Vicioso, sodomita, putero, impotente, estéril, exhibicionista, afeminado, misántropo… son algunos de los calificativos que recibió Enrique IV de Castilla, considerado durante siglos un monarca nefasto, uno de los peores reyes españoles (solo superado por Fernando VII), el indigno predecesor de los Reyes Católicos.
Sin embargo, en las últimas décadas, algunos historiadores como Luis Suárez han estudiado su figura desde otra óptica y han llegado a la conclusión de que el gobernante se vio envuelto en una trama política y una leyenda negra repleta de difamaciones, creadas por los seguidores de Isabel la Católica, sirviéndose de la grave enfermedad crónica que padecía desde su infancia y de sus síntomas físicos y psicológicos.
Enrique IV, Príncipe de Asturias y amante hechizado
Enrique IV de Castilla nació el 5 de enero de 1425 en Valladolid, fruto del matrimonio entre el rey Juan II de Castilla y María de Aragón, lo que lo convirtió en el heredero de la Casa de Trastámara. Apenas tres meses después de su nacimiento, fue jurado como Príncipe de Asturias, título reservado para el heredero de la Corona de Castilla, y cuando cumplió 15 años, su padre concertó su matrimonio con la princesa de Viana, Blanca II de Navarra (de 16), como parte de un acuerdo político entre Castilla y Navarra para garantizar la paz entre los reinos.
A pesar de la corta edad de los consortes y el vigor que se les presuponía, la noche de bodas pasó sin pena ni gloria, no porque la princesa se cagara (literalmente) de miedo (como le ocurrió a María Josefa Amalia de Sajonia al ver el pene descomunal de Fernando VII), sino porque el de Enrique IV no se irguió. En palabras del cronista Diego de Valera: «El Rey y la Reina durmieron en una cama y la Reina quedó tan entera como venía, de que no pequeño enojo se recibió de todos.». Considerando que lo estaban intentando bajo la atenta mirada del notario y otros testigos de la Corte (que debían atestiguar el éxito de la coyunda), el gatillazo podría considerarse la cosa más normal del mundo, pero trece años después, la futura reina seguía «tan entera» como el primer día y a esas alturas, la Corona no podía permitírselo: había fallecido su suegro y su marido sería coronado rey en breve, por lo que era imprescindible asegurar la sucesión al trono. ¿Cómo? Disolviendo el matrimonio para poder concertar otro, que satisficiera a los lusos, sin ofenderles demasiado.
La solución al conflicto quizá no ofendió a la corona portuguesa, pero sí a Blanca II de Navarra, ya que el obispo de Segovia Luis Vázquez de Acuña concedió la nulidad matrimonial, alegando que Enrique tenía impotencia parcial, fruto de un maleficio o «maleficiamiento», pues había tenido relaciones sexuales con otras mujeres sin problema alguno, algo que confirmaron dos prostitutas de la ciudad de Segovia que declararon en el proceso que el rey había tenido «conocimiento de hombre con mujer» con ellas.
Según las malas lenguas, el príncipe también había tenido conocimiento… pero de «hombre con hombre», en concreto, con los miembros de su escolta privada de moros y con zagales, según las habladurías de los súbditos y la Copla III de Coplas de Mingo Revulgo: ándase, tras los zagales/por estos andurriales/todo el día embebecido/holgazando sin sentido/que no mira nuestros males.
Matrimonio de Enrique IV de Castilla con Juana de Portugal
Cuando contaba con 30 años, el monarca se casó con su prima Juana de Portugal (de apenas 16), hija póstuma del rey Eduardo I de Portugal, para fortalecer la alianza entre los dos reinos y asegurar su descendencia.
Lo primero parecía sencillo, no así lo segundo, debido a su impotencia (que le valió el mote de Enrique IV «el impotente»); pero ese problemilla no iba a frenarle si podía conseguir un heredero con métodos poco ortodoxos. En palabras de Juan Eslava Galán, en su interesante Historia secreta del sexo en España: «El rey era además cabrito consentido y se excitaba prostituyendo a su joven, hermosa y desenfadada esposa. El cronista (Diego de Valera) escribe: La principal causa de su yerro (adulteril) había sido el Rey, a quien placía que aquellos sus privados, en especial don Beltrán de la Cueva, hubiesen allegamiento a ella y aun se decía que él rogaba y mandaba a ella que lo consintiese».
No es de extrañar que Enrique IV de Castilla eligiese a este noble, político y militar castellano como amante de su nueva esposa y posible procreador de su hijo, puesto que mantenía una relación tan estrecha con él, que las malas lenguas aseguraban que más que su mano derecha, era su amante, como insinúan estas coplas anónimas dedicadas a don Beltrán de la Cueva: Es voz publica y fama/que jodes personas tres/a tu amo y a tu ama/ y a la hija del marqués/ jodes al rey y a la reina/ y todo el mundo se espanta/ como no jodes la infanta.
