Relatos lésbicos

Finlandia: Aurora boreal – Relato lésbico

Thais Duthie continúa su serie de «sexo por el mundo» derritiéndonos en la gélida Finlandia.

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Relatos lésbicos

Finlandia: Aurora boreal

Todas mis compañeras me habían advertido acerca de la señora Järvi. Era elegante, atractiva y contenida. Siempre llevaba puesta esa rigidez que la caracterizaba, no solo en su cuerpo, sino también en su voz firme y segura.

Hacia casi dos meses que había empezado a trabajar en un resort de Laponia, en medio de la Nada, aprovechando las vacaciones en la universidad. Me dedicaba a atender a los clientes y a llevarles cualquier cosa que solicitaran. Durante aquel tiempo, la señora Järvi había hecho buen uso de sus mayordomos, siempre con pedidos exquisitos y variados. Aquella misma tarde, mientras le llevaba un plato de ostras a la cabina, me invitó a pasarme por allí más tarde. Aprovechó el silencio en el que me había sumido su inesperada propuesta para decirme: «Cuando termine tu turno, dejas de trabajar para mí. Ya no me deberás nada. Ven solo si quieres hacerlo».

Horas después, caminaba por la nieve con el corazón martilleándome la caja torácica, consciente al fin de que sí, sí que quería hacerlo. A pesar de esa imagen tan gélida como el paisaje que me rodeaba, a la señora Järvi la envolvía un aura de misterio que estaba dispuesta a descubrir de una vez por todas. Golpeé la puerta de la cabina, impaciente. Cuando abrió y se apartó para darme paso me dejé sorprender por el lujo de la suite; aunque fuera la enésima vez que entraba allí, pero ahora lo hacía con otros ojos. Todos los muebles eran de madera y junto a la chimenea le daban un aspecto acogedor. Pero, sin duda, lo más impresionante era el techo de cristal hexagonal a través del cual se podían ver las estrellas salpicando el cielo más oscuro.

—Bienvenida —susurró la señora Järvi cuando pasé por su lado.

—Gracias, señora Järvi.

Olía a algo fresco e intenso que no supe identificar. Llevaba un vestido negro sencillo que se adaptaba a su cuerpo delgado como un guante, sus elegantes stiletto y el pelo rubio le caía por los hombros en cascada. Se dejó analizar, incluso sonrió al mismo tiempo que mis ojos bajaban por sus piernas, y luego me tendió una copa de vino blanco.

—Llámame Krista.

Salí de mi ensimismamiento para seguirla por la estancia hacia el sofá frente a la chimenea. La señora Järvi nunca había sido muy habladora. De hecho, todo lo que sabía de ella me lo habían contado mis compañeras. Según ellas no llegaba a los cuarenta, trabajaba en una importante empresa finlandesa y estaba divorciada. Fuera como fuese, aquella información me resultaba irrelevante en ese momento. Lo único que quería saber era por qué yo había despertado su interés.

Me observaba de soslayo entre sorbo y sorbo, con el sonido del fuego crepitando como banda sonora. Comenzaba a tener calor, de manera que me quité la chaqueta y me desabroché un par de botones de la camisa. Fue entonces cuando su mirada discreta se transformó en un escrutinio sin disimulo y lo siguiente que hizo fue colocarse a horcajadas sobre mis piernas.

La sorpresa duró unos segundos, pero se fue disipando. Es más, se convirtió en un hormigueo agradable en mi entrepierna que me impidió vivir la situación de forma racional. Seguro que iba demasiado rápido, seguro que era una mala idea, seguro que quería un poco de atención en aquella noche fría, aunque no me importaba. Solo podía pensar en cómo su pecho subía y bajaba frente a mis ojos y en cómo mi mano, ansiosa, se deslizó por su muslo.

Debía de disfrutar del contacto, porque la vi arquear un poco la espalda. Mis dedos se tropezaron con un liguero y frenaron allí mismo mientras buscaba su mirada.

—Me los he puesto para ti —me dijo y, con la naturalidad de una obra ensayada cientos de veces, tomó mi barbilla firme y presionó sus labios contra los míos.

Al principio fue un beso casto y moderado, luego se profundizó y acabé sintiendo su lengua explorando los recovecos de mi boca. Gimió allí dentro, reverberó en mis dientes. Se apartó un momento para buscar mi oído y con un murmullo ronco me pidió que fuéramos a la cama.

Nos desnudamos con frenesí, como si durante aquellos meses hubiéramos perdido el tiempo. Ella por no invitarme a su cabina antes y yo por no atreverme a reconocer, ni siquiera para mí misma, que aquella mujer me había vuelto loca desde el primer día.

Una vez en el colchón se colocó encima de mí con las piernas a ambos lados de mi cuerpo y no se anduvo con rodeos. Acarició mi humedad brevemente, yo me hice hueco y toqué su sexo caliente y resbaladizo. Había estado con varias mujeres antes, pero ninguna de ellas se encontraba tan mojada como la señora Järvi. Conectamos nuestras miradas al mismo tiempo que empezó a cabalgar mi mano, sin dejar de atenderme a mí. Sus dedos eran finos y delgados y se movían con precisión. Llevé mi mano libre a uno de sus pechos pequeños, lo acaricié para pellizcarlo inmediatamente después.

Desde aquella posición podía ver a la perfección el lunar al lado de su ombligo y también la cicatriz en su hombro derecho, que siempre llevaba cubierto. Sus senos se movían al son de su cuerpo, yo comenzaba a impacientarme por el placer que se desbordaba.

—No hagas que se acabe tan pronto —suplicó. Temí que se apartara, pero no lo hizo. Solo se aferró más a mi anatomía con las piernas y yo me sentí la prisionera más feliz del planeta.

—¿Quién ha dicho que vaya a acabarse?

Gruñí tirando de ella para volver a sus labios. Mordisqueé el inferior y su gemido fue el catalizador de mi orgasmo. Apreté las piernas alrededor de su mano, me abandoné a la sensación de aquellos dedos acariciando mis pliegues. Alcancé el orgasmo enseguida y tuve que agarrarme a su cintura inquieta. Mientras me corría levanté la vista y, allí mismo, a través del techo de cristal, pude ver la aurora boreal más grande desde que había puesto un pie en Finlandia.

Todavía sentía los restos de un clímax devastador mientras la señora Järvi se deshacía en mis dedos y, aunque pudiera parecer el final, yo sabía que solo era el principio de una larga noche.

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