Relatos eróticos

Relatos ero: Sexo en Navidad – Relatos eróticos cortos

¿Puede haber Navidad sin películas clásicas? ¿Es posible una Navidad sin Grinch? ¿Sería tan divertida la Navidad si no tuviéramos sexo? Nosotros respondemos a todas que no, y por eso te traemos estos dos grandes relatos de Brenda B. Lennox, para felicitarte las fiestas como mejor sabemos: con la erótica de mayor calidad.

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Relatos eróticos

Relatos ero: Sexo en Navidad

Fuegos artificiales en el café de Rick – Relato erótico corto (1)

¡Qué curiosa es la vida! Todo regresa de un modo u otro. ¿Es el Karma? ¿Una lección? ¿Un círculo que no se ha cerrado? Cuando Él me regaló el lubricante por mi cumpleaños, recordé una anécdota.

Hace mucho tiempo trabajé como comercial. No era lo mío, pero había que pagar las facturas, seguro que me entiendes. Los empleados montaron una fiesta de Navidad en  la oficina, lo típico: canapés, copas y amigo invisible. Me tocó un compañero que me caía fatal. Perfecto, un regalo de Reyes anticipado para mí, pensé.

Cuando abrió el paquete, esbozó una sonrisa forzada.

—Por si te falla la labia —dije. Todos rieron. —Y por si necesitas poner el culo otra vez —añadí. Nadie rió, aunque él encajó el golpe con cierta dignidad.

—Seguro que me vendrá bien—susurró.

En ese momento, me di cuenta de que me había pasado. Sonaba muy gracioso en mi cabeza, pero cruel en voz alta. Lo de la labia tenía su punto, no solo era el comercial con más éxito de la empresa, también el más ligón; pero lo otro era un golpe demasiado bajo. El jefe de la sección se había colgado todas las medallas de un contrato millonario que él había gestionado y tuvo que tragársela doblada.

No dejaba de darle vueltas mientras tomaba una copa y fingía que escuchaba a la de contabilidad. ¿Por qué me caía tan mal? Era atractivo, inteligente, encantador, cinéfilo como yo… Incluso estuve tentada de dejarme seducir, pero me hice la interesante y pasó. ¿Era eso? ¿Me molestaba que no lo hubiera intentado con más ímpetu?

Me escabullí al cuarto de la fotocopiadora. Fumaba, con los codos apoyados en el alfeizar de la ventana, ensimismada en las luces de la ciudad, cuando su voz me trajo a la realidad:

—¿Te hice daño en otra vida, Will Scarlett?¿De dónde proviene ese odio tan amargo hacia mí?—Me giré.

—No comprendo.

—Es una escena de Robin Hood, Príncipe de los Ladrones. Si me dijeras ahora «De saber que nuestro padre te amaba más a ti», te besaría.

Puede que fueran las copas, puede que el resentimiento acumulado, puede que esa cara de suficiencia, tanto daba: encendió mi mecha:

—Pues mira, hablando de cine. Eres como Rick en Casablanca: un capullo pretencioso y engreído, un cobarde que no tiene valor para luchar por lo que quiere.

—¿Y tú quieres un Víctor Laszlo, Ilsa?—. El fuego artificial estalló. Nos besamos con rabia, mordiendo los labios, arrancando la ropa, clavando los dedos y las uñas en la carne. Me levantó en volandas, me sentó en la fotocopiadora, entrelacé las piernas en su cadera y se hundió en mi interior. Follamos como si quiera romperme, como si yo quisiera que lo hiciera. Fuerte, duro, desesperado. Me corrí ahogando un  gemido; él, poco después, gruñendo como un animal. Juro que la habitación se iluminó. Nos miramos a los ojos durante un instante interminable. Abrió la boca para decirme algo, pero calló. Yo también.

No volvimos a vernos. Se despidió tras discutir con el jefe de sección. Supongo que tenía dignidad, a pesar de todo.

Si me lees, «Rick», decirte que espero que mi regalo tuviera algo que ver; que en realidad admiro a Lazslo, pero deseo a Blaine; y que espero que todo te vaya bien.

Cuando el Grinch salvó su Navidad – Relato erótico corto (2)

La Navidad había llegado a la urbanización y, al igual que en Halloween, todas las casas estaban profusamente decoradas al estilo yanqui. Especialmente la de mi archienemiga la señora Smith, miembro electo de «La Liga de la decencia vecinal» y «Criticona» por poderes. Contra todo pronóstico, me invitó a la fiesta que organizó para los vecinos. ¿Una tregua? Nada más lejos de la realidad.  Le habían invitado a Él para que hiciera de Santa Claus para los niños, no solo era el jardinero «oficial» de la urbanización, sino su maestro de judo. Iría si yo era su ayudante. Punto pelota.

Acepté a regañadientes, tras un par de polvos y un desafío:

—¿Vas a demostrarle que sus críticas te importan?

—¡JAMÁS!— grité, con un nabo en la mano, como Escarlata O’Hara.

Me volví loca buscando un disfraz que no me hiciera parecer la amante de Santa Claus en vez de una elfa virgen. Al final, mi madre acudió a mi rescate y le añadió diez centímetros al bajo de la falda. Los pechos venían de serie, ¡qué le íbamos a hacer! Un par de imperdibles estratégicamente colocados, y listo.

Llegó el gran día. Los críos se lo pasaron en grande. Intuyeron que era su profesor disfrazado,  y eso les hizo más gracia. Juegos, villancicos, turrón, mazapán, regalos…  Dos horas interminables después, la fiesta infantil terminó. Me pareció un momento ideal para escabullirnos, pero el señor Smith insistió con vehemencia: teníamos que probar su vino caliente con canela. Entre los nervios por las miradas asesinas de los miembros de la «Liga de la decencia vecinal» y que el señor Smith no paraba de rellenar mi copa (quizá con la leve e inconfesable esperanza de que dejara de controlar los imperdibles) me achispé.

Santa Claus me rescató en el preciso instante en el que el señor Smith, aprovechando un descuido de su honorable esposa,  me arrastraba amoroso por la cintura hasta el desván en el que guardaba su colección de sellos. Sus genitales se salvaron in extremis de un rodillazo. Deo Gratias.

Salimos al exterior y la puerta se cerró a nuestra espalda. Hacía frío, pero yo estaba caliente. No solo por el vino, también por Él. Estaba guapísimo, con su barba y pelo espeso teñidos de blanco, el traje rojo y la barriguita postiza.

—¿Lo has hecho alguna vez vestido de Santa?—No le dejé contestar. Le empujé encima del trineo de madera cargado de regalos que adornaba el jardín, me senté a horcajadas sobre sus muslos, separé mi tanga, saqué su miembro y lo hundí en mi interior.

Y allí estábamos, bajo el frío invernal, follando como dos renos dopados de almizcle, cuando escuchamos el grito indignado de la señora Smith. El señor Smith, sin embargo, gimoteó. Yo canté:

—¡Santa Claus is coming!*

N.A.  Santa Claus is coming to town («Santa Claus llega a la ciudad»), título de un villancico estadounidense compuesto en 1932 por John Frederick Coots y Haven Gillespie. En argot, «come» también significa «correrse».

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