De hecho, cuando la reina se quedó embarazada y posteriormente dio a luz, los enemigos de Enrique IV «el impotente» y partidarios de Isabel (la infanta a la que no se jodía el valido, según la copla), hermanastra de Enrique IV y posible heredera al trono si este caía, no dudaron en difundir que la recién nacida no era hija del monarca, sino de don Beltrán de la Cueva, apodando a la criatura «la Beltraneja».
La enfermedad de Enrique IV de Castilla
Enrique IV de Castilla era un «degenerado, esquizoide, con impotencia relativa (…) displásico eunuco con reacción acromegálica». Esta descripción tan desfavorable no la vertió uno de los enemigos del rey, sino el prestigioso Gegorio Marañón, quien tras analizar la biología, apariencia y problemas de salud del monarca (casi 500 años después), llegó a la conclusión de que estos obedecían a trastornos hormonales y genéticos.
Este diagnóstico no es extraño, si consideramos que la Casa de Trastámara practicaba matrimonios entre parientes cercanos para mantener el poder dentro de la familia (de hecho, los padres de Enrique IV eran primos hermanos), por lo que es muy probable que esta endogamia causara las enfermedades genéticas y trastornos hormonales que sufrió el monarca, como la infertilidad y los problemas urológicos.
En palabras de Marañón: «En esta dinastía esquizoide, Isabel la Católica sería la sorprendente excepción. Ella fue el producto genial en una cadena de miserias, pero rebrotó la pesadumbre degenerativa en su nieta Juana la Loca y en varios más de sus sucesores».
A pesar del prestigio de Marañón, investigadores actuales señalan que, para realizar el diagnóstico, el pionero de la endocrinología se guió principalmente por la Crónica de Alfonso de Palencia, el principal difamador de la figura de Enrique IV, lo que, sumado a la documentación actual y a nuevos estudios médicos, ponen en tela de juicio algunas de sus valoraciones.
Recientemente, autores como Javier Angulo Cuesta y Philip Van Kerrebroeck muestran su desacuerdo con el diagnóstico de Marañón («displásico eunucoide con reacción acromegálica, aspecto testicular normal y rasgos esquizoides»), que incluye afirmaciones como que era «un tímido sexual, de tendencia exhibicionista» y homosexual, sin prueba alguna, o la descripción de su pene, extraída de chascarrillos de la época (imposibles de comprobar), como que «su miembro era delgado en la raíz y grueso en la extremidad, por lo que no podía entrar en erección».
En 2023, un equipo de investigadores analizó los documentos y fotografías que se elaboraron en 1946, tras inspeccionar el cadáver momificado del monarca (hallado en el Monasterio de Guadalupe), así como las monedas emitidas en el monetario de Enrique IV (en las que identificaron aumento de la glándula tiroides). Después de recoger los signos y síntomas descritos y aplicar la clasificación internacional de las enfermedades recomendada por la Organización mundial de la Salud, CIE11-2023, llegaron a la conclusión de que «Enrique IV padeció de forma altamente probable: displasia ósea facial y poliostótica, cifosis, cojera de una extremidad, alteraciones endocrinas múltiples, acromegalia con macrognatia, enfermedad nodular tiroidea, diaforesis maloliente, disfunción eréctil, hipospadias, desarrollo sexual anómalo, “pelvis feminoide”, cólicos abdominales, oligodoncia y desplazamientos dentales. Es posible que también padeciera: pubertad precoz, litiasis renal con fosfaturia debilitante, túnel carpiano, trombocitopenia e hiperplasia o adenoma hipofisario productor de hormona de crecimiento».
Es decir, «Enrique IV pudo sufrir un síndrome de McCune-Albrigth asociado a Displasia fibrosa, una enfermedad rara debida a mutaciones activadoras de función en el gen GNAS».
Preservar la dinastía de la Casa de Trastámara
La necesidad de garantizar la sucesión de la Casa de Trastámara fue el principal motivo por el que Enrique IV «el impotente» consintió que su esposa Juana de Portugal mantuviera relaciones con don Beltrán de la Cueva. No es que fuera un sádico voyeur que disfrutaba obligándola a acostarse con otros hombres por pura lascivia, sino que le «rogaba y mandaba a ella que lo consintiese» porque era imperativo que tuviera descendencia.
