Alguien dijo alguna vez que el sueño de la revolución «quizá solo sea un sueño bárbaro». Cualquier revolución implica en su propia constitución la disolución del orden, la ley, el límite que hasta ahora se hubiera establecido. Es una caída en el vacío. Al menos transitoriamente, al menos en ese periodo en el que el fundamento se desfonda y se aguarda a que uno nuevo venga a sustituirlo. En la revolución, el orden simbólico, el que hasta entonces permitía generar un sentido (por opresor o inadecuado que fuera) a lo colectivo se desvanece. Se liquidan las palabras. En la psique humana de un individuo concreto, el proceso es similar y provoca, según la intensidad de la demolición, lo que suele llamarse en psicoanálisis el «paso al acto», esto es, actuar sin sentido alguno de lo que limita al sujeto y lo sujeta, de las restricciones simbólicas que hasta entonces lo sustentaban: matar, matarse o enloquecer. Quizá sí, todo sueño revolucionario sea un sueño bárbaro. Olympe de Gouges fue impulsora y víctima de una de las revoluciones más trascendentes que ha vivido occidente en la Edad Moderna: la llamada Revolución Francesa. Ese sueño bárbaro que cambió el mundo para siempre.
Olympe de Gouges
¿Quién fue Olympe de Gouges?
Nacida en Montauban, en la región francesa de Occitania, el 7 de mayo de 1748, Olympe fue bautizada como Marie Gouze. Su madre pertenecía a una acomodada familia del sector textil, y su padre, de apellido Gouze, fue posiblemente, el marido de su madre. Solo posiblemente. Nombres como el de Jean-Jacques Lefranc de Pompignan o el propio rey Luís XV (tesis improbable) suenan como el padre natural de la chiquilla.
Con apenas diecisiete años, Olympe, se casa, seguramente contra su voluntad, con un varón de bastante mayor edad que ella del que casi nada se sabe. Quizá solo dos datos: de la unión nace un hijo y, tras enviudar, Olympe abomina radicalmente de la prisión del matrimonio. Posiblemente huyendo de su marido o tras el fallecimiento de este, hacia 1770, Olympe se traslada a París con su hijo, adopta el pseudónimo de Olympe de Gouges y empieza allí su carrera literaria, fundamentalmente como dramaturga, y su activismo político.
Francia empieza a arder. Poco se sabe de sus primeros años en París ni de su rápida ascensión en el mundo literario y social parisino. Se le suponen múltiples amantes, relaciones efímeras que eludían un compromiso que ella aborrecía y algún que otro mecenas y protector. Su lujoso tren de vida y esa inclinación libertina le granjean en esa misma sociedad una reputación de cortesana.
Visita con frecuencia los salones literarios, traba amistades sólidas con artistas y políticos e intenta completar una formación cultural a la que no tuvo acceso de niña y monta una compañía teatral itinerante. Olympe ve en la dramaturgia una forma de canalizar sus ideas políticas.
Su primera obra teatral conocida carga con inusitada fuerza contra la esclavitud. El mundo teatral, en especial la Comédie-Française, está fundamentalmente financiada por mecenas que han hecho su fortuna con el tráfico de esclavos. Las cosas se ponen difíciles. Lejos de amilanarse, Olympe multiplica sus reflexiones, escritos y panfletos contra el esclavismo. Se gana un lugar entre los girondinos, los liberales formados mayoritariamente por la burguesía ilustrada con aspiraciones federalistas para Francia. Pero también se gana un lugar de privilegio como enemigo entre los jacobinos.
Estalla la Revolución Francesa. Sus obras de teatro reivindicativo se suceden. Su activismo en pos de la igualdad se frenetiza. Un año después, se aprueba la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano. Entonces, Olympe hace algo que le valdrá un lugar en la historia a cambio de perder el lugar en su época: redacta, en septiembre de 1791, una Declaración de derechos de la mujer y de la ciudadana. Allí, proclama: «Si la mujer tiene derecho a subir al cadalso, también tiene derecho de subir a la tribuna».
Toda una declaración de voluntades: la exigencia de paridad de derechos, deberes y obligaciones de los hombres y el asumir lo que esa responsabilidad libre conlleva, aunque sea para subir al cadalso. No pide protección ni amparo, pide igualdad. Y eso es una absoluta novedad a finales del XVIII… y lo es, también, hace un cuarto de hora.
Vivió y murió acorde a sus ideales de igualdad
La moderación de los girondinos es sospechosa. Demasiado cercanos al rey, demasiado tibios. No se puede hacer una revolución con tibieza. La revolución exige tabula rasa, más sangre: el paso al acto no permite anclaje alguno. En la Asamblea Nacional Constituyente ya se decide más quién vive y quién muere que hacia dónde se dirigirán los que queden vivos.
En la Convención Nacional, girondinos sentados a la derecha, jacobinos, a la izquierda, encarnan con mil temas de trasfondo una guerra fratricida. Cae Marat, el jacobino de la Comuna de París, a instancia de los girondinos, pero, tras su absolución, vuelve reforzado y la Asamblea es presionada para que denuncie y juzgue a los girondinos que no han logrado huir.
Olympe ha tenido un papel fundamental en la denuncia de Marat como responsable de las atrocidades cometidas, en nombre de la Revolución, por la Comuna. Teme una dictadura jacobina por venir, teme por el fin de las igualdades. El 31 de octubre de 1793, veintiún compañeros suyos son ejecutados en la guillotina. Ella, acusada, es sometida a un proceso penal dos días después. Al día siguiente de haber iniciado el proceso sumarísimo, sabiendo su destino, le escribe a su hijo antes de que procedan con la pena capital. La carta es interceptada y destruida. Su hijo, ante el temor, abjura de ella. Un inspector de policía, en calidad de mero ciudadano, deja por escrito la dignidad con la que Olympe afronta la guillotina. Años más tarde, en las memorias apócrifas del verdugo, la actitud de Olympe se refleja de otra manera. La historiografía hace más caso de la segunda versión que de la primera. Se trata no solo de cortarle la cabeza, sino de sepultar su persona y sus ideas.
Lo que en cualquier caso es indudable es que Olympe de Gouges vivió y murió acorde a sus ideales de igualdad: proclamando en la tribuna lo que tenía que proclamar y subiendo al cadalso por lo proclamado. Fue en sí misma una bendita revolución bárbara, dentro de ese aterrador sueño bárbaro que es una revolución.
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