Relatos eróticos

Te quiero líquida – Relato erótico

Deléitate con esta elegantísima historia de disciplina, escrita por la fabulosa Valérie Tasso.

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Relatos eróticos

Te quiero líquida

Me prohíbes que baje los ojos y deje de mirarte. Acercas tres dedos a mi coño, me tocas sin demasiada ternura –entraba en el acuerdo– haces un movimiento de muñeca y los hundes de repente, sin previo aviso. Me sobresalto un poco. Te miro, tú solo levantas la cabeza cuando tus dedos están dentro, recubiertos, recogidos y en el fondo. Altivo, escrutas mi rostro y sonríes.

Me prohíbes que me recueste en la cama, no vaya a ser que me abandone y disfrute. No. Bien sentadita y en el borde la cama, las manos encima de las piernas, rectísima, como una niña de buena familia. Impasible. Prohibidas las muecas de desagrado o placer –da igual cómo sean, siempre son muecas–, prohibidos los gemidos, susurros o suspiros. Me quieres deshumanizada. Quieta.

Sé que no va a pasar mucho tiempo hasta que se ponga a temblar una pierna. Sobre todo la derecha. Me suele jugar malas pasadas con los nervios. Pensar en ello tampoco arregla las cosas, lo sé. Tus dedos siguen a buen cobijo. Quietos. Tus ojos no paran de moverse de un lado a otro, traspasándome. Noto cómo mi culo empieza, sin querer, a deslizarse poco a poco en el cubrecama. Intento aguantar apretando las nalgas, pero tú percibes este movimiento. Nada, algo ligero, imperceptible. Pero estás atento a todo. Además, tus dedos en mi coño notan que algo pasa. Se deslizan ellos también. Nada, un par de milímetros, casi imperceptible. Más al fondo. Y el líquido empapa la piel. La tuya y los centímetros de mis piernas entumecidas. Resbala. Goteo en la moqueta. Lo notas. Me llamas «sirenita mía». Primera muestra de cariño. Sé que será la última. Intento agarrar el cubrecama con una mano, pero la coges desde la violencia y la urgencia de un deseo que no quieres ver truncado.

Susurras: «Te quiero líquida con el fluir del silencio». Y empieza el vaivén de tus dedos en mi coño. Mi cuerpo se mueve inevitablemente por tus dedos firmes que entran y salen. Nada. Un ligero balanceo. Chapoteo. Intento quedarme quieta como me pediste. Ardua tarea. Miro con disimulo tus dedos que hurgan. Nadan como peces de colores, libres. En mi acuario. Quieto. No sabes la vida que me das impidiendo que me mueva. No sabes lo liberada que me siento… enchufada a esta mano.

Me dices que la disciplina lo es todo. Que sin ella, no se llega a nada. Que hay que olvidar el cuerpo para trascender. El cuerpo es el vehículo. El simple medio. Me hablas bajito, casi imperceptible, mirándome mientras aguanto para no caerme de la cama. «Y cuantos más obstáculos encuentre el cuerpo, más libre es el espíritu», murmullas. Te refieres a mi quietud, a mi obligación de aguantar sentada al borde de una cama que ya se empapa. A evitar el columpio de mi pelvis, de mis caderas inquietas. Has avisado antes. Lo sé. No me puedo quejar. Lo sé. Me harás gozar como nadie. Lo sé. Soy tu Puta. Y lo sabes…

Hace tiempo que tu polla está erecta. Altiva, como tú. Amenazante. Pero sé que no me la vas a meter. Disciplina. Centrémonos en algo menos banal. Porque sabes que me muero por una follada, que me folles duro. Con tu mano libre, haces un ligero movimiento hacia delante y, firme, me coges del hombro para que siga recta, para que no me caiga hacia atrás. Recta, como las bailarinas de ballet. Ellas sí que saben lo que es la disciplina. «Tú no sabes nada», me reprochas. Tu mano empuja hacia dentro. Tus dedos en mi coño van hacia atrás. Siempre con más profundidad. Yo no voy a ningún sitio que no sea este oleaje de placer que amenaza con desbordar. Porque sé que, en cualquier momento, el dique de contención va a ceder.

Me prohíbes, una vez más, que baje los ojos y deje de mirarte. Tus tres dedos en mi coño ya entran y salen cada vez más rápido, sin demasiada ternura –entraba en el acuerdo– con movimientos giratorios de muñeca y los hundes, sin previo aviso. Me sobresalto cada vez más. Yo te miro, me obligas a que te mire. Te pones muy serio de repente. Sabes que me voy a correr. Me lo prohíbes. Dices que tú eres el único que dirige mis orgasmos. Que yo tengo que olvidarme de mí y pensar en ti. «Tu cuerpo me pertenece. Todo lo tuyo, por lo tanto, me pertenece. Tu placer también», dices con vehemencia. Yo no te llevaré la contraria. Lo sabes.

Mi orgasmo no es silencioso como me habías pedido. Tiene nombre de voz ronca. Interpela, impertinente, el silencio viscoso que han generado tus dedos huesudos. Tampoco estaba autorizado. Ya me avisaste.

Pero ya sabes, los océanos no entienden de palabras.

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