Relatos lésbicos

Praga: En erupción – Relato lésbico

Hoy, la pluma de Thais Duthie nos lleva en un viaje sexual y travieso a la Praga más lujosa.

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Praga: En erupción

La reconocí al instante: su pelo del color de las llamas era inconfundible. En esta ocasión lo llevaba recogido en un moño espeso, envuelto por horquillas de nácar. El vestido azul se adaptaba a su torso y luego bajaba con un gran vuelo por todo su alrededor.

—¡Pensé que no vendrías! Ya sabes que no soporto estas cenas sin barra libre de vino…

—Y buena compañía —la interrumpí—. Ya lo siento, Jacques no sabía qué corbata combinaría mejor con su inminente ascenso.

—Maridos —susurró Petra, pero cambió de tema al instante—. No esperaba verte en casa, querida.

—Por fin uno de estos cócteles se celebra en Praga. No había visitado nunca la ciudad, tiene un encanto muy particular.

Recordé la llegada al Palacio Žofín. Aquel edificio neorrenacentista se encontraba en una isla en medio del río Moldava. La entrada era impresionante, pero no tanto como la Gran Sala en la que nos encontrábamos: lámparas de araña, arcos, columnas con capiteles de hojas de acanto, frescos y un aura dorada que lo envolvía todo. Por lo menos, mis infravalorados estudios en arquitectura me permitían apreciar la belleza de todos esos lugares que alojaban cenas interminables, donde los protagonistas siempre eran ellos. A las esposas nos arrastraban y nos exhibían como si fuéramos otro de sus logros.

—Qué voy a decirte si soy checa —Hizo una mueca y me miró de arriba abajo—. Estás preciosa, Astrid.

—Tú también —Sonreí.

—Ven, quiero mostrarte algo.

—¿Ya has estado explorando el Palacio?

Petra sacó la lengua a modo de respuesta. El gesto podría quedar extraño en una mujer de nuestra edad, pero no en ella. Tomé una copa de vino de la bandeja de una camarera que pasaba por nuestro lado y eché a andar tras la pelirroja.

—He apuntado a mi hija a clases de piano.

—¿A Yveta? Pero si tiene cuatro años.

—Nunca es demasiado pronto. Wagner, quien tocó en esta misma sala, por cierto, comenzó con poco más de siete.

—Fascinante. Pero dime, lo que querías es una tarde en casa a solas con el jardinero del que me hablaste en la última cena.

—¿Cómo decís los franceses? Touchée.

Dio una vuelta sobre sí misma cuando llegamos al final del pasillo. Como todas las veces que estaba con ella, el lugar en el que estábamos se volvió puro atrezo. No podía despegar la mirada de ella ni de cada maldito movimiento que hacía. Su marido tenía suerte, y no era consciente. Y yo, con el sabor de un amor secreto, no veía el momento de volver a encontrarnos en uno de esos eventos en cualquier país.

—¿Qué te parece?

Miré la estancia. Se parecía a la Gran Sala, pero era más pequeña, con los techos más bajos y estaba presidida por un piano de media cola. Ahora entendía por qué había mencionado lo de las clases de piano.

—¿Uno como estos toca tu hija?

—Uno más grande.

—Podría esconderse dentro —Reí y dejé la copa en una de las esquinas del mueble.

Miró a su alrededor y, cuando se hubo asegurado de que estábamos solas, me acorraló contra el teclado. Ya me tenía. Oí las notas amortiguadas, únicamente podía fijarme en cómo sus labios se dirigían a mi cuello. Cerré los ojos ante el ataque: doce ciudades antes de Praga le habían servido para comprobar que aquel era mi punto débil.

—¿Te cuento algo, Astrid? Hacerlo sobre un piano de cola siempre ha sido una de mis fantasías —susurró sobre la piel húmeda que había dejado su boca—. Y no te voy a mentir, el jardinero está muy bien, pero ya sabes que me gusta que las primeras veces sean contigo.

Contuve un gemido y abrí los ojos para encontrarme con los suyos, verdes y brillantes. Acaricié su mejilla, luego bajé poco a poco hacia el escote de pico del vestido.

—¿Me estabas esperando para cumplirla?

—Sí.

Nos besamos como si no nos hubiéramos visto en años, aunque tan solo habían pasado unas semanas desde el último cóctel en Rusia. Pude sentir la inquietud en su lengua, las ganas de jugar. Tantas como yo. Desesperada, la tomé de la cintura e hice que intercambiáramos posiciones.

—Sube, siéntate —ordené con la voz más dulce que me salió y bajé la tapa del teclado.

Quedó sentada al borde del piano, con los pies apoyados en la tapa. Separé sus piernas despacio, sin dejar de mirarla. Podía ver en sus ojos el deseo y la expectación. Quise jugar con su cordura mientras colaba las manos por su vestido de vuelo, tocaba sus muslos. Sin embargo, la paciencia solo me servía para observar edificios. No podía resistirme a su piel suave ni a la forma en que sus dedos se enredaban en mi pelo.

Me hice un hueco bajo el vestido y por fin pude arrastrar los labios por sus muslos sensibles. Gimió una y otra vez mientras lamía, mordía, succionaba. Deseaba llegar a la meta, pero también pretendía hacerla divertirse por el camino. Tomé el borde de su tanga con los dientes y, cuando estuvo a la altura de su pubis, me ayudé de los dedos para bajarlo. Unió las piernas un segundo, lo suficiente para que la prenda quedara olvidada en uno de sus tobillos.

Cuando pude regresar acaricié su ingle con la punta de la nariz y esperé el suspiro, el pistoletazo de salida. Lamí todo su sexo, que me esperaba como el cráter de un volcán en erupción: caliente, húmedo. Lava en estado puro. Jugueteé con sus pliegues, disfrutando de la sensación aterciopelada de sus labios hinchados. Me recreé en cómo gemía, de forma casi inaudible. Me guiaba por los tirones en mi pelo, sin dejar de acariciar sus muslos salpicados por pequeñas pecas.

Llegó un momento en el que podía sentir la tensión en cada parte de su anatomía. Llevé mi dedo corazón a su entrada y empujé hasta que lo tuve dentro. Dejé que se adaptara a su interior estrecho, cual chimenea volcánica, y lo curvé hacia arriba. Sabía que tardaría un minuto exacto en deshacerse en mi boca. Succioné su clítoris, arañé su monte de Venus y la acompañé mientras alcanzaba el orgasmo. Me abrazó con las piernas tan fuerte que fui incapaz de apartarme, catapultándola a un segundo clímax.

Todavía se estaba recuperando cuando oí unos pasos tras de mí. Salí de mi escondite privilegiado con desgana. El tiempo con Petra siempre se me pasaba volando.

Me di la vuelta y, a unos metros de nosotras, nuestros maridos nos observaban con sus respectivas copas de champán.

—Señoritas, sentimos la interrupción —dijo Jacques con una sonrisa socarrona—, pero es hora de irnos.

Me puse en pie, besé a Petra fugazmente y lamí el dedo que había estado en su interior hasta hacía unos segundos.

—Hasta pronto, querida —se despidió, mientras comenzaba a colocarse el vestido con parsimonia—. Y dile a mi marido que la próxima vez que aparezcan antes de tiempo traiga una copa también para mí.

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