Mujer en la Historia

Mujeres libres: Misia Sert, la musa de París

Los antiguos griegos y romanos tenían una especial inclinación para justificar sus acciones siempre por la intervención externa de alguna entidad celestial. Así, por ejemplo, si una persona se masturbaba, nunca lo hacía sola, sino por la siempre necesaria participación de un «daimón», una indeterminada divinidad o espíritu entre hombres y dioses que tanto podía ser benefactora como venir a hacernos la pascua. Crébillon, por ejemplo, escribió una obra, Le sylphe, dedicada a uno de estas específicas «entidades masturbatorias» que ayudaban y sin las cuales era imposible la acción. Pero también, por ejemplo, la «até» griega, la locura o la «manía», siempre venía inducida desde fuera por los dioses o por una de estas criaturas. También el «thymos» (el vigor guerrero en el carácter), que no arrancaba del mismo sujeto, sino que era otorgado en momentos puntuales por alguna divinidad mayor o menor. Y lo mismo sucedía con la inspiración artística. Las encargadas de insuflar al mortal ese súbito arrebato creativo eran, en el imaginario griego, las «musai», las musas.

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De origen incierto y variable, las musas eran las encargadas de susurrar ideas geniales, inspiraciones o ánimos al atormentado creador, que era un simple receptor de sus designios. No hay poema lírico, épico o trágico, pero tampoco comedia clásica en los que no empiece su autor invocándolas. Al parecer, cada musa tenía una disciplina concreta y una especificidad en sus competencias, aunque a nosotros nos ha llegado lingüísticamente una atribución general: la «mousike», el arte de las musas, la música.

Fue el cristianismo en la Edad Media el que decidió acabar con esta práctica invocatoria a las musas por considerarla un pecaminoso rito pagano. Pero una musa era mucho más que alguien o algo que estaba por ahí, era un agente activo que potenciaba, que desplegaba, que engrandecía el talento de los que por su vera se acercaran o pidieran sus favores. Personas así encarnadas conocemos todos; gente que, tras tratar con ellas un rato o una vida, se siente mejor persona, más potente, más capaz de crear y dar sentido a su obra y a su propia vida, aunque bien es cierto que las personas que más abundan hoy son lo contrario; las personas «despreciativas» que te desgastan y te chupan la energía; las que no hacen más que ponerte la cabeza como un bombo con sus lloriqueos, sus lecciones morales de coach de cuatro perras y sus reivindicaciones y envidias personales elevadas a causa universal… Vamos, un o una «plasta», o como se dice ahora, una «persona tóxica». Por eso, encontrarse con una musa es de las cuestiones más preciadas que nos pueden pasar en la vida. Misia Sert fue una de esas musas con letras mayúsculas sin la cual, sin cuya intervención externa, la mitad de la cultura europea de principios del siglo XX quizá nunca se hubiera desplegado como lo hizo.

¿Quién era Misia Sert?

Maria Zofia Olga Zenajda Godebska, el auténtico nombre de Misia Sert, nació en San Petersburgo en 1872, hija de un conocido escultor polaco. Su madre, una mujer bien posicionada culturalmente y de nacionalidad rusa, murió al darla a luz. Misia fue enviada a Bélgica bajo la tutela de sus abuelos maternos, un célebre violonchelista y una íntima amiga de la reina belga y, muy pronto, se descubrió su primer extraordinario talento; la mousike, la música, y más concretamente el piano. Con 15 años huye de un convento donde su padre y su nueva esposa la habían internado y regresa por su cuenta y riesgo con sus abuelos. A los veinte años, da su primer concierto como solista en París y fascina a todos los asistentes. Su primer matrimonio, uno de esos que se hacen un poco más porque es lo que se espera que se haga, llega un año después y le aporta a Misia algo importante: París. Ambos destinos, Misia y París, están llamados, cosa de dioses, a operar juntos. Pierre Bonnard empieza ya a pintarla incansablemente; se siente profundamente inspirado por ella. Es en 1905 cuando se casa con su segundo marido, un magnate de grupos editoriales, y Misia empieza a irradiar su poder de musa en todas las  direcciones con antiguos y nuevos cercanos; músicos como Ravel, Debussy, Stravinsky o su estrecha colaboración con los ballets de Diághilev, poetas y literatos como Mallarmé; Verlaine, Proust, Jarry o Cocteau, pintores como Renoir, Vuillard o Toulouse-Lautrec pero también Picasso (testigo de su última boda y de cuyo primer hijo ella fue la madrina)… todos, absolutamente todos, se engrandecen con su presencia, la pintan, le dedican composiciones y confidencias, se dejan querer y asesorar por esta mujer que desprende, a partes iguales, belleza e inteligencia. Todos salen beneficiados de su cercanía, como también lo hace su gran amiga, Coco Chanel, que solo era la propietaria de una pequeña tienda de moda al conocerla.

