposible pasarme por el apartamento en el que tú estarás durmiendo plácidamente porque me enviarán a Berlín», y ella lo entendió, o casi. Le mandarían a Berlín para sacarlo de escena en París, suponía que para rendir cuentas, pero ¿qué ocultaba en realidad?

Obergruppenführer —vaciló Brunner; este era cabal y flemático o lo era salvo con la señorita Dubois. Si decían que las golondrinas hacían el amor en el aire, ellos lo hacían al mirarse, y entonces Hans parecía un hombre con sus debilidades y temores, unos que se desataron virulentos la citada noche del 21 de abril con las bombas descendiendo desde los metálicos estómagos de los aviones británicos. Él, y a falta de chófer, condujo el Mercedes hasta que los escombros en el barrio de Porte de la Chapelle le bloquearon el paso y no tuvo otra que desplazarse a pie detrás de la estela de von Thüringen, ignorando las alarmas antiaéreas y los remanentes lumínicos de las bengalas que desvelaron el esqueleto destrozado del bloque de pisos en el que residían las chicas. La destrucción era tal que dejaba al descubierto la cocina con su ventana y, en paradoja, preservaba las cortinas de flores y las estanterías y butacones del saloncito; en cambio, los dormitorios y el baño eran un montón de cascotes a lo largo de la calle. Solo muerte podría hallarse entre los escombros; con todo y con esas, Hans se puso a buscar hiriéndose las manos en el proceso y, al advertir que Brunner lo estaba mirando petrificado, le vociferó. ¿El qué? Brunner no lo discernió por la estupefacción de verlo angustiado, débil, actuando desde las entrañas y no desde la razón.

En los exclusivos clubs para nazis y femeninas acompañantes, el cierre se extendía tras el toque de queda dando libertad al swing; en esa ocasión, la música intervino como un  ángel de la guarda, sorprendiendo a las chicas escoltadas por el Unterfeldwebel[3]Neumann y el Feldwebel[4] Todesco, a una calle del apartamento. Estos se guarecieron como pudieron y sufrieron lesiones y contusiones menores, salvo Neumann y Édith. Los gritos de auxilio alertaron al Obergruppenführer y su ayudante, reconociendo las voces entre el griterío en la ciudad, clamando a un dios sordo, inconmovible. Y el pánico se precipitó, la señorita Dubois, ensangrentada y nadando en la seminconsciencia, fue traslada en la protección de los brazos de Hans hasta el Mercedes, y en la caja del vehículo en marcha, resonó la voz de este exhortándola a responderle una sarta de números con el pretexto de que no desfalleciera.

El disparo movilizó a los soldados en el corredor, que se apresuraron a la suite y, como era de esperar, otros los seguirían y la estancia se convertiría en un polvorín.

—Y, Brunner —Hans viró hacia Édith, pasando los nudillos de la diestra por la magullada sien de esta y la pegajosa mejilla. Con el dedo anular siguió la hechura de su labio superior reflejado en sus acuosos cristalinos—. Fräulien Dubois está cansada, encárgate de que la lleven a casa.

Édith separó del torso de Hans uno de los tirantes, se aferró a él para eliminar la distancia y cerró los ojos, arriando la cabeza en su pecho, al arrullo de su respirar, escuchando el enérgico latido de su corazón.

—Buenas noches —deseó Hans en una despedida encubierta, y le besó la coronilla con el brazo zurdo distendido en su flanco y la mano sosteniendo la Luger. Entrecerró los párpados unos instantes, hostigado por el sonido de la media docena de uniformados que avanzaban por el pasillo—. Buenas noches —dijo por última vez; le izó la testa y le besó la frente.

Flores y sangre rubricaron un adiós, ojos mortecinos lo testimoniaron y por el gran ventanal del salón flameó una sombra rojiza que, alentada por el viento, fue creciendo y creciendo hasta ser eclipsada por la negra esvástica dentro del blanco círculo. Las banderolas de los conquistadores no habían dejado de ondear en la Place Vendôme.

***

Julio de 1944, Tierra de nadie

—Harris, haga el favor de recobrar la compostura —reprendió Dalton al irrumpir en la sala. Junto a él, un muchacho que bajo una raída gorra tenía la faz cincelada, propia del que ha padecido el doloroso gorgoteo de las tripas vacías, y un par de ojos grandes que habían visto demasiado como para no reflejarse en las pupilas el mismísimo infierno—. La señorita Frei está diciendo la verdad.

Arlette le devolvió la mirada al señor Dalton, conteniendo el afán de implorar por consuelo, uno que creía no merecer y que se moría por declamar a pecho desnudo. Era inmune a la temperatura que emanaba de Harris, que olía a sudor rancio; ella por el contrario se sentía fría, helada sin nada que le caldeara la savia en las ennegrecidas venas.

