Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: John Waters

«Doy gracias a Dios que fui criado católico, por lo que el sexo siempre será sucio».

John Waters

John Waters

El «Pontífice del trash» (de la basura, porquería, bazofia), aunque el sobrenombre de «Príncipe del vómito» sea el más recurrente en la prensa, fue bautizado por William Burroughs. En cualquier caso, el tipo más salvaje, hortera, irreverente, freak, cachondo, depravado y kitsch que la industria del cine (independiente) ha parido. Una repulsiva obra en un artista de culto. Alguien que se mueve en el estercolero como en su más íntimo hábitat. Ese es John Waters. El que empezó a estrenar sus sórdidas filmaciones en premières clandestinas en iglesias de Baltimore, en las que se colaba con nocturnidad y alevosía. El que asistía a todos los juicios sobre los crímenes más horrendos para alimentar sus fantasías y se estrenó en el mundo del cine con, posiblemente la película más asquerosa de la historia del cine, Pink Flamingo (1972). El que dijo de él mismo en un discurso de graduación: «Quería ser la persona más sucia del mundo, pero ninguna escuela me lo permitiría». «Dirty» (traducido aquí por «sucio») es el término que emplea, el mismo que en la cita que nos ocupa (I thank God I was raised Catholic, so sex will always be dirty). Si bien «sucio» suele ser la traducción en castellano más común de dirty, su semántica anglosajona es más amplia y el empleo que a buen seguro hace Waters sería el de «obsceno», aunque valdría también el de «depravado» o incluso el de «pervertido». Así que la cita quizá se comprende mejor, visto lo visto, como: «Doy gracias a Dios que fui criado católico, por lo que el sexo será siempre depravado».

Análisis de la cita

Nótese, cosa que salta a la vista, que el hecho de que él conciba o pueda hacer del sexo algo depravado por la influencia de su formación católica no lo entiende como una maldición que padece, sino como una bendición que hay que agradecerle al mismísimo Dios. Ahí está el chiste.

Pero, aparte de esta obviedad, hay dos cuestiones sobre las que podemos poner el foco en el análisis de su reflexión. En primer lugar, que el hecho de haber crecido en un ambiente que ve el sexo como algo pecaminoso, sucio, decadente o perverso, lejos de instruirle en el ascetismo y en la renuncia, lo impulsa a profundizar y llevar al extremo lo que de depravado pueda haber en él. El interdicto, la prohibición, lejos de impedirle el acto, lo promociona. Eso no es algo extraño cuando el deseo se encuentra a una prohibición. Nada como una puerta para traspasar la puerta. Tampoco es extraño, por tanto, que el sexo se beneficie, tenga que tener ciertas zonas no disponibles, no enteramente asequibles o comprensibles, que el misterio (que no la ignorancia) sea parte de su hábitat, que tenga que exigir interpretación por no ser inequívocamente explícito, que esté envuelto en una cierta sacralización y que le dé sentido un hálito de trascendencia. Que enfrentarse al otro a través de él no sea como tomarse un café con un amigo o como poner en marcha la lavadora. Que sea algo más, algo que exige enfangarse, remangarse, jugarse el tipo y obtener como catarsis una dotación de sentido.

En segundo lugar, la observación de Waters nos plantea otro campo abierto: la relación que existe entre cristianismo y nuestra condición sexuada. O dicho de manera más general, el por qué el sexo es un tema de tanta relevancia entre las creencias religiosas, hasta el punto de que casi podríamos definir la estructura ideológica de cada una de ellas en función de cómo interpretan o inciden a actuar con relación al sexo.

En el caso concreto del catolicismo (particularmente dentro del cristianismo), es difícil encontrar una base ideológica más reacia a todos los placeres (excepción hecha quizá de ciertas corrientes extremistas del protestantismo, como el puritanismo) y, en especial, los placeres que tienen que ver con la sensorialidad sexual. El catolicismo «admira» profundamente el sexo, no deja un segundo de mirarlo. Construye gran parte de su doctrina en función de los múltiples aspectos que nos otorga nuestra condición sexuada. El temor que siente por él constituye el núcleo duro de lo que propone. De hecho, hasta construye un paradigma de la sexualidad humana que ha sido imperante durante siglos. Es el que, en sexología, conocemos como locus genitalis, que busca restringir el desarrollo de nuestras sexualidades en función de generar asociaciones falsas y restrictivas, como que el concepto de sexo es la noción de follar, que «follar» es el coito, y limitando el uso de esta noción a aquellos que cumplen una serie de requisitos que muy poco tienen que ver con las posibilidades de existencia de un humano sexuado.

Su primer condicionante «de uso» es que una interacción sexual esté restringida al hecho biológico de reproducirse. Eso, que es como decir que el hablar tiene que restringirse a aquellos que se han doctorado en teología, elimina de lo lícito de nuestra condición sexuada todas aquellas eróticas que no son finalistas en este propósito (masturbación, homosexualidad, voyeurismo, sexo oral, BDSM…), es decir, la inmensa amplitud de la inmersa variedad de opciones existenciales que nos proporciona la sexualidad.

No contentos con ese impostado fin, establece, en segundo lugar, que ese acto de interactuar sexualmente con el objetivo de engendrar solo puede estar legitimado por una asociación marital refrendado por la misma institución que aplica la restricción: el matrimonio eclesiástico. Pablo de Tarso, el creador según algunos, del cristianismo, lo tenía claro: «Si no se contienen, que se casen, porque mejor es casarse que arder», lo que nos lleva a considerar que, o bien le damos una vía de escape a los sujetos sexuales para que puedan, mínima y torpemente, desplegar su sexualidad o vamos a ir de frente a engendrar una legión de perversos depravados a los que todas nuestras restricciones no van a hacer más que aumentar su más siniestra libido (algo que la iglesia católica ha experimentado particularmente en sus propias carnes). Tal es la fuerza de la condición sexuada humana. Pero su miedo no se limita a engendrar involuntariamente con sus mortificaciones a la élite de los depravados sexuales. Hay quizá un miedo más profundo: el pavor a que alguien pueda sentirse más cerca de Dios cuando alcanza un orgasmo que después de escuchar un millón de homilías. El miedo a que la iglesia no medie, no haga «negocio», siendo la intermediaria entre los mortales y Dios. El miedo a la mística: a la comunicación directa y experimental con un sentido de elevación y trascendencia que proporciona el orgasmo.

Conclusión

Todo ello convierte, para el catolicismo tradicional, el sexo en una depravación en sí. Y en eso, un tipo como John Waters, el pontífice (el «puente») que conecta al mortal con la bazofia, que se ha pasado por el arco del triunfo todos los convencionalismos, todas las coacciones y normas morales, encuentra un sentido. Decís que el sexo es «sucio» y yo os voy a demostrar hasta qué punto tenéis razón. «Doy gracias a Dios que fui criado católico, por lo que el sexo siempre será sucio». Amén.

Recibe más artículos como este en tu email (es GRATIS)

* Lo que necesitamos para enviarte nuestra Newsletter.