El interés que puede tener ver la Emmanuelle de Audrey Diwan estrenada en 2024 sería para establecer una analogía con su predecesora de cinco décadas atrás. En esta comparativa no debería primar el análisis cinéfilo (las dos, cinematográficamente hablando, son un pestiño), sino que el interés estribaría más que para un cinéfilo, para un sociólogo y que se interese por determinar cómo hemos cambiado, en cuanto a espectadores y en cuanto a humanos.
Emmanuelle… en 2024
Argumento y diferencias con la película original
Argumentalmente, esta versión, podríamos decir homenaje a los cincuenta años (1974-2024) transcurridos desde el estreno de la Emmanuelle original de Just Jaeckin, sigue un esquema muy similar a la primigenia: joven hermosa explora su sexualidad a la que no le acaba de coger el punto en un viaje al lujo asiático, mientras es guiada en su iniciático y lúbrico devenir por la mano de eróticas y expertos, en los que, entre otros, no puede faltar el curtido varón al que todo le pilla ya de vuelta (el Grey de turno).
La primera diferencia estriba en lo que podríamos decir el talante de la joven aventurera. El personaje original de Kristel era un esquife soltado a la buena de Dios en el proceloso océano de la sexualidad (una jovencita a la que su arrojo lo da más cierta candidez que un dominio sobre su deseo), mientras que el personaje que encarna aquí, a mi parecer sin mucho convencimiento, Noémi Merlant, ya es, como no puede ser de otra manera, un personaje empoderado y relativamente corrido (entiéndase bien lo de «corrido») cuya curiosidad se fundamenta más en un principio en hacer prosperar un negocio hotelero que en saber quién es ella misma. Así, en la original, Emmanuelle está casada y va al encuentro de su vetusto y tolerante marido, mientras que en esta versión no hace falta marido alguno ni perro que le ladre. El «maestro de ceremonias», el varón que todo lo sabe por estar au delà de todo, es, en la original, un tipo varonil y hecho, mientras que en esta segunda ya es un tipo de masculinidad discretamente deconstruida, al que el espectador no le percibe una particular capacidad para encender ni un bidón de gasolina con un mechero.
En ambas propuestas, los diálogos son pomposos cuando no huecos y torpemente pirotécnicos (en la segunda, todavía suenan peor), las escenas lentas como un domingo sin paga extra y, si bien hasta la original Emmanuelle (y toda la infumable saga que generó) tenía un cierto aire cursi y de fotos de desnudos en papel satinado, en la de ahora ya pugna todo con la gazmoñería y el tedio capaz de transformar un pretendido erotismo en una tarde dando de comer a los patos en el Parque del Retiro. Aun así, la Emmanuelle original todavía era capaz, con su lujo exótico, sus vistas de Bangkok y su butacón masturbador de rafia, de inducir a algunos espectadores a algún sueño erótico. Pero lo cierto es que esta de ahora directamente incita a dormir. Y por ahí es por donde radica la diferencia entre una y otra: en su éxito de público. Y es ahí, en el éxito que tuvo una y lo anónimo de la otra, donde una podría empeñarse en el análisis sociológico y sexológico para intentar averiguar cómo diablos hemos cambiado lo que hemos cambiado. En preguntarnos el cuándo dejamos de ver las cosas como las veíamos, en cuándo los imaginarios libidinales cambiaron.
Tráiler
Análisis
En el 74 todavía creíamos que ese ejercicio de liberación libidinal podía darse, que un cuerpo desnudo de mujer era un grito de liberación y no una cosificación patriarcal; creíamos que un proyecto emancipador de los seres humanos nos aguardaba en el horizonte, teníamos esperanzas en que lo hedónico, más allá de la tecnología y el mercado, nos haría felices, confiábamos en el otro, en el compañero o la compañera, confiábamos en nuestras instituciones, en la verdad y en la racionalidad, sabíamos distinguir a un imbécil y a un mamonazo del resto, de tal forma que el poder del sentido común nos protegía de ellos, en lugar de darles a ellos el poder del sentido.
En el 74, creíamos en eso. Teníamos en el cogote los avances autonomistas de la píldora, los intentos colectivistas y lúdicos del movimiento hippie, el ansia libertaria de mayo del 68, nos llegaban aun los ecos de la segunda ola feminista que proponía la plena igualdad de las mujeres en colaboración con los hombres, creíamos que el conflicto nos llevaría a la superación del conflicto y no, de nuevo, a la lógica de la guerra, del exterminio de un otro siempre aterrador. Creíamos en nosotros mismos como colectivo, en el 74, sin que nos tuvieran que regular cada paso del cómo nos besamos, de si puedo fumarme un pitillo o comerme un bistec sin sentirme culpable, sin sentirme que soy el monstruo contaminante que tiene que estar procedimentado, regularizado, organizado en todos los más pequeños detalles de su existencia. Porque sabíamos que la libertad y la responsabilidad eran lo mismo, porque la cultura se hacía para la humanidad y no desde la identidad. En 1974, todavía creíamos en Eros. En que el erotismo, el estar afectivamente en relación con los demás, podía generarnos un proyecto común, podía inducirnos a saber, a transformarnos, a romper el goce exclusivamente solipsista, a mantener a raya, a través de la belleza del erotismo, la pulsión de muerte que, hoy, la lógica mercantil nos ha inoculado. A extasiarnos con el futuro y no a deleitarnos con el apocalipsis.
Conclusión
Emmanuelle, la del 74, fue una película erótica. Una película simplona y efectista, sí, pero entre bobadas asomaba algo que todavía nos desconcertaba en la misma manera que nos fascinaba y congregaba: la enorme pluralidad y diversidad de modos de estar en relación con los demás, la multiplicidad de eróticas que un sujeto, y en especial una mujer, tenía a su alcance. Emmanuelle se podía medio leer, a grandes rasgos y con letra de plantilla, como un viaje interior en el descubrimiento de una misma a través de su sexualidad, del erotismo que era también una forma de vivir lo colectivo (la política) y del deseo: de ese empuje libidinal que dirigíamos hacia la construcción del nosotros. Emmanuelle, la de ahora, no aporta ninguna lectura nueva, ningún doblez, nada que desentramar…nada erótico. Otro remake, otra «novedad», otra vuelta a lo mismo en lo que lo único que cambia es el espectador. Un espectador que, si antaño todavía creía en el acontecimiento, hoy, a fuerza de repetirle lo mismo, ha acabado perdiendo la expectación.
Recibe más artículos como este en tu email (es GRATIS)


