Relatos eróticos

Te regalaré un puñado de hormigas – Relato erótico

Si te decimos que la primavera es sinónimo de floración, que a las flores trepan las hormigas, y que el orgasmo suele venir precedido y deja a su paso un hormigueo muy particular, creerás que ya te hemos contado de qué va este relato erótico. Sin embargo, probablemente te equivocarías (es Valérie Tasso quien lo firma).

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Te regalaré un puñado de hormigas

La glicinia es un arbusto trepador de tronco leñoso y crecimiento vigoroso. Su floración es enormemente exuberante, de pequeñas flores en racimo normalmente violetas o azules, aunque también pueden ser blancas, desprenden una fragancia suave y seductora que recuerda al de la uva madura. En el pequeño balcón de la habitación donde dormíamos había una que se enredaba a los varales y se elevaba por encima de nuestras cabezas. Abrir por la mañana en primavera el portalón de madera y enfrentarse a aquel muro de flores y fragancias que inundaba la habitación y amenazaba con engullirnos es una de las más bellas situaciones que puede reportar el estar vivo.

Habíamos hecho el amor hasta que casi nos atrapó el alba. A él le despertó un pequeño haz de luz que se filtraba por entre las lamas del estor veneciano. Se levantó intentando no hacer ruido, con su torso desnudo y el pantalón del pijama ligeramente descolgado, por debajo de la línea de su cintura pero sin que sus glúteos se encontraran del todo expuestos. Le observé en silencio por entre la penumbra y la línea de luz de la habitación.

–Abre ya el ventanal, amor –le sugerí, deseosa ya de que el caudal de aquella planta penetrara en la habitación y dibujara la silueta de la cama, con su dosel tallado y envuelto de suave tul blanco.

Cuando lo abrió suavemente, entorné un poco los ojos evitando la súbita irrupción de luz cálida y acogedora, que se colaba como un estilete por entre las flores malvas. Me coloqué con suavidad de costado para apreciar mejor ese espectáculo de la vida. En silencio, pude observar que él, mi amor, se inclinaba sobre uno de aquellos racimos de flores y lo miraba detenidamente. Después, como en un extraño ritual, introducía su mano en otro racimo y, al sacarlo, la observaba con una enorme curiosidad, casi infantil. Luego, con sumo cuidado, volvía a realizar la misma operación de introducir su mano y su antebrazo entre las flores, para volver a extraerlos y observar con enorme atención, como si estuviera evaluando cada mínimo detalle de lo que sucedía en su mano y su antebrazo. Una sonrisa emergió en mi rostro. Amaba aquella curiosidad, su capacidad de asombro y lo que podía hacer con ambas. Lo observé: era un contorno oscurecido envuelto de luz, y no me atreví a interrumpirle con un inoportuno «¿Qué estás haciendo?»,  pese a que no tuviera la más mínima idea de lo que estaba sucediendo. De repente, se giró hacia mí con cuidado, manteniendo semirrígido su brazo derecho y sosteniendo en su mano, con suma delicadeza, un pequeño ramillete de flores. Con su voz grave y tierna me indicó:

–Te he traído un regalo.

Pensé en las flores que sostenía… pero su regalo iba a ser mucho más sorprendente.

Con su mano izquierda me destapó dejando mi cuerpo desnudo frente a él.

–Gracias por esas flores tan bonitas, amor –le dije con la emoción de una niña a la que por primera vez le regalan algo.

–El regalo no son las flores, cariño…

Y al decir esto, acercó su brazo derecho a mi vientre, apoyó con suavidad el racimo de flores sobre mi ombligo y, súbitamente, un numeroso grupo de hormigas empezaron a descender de su brazo para dirigirse procelosas, raudas, amorosas, hacia la flor, hacia mi vientre.

–Te he traído de regalo un puñado de hormigas.

Me sobrecogí sin apenas poder moverme cuando vi y noté las pequeñas hormigas distribuyéndose sobre mi cuerpo. Pude notar sus minúsculas extremidades desfilando marcialmente, deseantes, sobre la geografía de mi piel. Imaginé los besos de sus mandíbulas acariciándome, el roce de sus pequeñas antenas inspeccionando el extraño territorio de mi sensibilidad. Él movió las flores un poco más hacia arriba mientras yo permanecía inmóvil, extraordinariamente excitada y sorprendida. En cuanto las flores se movieron, las hormigas se reagruparon y las siguieron. Su amor por esas flores malvas era casi tan grande como el mío hacia él. Sentí sus dedos acariciarme con suavidad la vulva, que comenzó a licuarse por ese experto estímulo y el advenimiento de las flores sobre mi pecho. Cerré los ojos, y de mi garganta emergió un gruñido involuntario de placer. Seguí notando el avezado dedo que jugueteaba con mis labios, mi clítoris, la entrada de mi vagina y la marcha de las hormigas, curiosas y tiernas, hacia mi pezón, inhiesto ya entre las flores. Mi orgasmo debió ser un amoroso temblor de tierra para las visitantes, casi tan gratificante como pudo ser para mis pequeñas huéspedes  alcanzar todas juntas su guía y su deseo de florecillas violáceas.

Al volver a entornar los ojos, pude ver cómo él levantaba el racimo de mi pecho con todas sus amorosas cómplices en él y lo volvía a depositar con cuidado sobre el muro de la glicinia. Desde entonces, y en los días más fríos del invierno, solo añoro que la primavera vuelva a hacer estallar en flores ese arbusto y que regresen para trepar en él, rondarle y escribirle poemas de amor las hormigas… Y que nos escriban las mismas sentidas cartas con la caligrafía de sus pasos menudos sobre mi piel.

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