Es más, ni siquiera es seguro que la reina mantuviera esas relaciones sexuales; el humanista, médico, geógrafo y cartógrafo alemán Hieronymus Munzer, que viajó por la Península Ibérica durante un año (1494 y 1495), escribió que la reina Juana fue inseminada artificialmente por un médico judío llamado Sumaya Lubel, que le introdujo el semen del rey utilizando una cánula de oro, si bien este era «acuoso y estéril».
¿Realmente era estéril? En Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo (1930), Gregorio Marañón concluye que la displasia eunucoide que probablemente padecía el rey habría afectado su fertilidad y generado dudas sobre su capacidad para engendrar hijos, aunque no aseguraba de manera categórica que su hija no fuera suya, por lo que la afirmación de semen «acuoso y estéril» (escrita tan alegremente por Hieronymus Munzer) parece obedecer a la campaña de desprestigio contra Enrique IV, que continuó tras su muerte, gracias al apoyo de sus detractores.
Es más, según Javier Angulo Cuesta, si el monarca sufría el síndrome de McCune-Albright, es probable que su fertilidad estuviera disminuida, pero no que sufriera ni esterilidad ni disfunción estéril completas.
A esto se suma el análisis reciente del manuscrito Reçeptas que fizo el doctor Gómez para el muy alto e muy esclareçido rey don Enrrique el Quarto (un recetario que refleja una serie de dolencias que sufrió Enrique IV de Castilla) y del listado de medicinas expendidas por el boticario real Ferrán López, entre las que se encuentran remedios para las «llagas vergonçosas, en espeçial para las que naçen de fuera» (es decir, síntomas de diversas Infecciones de Transmisión Sexual, que solían contraerse al frecuentar prostitutas), por lo que los autores del estudio, Fernando Serrano Larráyoz y Manuel Francisco Carrillo Rodríguez, aventuran que el monarca no solo mantenía relaciones sexuales, sino que además era promiscuo.
Una campaña de descrédito por intereses políticos
Según Emilio Maganto Pavón, el reconocimiento público de la «impotencia erigendi» de Enrique IV de Castilla como motivo para declarar la nulidad del matrimonio con Blanca II de Navarra sirvió para que sus muchos enemigos creasen una leyenda negra que le tildó de enfermo y de incapaz, una operación de descrédito política orquestada para desacreditar su figura y legitimar así la de sus oponentes y sucesores al trono.
También lo fue su posible homosexualidad o bisexualidad, «origen de sus múltiples y depravados vicios», según Alfonso de Palencia, que sus secuaces se encargaron de difundir conscientemente y a sabiendas de que mentían, no solo entre las altas esferas, sino también entre el vulgo, que entonaba romances y coplas en los que se burlaban del monarca, y disfrutaba chismorreando en las tabernas y mercados sobre «las relaciones sodomíticas, incestos y adulterios del entorno real».
Después de analizar la figura de Enrique IV el impotente desde una perspectiva actual, algunos historiadores consideran que el gobernante tenía «una mentalidad abierta, tolerante, modernista, y con excesiva modestia que contrastaba con la rigidez del pensamiento de la época y lo que se exigía en un rey», y también que su reinado tuvo un impacto significativo en la historia de España, al contribuir a la centralización del poder real, promover reformas económicas que influyeron en la economía castellana y fortalecer la Hacienda Real.
Emilio Maganto Pavón afirma que durante el gobierno de Enrique IV de Castilla tuvo lugar el «proceso de maduración del primitivo germen del Estado moderno» y que «muchas de las reformas de orden administrativo, político o legislativo emprendidas ulteriormente por los Reyes Católicos, incluyendo la Inquisición, la reforma monetaria, la creación de las Hermandades y, fundamentalmente, la idea de unidad de los reinos peninsulares, habían sido enunciadas ya en la época de su predecesor siguiendo la vocación unificadora de los Trastámara», por lo que toda la leyenda negra fue fruto «de la maquinaria propagandística de los futuros Reyes Católicos».
Sin duda, ganaron. Tras el fallecimiento brusco y repentino de Enrique IV (víctima probable de un envenenamiento por arsénico), se desató un conflicto sucesorio en Castilla entre los partidarios de Juana la Beltraneja y los de su tía Isabel. La Guerra de Sucesión Castellana, que duró cuatro años, terminó con el Tratado de Alcázovas en 1479, que reconoció a Isabel como reina de Castilla (el título de Isabel la Católica lo recibiría en 1496, por su papel en la Reconquista) y que obligó a Juana a renunciar a sus derechos y a vivir en el exilio, en Portugal, donde le otorgaron el título honorífico de la «Excelente Senhora»; una distinción que nunca pudo atenuar la deshonra de pasar a la Historia como la bastarda de un sodomita impotente… hasta ahora.
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