Relatos lésbicos

Ámsterdam: Cama – Relato lésbico

Hoy visitamos Ámsterdam desde la cama y en buena compañía.

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Ámsterdam: Cama

La cama.

Había cambiado la libertad de Ámsterdam y un free tour por la ciudad aquella mañana por la cama. Más concretamente, una de las del apartamento que compartía con otros cuatro amigos. Tal vez si no hubiera intentado…

—¿Quieres un chocolate caliente? —La voz de Alexa me obligó a abandonar a la fuerza cualquier pasado alternativo.

—No, gracias. No me gustó el del aeropuerto, demasiado líquido.

—Aquí lo hacen así. —Una carcajada suave acompañaba su voz al tiempo que apartaba el edredón y se metía a mi lado en la cama. Se quedó muy cerca de mí, rodeando mi cuerpo por la espalda.

—Deberías haberte ido con los demás.

Sin embargo, yo debía quedarme allí, y no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido. Mis amigos me habían repetido hasta la saciedad que no había sido culpa mía, que aquella mujer quiso meterse por el hueco mientras recogía mi equipaje del suelo y me atropelló con el carrito lleno de maletas en plena terminal. ¿El resultado? Un esguince de tobillo antes de que me diera tiempo a respirar el aire de Ámsterdam siquiera. Estaba tan enfadada con el desarrollo de los acontecimientos, con el karma y con la suerte que traté de concentrarme en otra cosa. En cómo el cuerpo menudo de Alexa se pegaba al mío, por ejemplo.

—He estado aquí antes, prefiero quedarme contigo. —Dejó un beso en mi hombro y apartó el pelo de mi oreja para susurrar—: ¿Qué quieres hacer hoy?

Suspiré contra el almohadón y me dije: «Basta». No quería pasarme el resto del viaje amargada por lo que podría haber sido. Cerré los ojos y, con cuidado, acerqué mis caderas a las de Alexa. Chocaron de la misma forma en la que lo harían la noche de un sábado tras volver de fiesta.

—Cuéntame cómo es Ámsterdam.

Ella vaciló un momento y luego, con una lentitud lacónica, comenzó a desabotonar la camisa que me había puesto para estar en la cama.

—El apartamento está un poco alejado del centro, pero por allí hay cientos de canales. Dicen que rondan los cuatrocientos. —Su boca se posó en la parte trasera de mi cuello y su aliento hizo que se me erizara la piel. Imaginé sus labios rosas y gruesos rozando el escalofrío—. Imagínate lo que supone eso, alrededor de mil puentes…

—¿Y los edificios? ¿Cómo son? —La excitación y, sobre todo, el hecho de imaginar lo que estaba pasando me hacía jadear.

La sentí sonreír.

—Son muy estrechos y están ligeramente inclinados hacia adelante. Si estás en medio de la calle y miras arriba parece que se te vayan a caer encima. ¿Quieres saber por qué los construyeron así? —Su mano ahora se dejó llevar por la zona recién descubierta bajo la camisa, subió por mi vientre poco a poco y yo asentí—. Para poder subir los muebles. En la parte superior de las fachadas hay un gancho para utilizarlo en un sistema de poleas.

Me removí cuando llegó a mis pechos y los delineó con los dedos.

—Aquí utilizan bicicletas para desplazarse, aunque muchas de ellas acaban en los canales. —Estrujó uno de mis pezones mientras me desvelaba el trágico final del medio de transporte holandés por excelencia—. Y es una de las ciudades europeas con más museos, el más importante es el Rijksmuseum.

—No me interesan mucho los museos. ¿Qué me puedes contar del Barrio Rojo?

Noté cómo aquella pregunta había vuelto denso el ambiente. La mano de Alexa empezó a bajar, esta vez con menos paciencia y con el destino claro. Tomó el muslo de mi pierna sana y lo levantó para que quedara flexionada y poder acceder al vértice que nacía en mis extremidades.

—Se llama así por las luces rojas de los escaparates. —Lo imaginé mientras escuchaba sus palabras y me estremecí ante la escena—. La prostitución es legal y está regulada. Además de los escaparates donde se ponen las personas que se prostituyen está lleno de tiendas eróticas y sex shops.

—Más —exigí.

No tenía claro si quería saber más sobre Ámsterdam o que su índice continuara el camino hacia mi entrepierna. Sus dedos eran finos y largos, maestros. Tocaba el violín en su tiempo libre y, con esa misma pasión, me tocaba a mí. Había llegado un punto en el que Ámsterdam y tacto iban de la mano y ya no podía concebir cómo sería que me acariciara sin su voz en mi oído. Hablaba suave, lento y con el mismo deseo que me recorría a mí.

—También hay coffeeshops, ahí se puede comprar marihuana.

Por fin tocó el lugar que más atención necesitaba. Todas las terminaciones nerviosas de mi clítoris recibieron a las yemas de sus dedos con un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza.

—Te dan un menú y puedes elegir lo que quieras, algunos también tienen hongos y space cakes, que son pasteles que llevan marihuana.

Había jugado de forma magistral con mi paciencia y mis expectativas, y ahora no necesitaría mucho más para caer, como esos miles de bicicletas a los canales.

—Seguro que los demás acaban el día allí —murmuré a duras penas. Los visualicé en uno de aquellos locales, fumándose el porro con el que habían fantaseado, y pensé que no me habría gustado intercambiarme por ninguno de ellos. No mientras mi cuerpo reaccionara al contacto de Alexa, no mientras me tocara de aquel modo. No mientras me aliviara y lo volviera todo más insostenible al mismo tiempo.

Sus labios cubrían de besos mis cervicales, sus dedos se arrastraban en mi sexo como me gustaba. Si no fuera por aquella posición en la que estaba atrapada la habría besado. En lugar de eso, deposité mis gemidos en el almohadón que había rodeado fuerte con los brazos. Seguí haciéndolo incluso cuando Alexa balanceaba las caderas contra mi trasero por inercia, el último estímulo que necesitaba para dejarme llevar por el clímax.

Fue un orgasmo líquido y se extendió por mi anatomía con una rapidez fascinante, como el Amstel por todos aquellos canales. Todavía sentía unas gotas rezagadas cuando me moví bruscamente y sentí un latigazo en el tobillo. Los analgésicos no entendían de malos gestos, aunque fueran sin querer.

—Cuidado, cuidado…

El aliento de Alexa permanecía allí, a diferencia de Ámsterdam, que iba y venía en mis recuerdos. El dolor se fundió con las endorfinas y giré la cabeza levemente para mirarla:

—Parece que no me han hecho falta hongos para un viaje espacial.

En esa ocasión, nos bastó con una cama.

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