Mujeres libres

Mujeres libres: Isabel Pisano, el animal no fijado

Llevaba varias semanas dándole largas. Me había contactado con intención de entrevistarme para un estudio que estaba realizando, en el que pretendía plasmar la realidad de la prostitución. Eso me explicó en la conversación telefónica que mantuvimos. Sabía de ella que había protagonizado una película con Bigas Luna, Bilbao. Sabía de su trayectoria como periodista de investigación y reportera de guerra, pero poco más. Por no saber, ni sabía lo que me iba a encontrar cuando, tres semanas después de su primera llamada, finalmente nos citamos en la cafetería de El Corte Inglés en Plaza Catalunya de Barcelona.

Isabel Pisano

Nuestro encuentro

Llegué puntual, quizá incluso unos minutos antes y, sin embargo, ella ya estaba allí sentada en compañía de una amiga, esperándome. Fue la primera vez que vi a Isabel Pisano, sus profundos ojos azules, su ritmo torrencial y vitalidad propia de una niña que se sumerge, sin miedo, en el mundo.

Era más bajita de lo que esperaba: parecía uno de esos ratoncillos de campo a los que no se les escapa nada. Me presenté, ella no conocía de mí ni mi aspecto, nos saludamos, pedimos unos cafés y me contó con más detalle el proyecto. Se trataba de un libro que mezclaría elementos de ficción con testimonios reales de prostitutas y que llevaría el pirotécnico título de: Yo, puta. Iba a ser un bombazo, me dijo, porque por primera vez se iba a afrontar el tema de la prostitución en su más diáfana realidad, sin prejuicios morales ni falsedades sociales, en su más amplio espectro, que comprendía límites que la gente ni siquiera sospechaba, que ni siquiera era capaz de contemplar.

Quería sumergirse a fondo, no desdeñar nada, no prejuzgar, simplemente, empaparse. No era difícil detectar en su arrojo sus años de oficio como reportera de guerra para la RAI, El Mundo o como freelance, en Palestina, Somalia, Chad, Bosnia o en Basora y Mosul, cuando fue la única mujer reportera que estuvo presente en sus bombardeos.

El libro iba a ser un bombazo, me repitió. Y lo fue. No solo como éxito editorial, y posteriormente como película, sino porque iba a formar un eje en nuestras propias vidas, en la de Isabel y en la mía, en la de todos aquellos que, de alguna forma, profesional y afectiva, iban a tener algo que ver en nuestra amistad, que surgió aquella tarde en la cafetería de El Corte Inglés.

La insondable libertad de Isabel

Pronto descubrí en Isabel algo fascinante. Con ella, todo era posible. Su libertad era inmensa, hasta el punto de que se aplicaba no solo a lo que hacía o pensaba, sino a lo que ella misma era. No es que fuera una farsante o una ilusa, una embustera o una de esas personas que siempre le ponen al guiso más salsa de la debida, es que Isabel no se conformaba con que nada en ella estuviera anclado a unos hechos indiscutibles en una biografía pétrea.

Cuando creías saber algo de ella, de lo que había hecho o pasado, de repente, la narración de su biografía se alteraba, ya era otra. Cuando un proyecto parecía cuajar indefectiblemente, el proyecto ya era otro, distinto, sorpresivo. Estar con ella era creer conocer en persona a Alicia Liddell para inmediatamente darse cuenta de que no, que no era Liddell, sino la Alicia de Carroll que te sumergía en sus pasadizos infinitos, en sus sinsentidos llenos de sentido, en sus sorpresivas aporías y en su frenética vitalidad que solo parecía detenerse, momentáneamente, en breves pero duras crisis de melancolía. Conocer a Isabel era pasar veladas con el Barón de Münchhausen que, cuando te cuenta que cabalgó sobre un obús, no podías simplemente pensar que era mentira, sino que era posible, que por qué diablos no iba a ser posible. Tal era la libertad de Isabel. La insondable libertad que le permitía, también, ayudar a todo el mundo sin excepción, sin cortapisas o prejuicio ninguno.