—¿Disculpe, señor? —dudó Harris, con la testa hacia la puerta y las manos en el respaldo de madera de la silla en la que Arlette continuaba sentada. No le había sonsacado ni lo más mínimo; seguían sin saber por qué habiendo sido desenmascarada, estaba ahí viva, y los miembros de la red, operativos en Paris.

—Ya me ha oído, Harris —lo despidió Dalton, haciendo pasar al joven y revelando la concurrida estancia compuesta por seis hileras de mesas ocupadas por féminas aporreando las teclas de las máquinas de escribir y un runruneo idiomático—. Salga.

—Señor… —murmulló Arlette, desconcertada, cuando cerró la puerta al obedecer Harris. Ella escudriñó al muchacho con los ojos clavados en el suelo y una maltratada tableta de chocolate entre las manos huesudas. Por debajo de un chaquetón y encima de unos pantalones que le iban grandes, vestía una camisa a rayas como de pijama y que, al andar, mostraba un recosido triángulo rosa[5]. El desgaste y el hambre que acostumbraban a deformar no habían conseguido extinguirle la juventud; su edad rondaba la del Schütze Weber.

—Chico, es para ella —chistó Dalton. El ánimo del muchacho había sido derruido a semejanza de La Gran Sinagoga de Múnich. En el lapso horario desde su llegada a Tierra de Nadie, había aceptado comida y se había opuesto a cambiarse de ropa o a asearse. Custodiando la tableta de chocolate y una estropeada tarjeta sellada por la aria águila en el forro interior de la ajada gorra, reiteró el nombre empleado por Arlette en París.

El susodicho enarboló la rasurada testa y le tendió a Arlette la tableta de chocolate amargo de onzas gruesas y resistentes, ideadas para tiempos funestos en los que las Nachthexen[6] surcaban los cielos. Desmadejado como estaba, todavía conservaba la gracilidad en sus movimientos, adquirida en la Escuela Wigman de Dresde[7].

Arlette se fijó en el malparado papel: una de las onzas se había roto. Tomó la tableta, la dispuso sobre la mesa y le dio la vuelta desencolando el envoltorio…

—Lo que hemos podido constatar es que anteayer, veinte de julio, en la Guarida del Lobo trataron de asesinar al Führer y liderar en Berlín un golpe de Estado —relató Dalton—. A última hora de la tarde, el régimen informó de que el Führer aún vivía y Dios sabrá por qué, parece ser que el muy bastardo resultó casi ileso. —Omitió lo tocante al encuentro con Mussolini.

—Hans… —musitó Arlette al desenvolver el chocolate: en el papel interior había dibujada una Edelweiss precedida por una leyenda escrita con la elegante letra de él: «zwölf[8]… trois[9]einundzwanzig[10]…», leyó oyéndolo recitarlos en su cabeza. Se palpó la hinchazón en la sien; los números guardaban conexión con el bombardeo y el roncar del motor del Mercedes. La conmoción cerebral había agujereado sus recuerdos y el doctor Bernard no supo decirle si los rellenaría o permanecerían en blanco, como la sábana de la camilla en la que había despertado con el súmmum de los dolores de cabeza y la incipiente barba de Hans raspándole la palma de la mano cuando se la llevó a la cara para besarle la palma.

—Los principales líderes del complot fueron conducidos hasta el patio del Bendlerblock —narró Dalton observando la flor, digna de ilustrar una tarjeta—. Y los fusilaron. —Se reservó que estos fueron enterrados con honores y con todas sus condecoraciones y uno en concreto, con un pasador de perlas en un bolsillo; no obstante, cuando Hitler se enteró, y para variar, montó en cólera y ordenó que los cadáveres fueran exhumados por las SS, saqueados de sus medallas e incinerados, degradando sus restos.

Arlette mal partió una onza de chocolate y se la metió en la boca, saboreando el amargor con la mandíbula temblorosa y la mirada extraviada. Todo tenía sentido, y a la par, nada; nunca había sospechado de la implicación de Hans en un putsch, todo y con la sangre del Loco vertida en el Ritz. Ella se figuró que se habían mentido tanto que tan solo vivía entre ellos la verdad en lo concerniente a lo que sentían. Sea como fuere, esa vez la partida al ajedrez la había ganado él. «Jaque mate».

—Con casi y total seguridad, el Obergruppenführer von Thüringen fue uno de ellos —enunció Dalton, con el peso de la responsabilidad lastrándole los pies y cierta culpabilidad apesadumbrándolo. Arlette había superado las expectativas y eso había conllevado un precio que él no vio enumerarse en el cheque del destino, y cuyos intereses no podría devolverle; el tiempo desvanecería el nombre de esta, del mismo modo que lo haría con el de Carl Lutz Weg[11].