Sin embargo, a su por entonces marido, Alfred Edwards, le empiezan a tentar las modelos jovencitas y, apenas cuatro años después del matrimonio con Misia, solicita el divorcio para desposarse con una modelo de sastrería. Es entonces, con su talento como pianista, con su enorme capital cultural y social, con el influjo de su colaboración con los ballets rusos de Diághilev y con una jugosa pensión de su marido, que no quiere líos ni escándalos, con lo que Misia continúa siendo Misia y engrandeciendo el mundo. Conoce al pintor Josep María Sert (a quien apodaban el Tiépolo del Ritz, por su estilo y su enorme éxito en París), su gran amor, con quien se casaría en 1920 y del que tomaría el apellido al que se le asocia. Misia, el apodo con el que todo el mundo la conoció en el glamour de la bohemia y la élite social parisina, significa «osito» en polaco.

Las sombras…

Y empezaron, porque tarde o temprano acaban llegando, las sombras. Quizá vinieron sopladas por una preciosidad georgiana, Roussana Mdivani, conocida como Rusy. De familia aristocrática, el negocio familiar era emparentar a sus hijos con los más acaudalados e influyentes personajes del momento. Muy joven y de belleza y carisma irresistibles, tanto Sert como Misia caen arrebatados por ella. La solución que Misia propone es una especie de acuerdo de adopción poliamoroso. El trío, como suele suceder con esto del poliamor, acaba mal y Misia muy pronto se siente como «la vieja suegra de los dos». Finalmente, llega la situación más dolorosa; Sert le presenta la petición de divorcio para casarse con Rusy. Petición que ella firma, aunque con mano temblorosa.

Y el cielo se sigue oscureciendo; la siguiente borrasca en forma de tormenta universal: comienza la II Guerra Mundial. Misia, junto a Coco Chanel, emigra a EE.UU. Sus dolencias físicas se han cronificado y, con ellas, el uso de estupefacientes, los narcóticos y la morfina. La relación con Chanel se deteriora hasta dejar de hablarse, aunque nadie sabe muy bien por qué. Cuando Misia regresa a París, Rusy ha fallecido con apenas 32 años y, aunque se vuelve a acercar a Sert, la relación ya no es la misma. El mundo, París, ha cambiado, ya no es la vanguardia de entreguerras vitalista y feroz que ella tan bien conoce y que tanto la ha ayudado. Ahora es un mundo postbélico, existencialista y atormentado en lo filosófico, informalista, grotesco y nihilista en lo artístico. Ya no lo conoce, ya no puede adaptarse a él, París la ha dejado atrás. El 15 de Octubre de 1950 muere Misia. La encargada de vestirla para sus exequias es Coco Chanel…

En honor a ella…

Un «benefactor» es, etimológicamente, el agente encargado de hacer el bien. Es el bienhechor que se contrapone al malhechor (las dos figuras que destacábamos al principio en referencia a las personas que engrandecen y las que nos hacen menguar). Benefactora y musa son los apelativos que mejor encajan con esta extraordinaria mujer, que cautivó y supo engrandecer no solo a las personas con las que trató, sino a todo el colectivo. Las fabulosas vanguardias artísticas de entre guerras tendrían muchísimo menos sentido si ella, como aquellas de los cielos que venían a susurrarnos las frases, no hubiera existido. Hoy, no todo el mundo la recuerda, pero algunos lo siguen haciendo, por ejemplo, nosotros, pero también, por citar a alguien más, la extraordinaria fadista Mísia, que adoptó su apodo en honor a ella. En honor a esa ejemplar mujer, pianista y amante que fue Misia Sert.

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