Si Nietzsche nos definió como un «animal no fijado», fue porque intuyó a Isabel. Un animal que, por no estar sujeto, no lo está ni a sí mismo. Si Sartre la hubiera tratado, se habría guardado, en su «obligación ontológica a ser libres», de establecer una diferenciación entre el «ser en sí» inalterable de un pasado que no se puede cambiar y el siempre dispuesto a transformación «ser para sí»: para Isabel, ni su pasado era algo inamovible, rígido, condicionante. Su pasado se transformaba continuamente.

También las repetidas amenazas a su persona. Cuando una es libre de esa manera e intensidad, también es libre para designar a sus enemigos. Para escribir el complot que, puntualmente, la acosaba. Los secretos que ella guardaba y reescribía en su memoria eran, en su relato, causa de su fuerza y de su debilidad. Unas veces era el Mossad que no le perdonaba su íntima relación con Arafat, otras veces era el gobierno español que no soportaba sus críticas a la gestión de Aznar en el conflicto iraquí, en ocasiones un periodista del pasado que la acosaba por la muerte de Waldo de los Ríos, su marido, con el que había compartido la gloria, pero también las pensiones de mala muerte; otras veces era un vecino al que no le gustaban los ladridos de sus perritos, que ella recogía por la calle, sin descartar ninguno.

A lo largo de los sucesivos y repetidos encuentros en los lugares más sorprendes y bizarros que siguieron a nuestra primera cita, me propuso actuar brevemente (una especie de cameo de una desconocida) en la adaptación cinematográfica de Yo puta, tras convencer a los productores, al director y a su santa madre. También me propuso, fascinada por mis reflexiones sobre la condición sexuada, la prostitución o la sexualidad femenina, o atraída por una biografía –la mía–,  que no le encajaba al común de los mortales a escribir sobre el asunto. Ella fue el activador y el motor de lo que poco después sería Diario de una ninfómana, ella cambió la órbita de una chica francesa de bien que estudió para el cuerpo diplomático y se metió en sicalípticos berenjenales, pero también lo fue de un editor que pasó de cero a cien gracias a ella, de un director de cine que creyó ver El Dorado… de cualquiera que por su órbita se acercaba.

El fatuo intento por sostenerse en el agua

Unos cuatro años después de la publicación de Diario de una ninfómana y en una de sus llamadas que se iban espaciando, me informó de que le habían propuesto participar en Gran Hermano VIP. Cuando le desaconsejé someterse a ese cruel espectáculo, me comentó que lo sabía, pero que la gente empezaba a olvidarla («Ya no me pasa por el coño ni el bigote de una gamba, Valérie»), que no recordaban ya su medalla del Ministerio de Cultura, sus reportajes o libros y, lo que era peor, que la desacreditaban, que la tenían por una loca fantasiosa sin rigor periodístico y que, quizá, ese vertedero era la oportunidad de resarcirse, y que si no lo era, al menos podría servirle para, con el dinero ganado, poder acabar con su desastrosa situación económica y adoptar más animales. No vi la emisión, no seguí el concurso y, aún a día de hoy, no sé qué paso con ella. No soportaba ver ese fatuo intento por sostenerse en el agua. En los diez años siguientes, apenas hablé un par de veces con ella. Su infinita libertad, su falta de puntos de agarre, su inestabilidad y sus otroras ocurrentes supersticiones se acrecentaban, pero ella seguía confiando en todo el mundo, creyendo que todo el mundo, como los animales que recogía, merecía una oportunidad. No supe nada de ella desde entonces.

Un tributo tardío

El pasado 25 de agosto, una amiga común me llamó por teléfono. Isabel había fallecido. Me enteré por ella y por la prensa en la que tuvo repercusión la noticia, de algunos mínimos detalles de esos que de nada sirven cuando no puedes ya ayudar al que te gustaría ayudar. Me llamó la atención, dentro de la tristeza, el que ningún comentarista sabía con seguridad, ni siquiera, la edad que Isabel tenía (¿para qué sirve la edad, hubiera dicho ella, si no la puedes manejar a tu antojo?). Esta mañana, empecé a escribir estas líneas. Estas palabras en la sección destinada a las mujeres libres de la historia, que por eso mismo hicieron algo por cambiarla. Es un tributo tardío, lo sé. Pero al menos es justo, como lo fue ella, en su ingenuidad, su ayuda y en su arrojo, con todos aquellos que pudieron tratarla, escucharla o besarla.

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