Mais la vie sans toi, je sais pas[12] —tartajeó Arlette con el pedazo de acerbo chocolate deshaciéndosele en la lengua. Dobló el envoltorio, compulsiva, abstrayéndose en la acción y de lo que Dalton le estaba contando, lo cual sabía o había estado presintiendo; Hans estaba muerto y ella no; ella, que de no haberle obedecido se habría anudado al cuello la cuerda de la horca o que habría rehusado la mirada al pelotón de fusilamiento para otorgársela a él y que las balas la acribillaran; ella que se habría ido al Abismo con él, respiraba vital…

—Huitante[13] — interrumpió el chico desprovisto de la tableta de chocolate.

«Huitante», resonó en Arlette y las lágrimas le resbalaron por las destempladas mejillas, llovieron sobre la mesa y sazonaron el chocolate. Por un instante rio, sí, rio por la absurdez del desliz que ni recordaba. ¿Y cómo lo había sabido el muchacho?, ella no se lo preguntó, tampoco lo miró. «Voy a amarte hasta que me odies», repitió para sí la amenaza de Hans. Bien, pues lo odiaba, lo odiaba. «¿Y ahora?». Ahora estaba sola, condenadamente sola en un mundo conocido desfragmentándose por la guerra. Hete aquí la condena por haber estado al calor del lobo.

—Señorita Frei, iré a por algo más fuerte que el té —le dijo Dalton; le colocó una mano encima del hombro y le dio un leve y paternal apretón, como si el gesto pudiera combatir la evidente enajenación. Se volvió indicándole al muchacho que marchara a la salida—… Mientras, le están habilitando un lugar en el que poder asearse y dormir.

El aludido acompañó a Dalton atesorando respuestas a preguntas no realizadas, tanto por parte de este como, en especial, por Arlette. Una tarjeta sellada por La Reichsadler y pedazos de chocolate unían su destino con el de la mujer.

La lámpara de techo osciló al cerrarse la puerta, la luz cintiló como réplica a la potencia aguda del grito que rasgó las femeninas cuerdas vocales y, al otro lado, las teclas dejaron de ser aporreadas por las mecanógrafas.

[1] (FR) O ‘Le Mat’:  El loco. Perteneciente al tarot de Marseille, dice ser el único arcano que no tiene número. Se representa con el cero.
[2] Campo de internamiento de Drancy o campo de Drancy (entre agosto de 1941 a agosto de 1944) así llamado por el barrio al noreste de Paris donde se ubicaba.
[3] Rango perteneciente a la Luftwaffe.
[4] Rango perteneciente a la Luftwaffe.
[5] Sistema de marcaje de prisioneros establecido por los nazis en los campos de concentración, en este caso el ▼ les identificada como homosexuales. Según los textos del superviviente Leo Classen: «se agrupó a los homoéroticos en comandos de exterminio y se los sometió a la disciplina del campo triplicada, lo que significaba, a su vez, menos comida, más trabajo y una supervisión aún más estricta. Hubo torturas, castraciones y juegos macabros por parte de los guardias, como animarlos a acercarse a la valla para dispararles bajo el pretexto de que intentaban huir».
[6] (ALE) Los militares nazis las apodaban «Nachthexen», las Brujas de la Noche, porque estas mujeres pertenecientes a la aviación soviética(588.º Regimiento de Bombardeo Nocturno 1941-1943 y posteriormente llamado 46º Regimiento «Tamán» de Bombardeo Nocturno 1943-1945) realizaban sus ataques al amparo de la luna. Cuentan que Marina Raskova, veterana de guerra e instructora de vuelo durante los entramientos les preguntaba a sus chicas si temían recibir un disparo y morir, a lo que ellas le respondían: «no me matarán si disparo yo primero». Recomendable la canción honorifica «Night Witches» del grupo Sabaton.
[7] Famosa escuela de danza fundada por la célebre Mary Wigman, nombre artístico de Karoline Sophie Marie Wiegmann.
[8] (ALE) Doce.
[9] (FR) Tres.
[10] (ALE) Veintiuno.
[11] Carl Lutz Weg también apodado por algunos historiadores como ‘El Schindler suizo’ fue vicecónsul en Budapest de 1942 a 1945 y emitió cartas de protección diplomáticas que usó no de manera individualizada como los nazis establecían sino para familias enteras. Estos le permitieron 8.000 de dichas cartas, él las emitió y una vez alcanzada la cifra, volvió a empezar esperando que no se dieran cuenta, como al final y por suerte, así fue. Los estudiosos calculan que las mencionadas salvaron alrededor de 62.000 personas, además de constituir más de 70 refugios.
[12] (FR) Pero la vida sin ti, no sé. Ver punto 4.
[13] En algunos cantones suizos el número ochenta se dice huitante, pero en el resto de países francófonos: quatre-vingts.

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