Relatos lésbicos

La bañera de la 603 (I) – Relato lésbico

Una rubia inglesa con dinero, una habitación en un hotel de lujo en Barcelona y un servicio de zapatería a domicilio. Estos son los ingredientes del relato de Thais Duthie que vas a disfrutar.

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La bañera de la 603 (I)

Hot and Cold, uno de los grandes éxitos de Katy Perry, me acompañaba Paseo de Gracia abajo. La música que desprendían los auriculares inalámbricos ponía banda sonora a aquella mañana atípica de trabajo. En ocasiones, las clientas pedían un asesoramiento privado para probarse el calzado o las prendas. Era un servicio exclusivo a domicilio solo para aquellas que pudieran pagar un generoso suplemento además de la compra.

Leí una vez más el nombre casi indescifrable de la mujer con la que había quedado en uno de los hoteles más lujosos de Barcelona. Lo llevaba apuntado en la mano. Tamsin Newport me esperaba en la habitación 603, una Suite Junior que rondaba los novecientos euros la noche. A esas alturas no me sorprendía el poder adquisitivo de las personas con las que me relacionaba a diario, e ignoré el lujo de la recepción del hotel mientras me acercaba al mostrador y me quitaba los auriculares.

–La señorita Newport la espera en la suite. Puede usar el ascensor que encontrará justo ahí –El recepcionista, un joven con una camisa blanca impoluta, señaló las puertas metálicas. –Es la sexta planta.

Una pieza de música clásica sonaba en el ascensor, a pesar de que la espera fue muy breve. A medida que subía comenzaba a ponerme nerviosa, y no sabía bien por qué. Algo me decía que aquella asesoría a domicilio no sería como las demás. Lo confirmé cuando llegué a la puerta 603. Estaba entreabierta y golpeé la madera con los nudillos.

–¿Tamsin Newport? Buenos días. Soy Adela, de la sección de zapatería de la galería.

Come in, please.

Su voz sonaba firme pero dulce. Su inglés británico era impecable, me llevó unos segundos reaccionar y le hablé en su idioma a partir de ese momento. Entré en la estancia y cerré la puerta tras de mí. Había una pequeña zona de estar con sofás, una mesa de centro. Las paredes eran grises, desde los ventanales se veían los edificios más emblemáticos del paseo. Junto a los cojines de colores saturados, aquel lugar me dio una sensación de calidez que no esperaba de un hotel como aquel. Mis ojos siguieron el recorrido de la habitación y dieron con la cama. Entre las sábanas blancas arrugadas había una bandeja repleta de dulces. Entonces, una figura emergió de lo que parecía ser el cuarto de baño.

La señorita Newport llevaba un batín con un estampado de flores que me recordó a algunos de los tapices que había visto solo en museos. Lo llevaba anudado en la cintura con un lazo ancho y sus piernas desnudas la guiaban hacia donde yo me encontraba. Una punzada me recorrió por dentro, y me mordí el labio ante el atrevimiento de mi cuerpo. A pesar de la distancia que caracterizaba a los británicos, una sonrisa amable teñía el rostro de la mujer.

–Adela, ¿verdad? –Tomó asiento en un sillón de color mostaza. Obligué a mis ojos a mirar a otro lado que no fuera la forma en que cruzaba las piernas.

–Así es, señorita Newport. ¿Cómo se encuentra?

Tumbé la maleta con el logotipo de la galería en el suelo y la abrí. Saqué las dos cajas de zapatos antes de dejarlas sobre la mesa de centro.

–Maravillosamente bien, gracias por interesarte –Sonrió dejando caer la cabeza hacia un lado. Un mechón de su pelo rubio con el blowdry más perfecto que había visto le cubrió parte del rostro. –Por favor, llámame Tamsin.

–Te traigo las bailarinas que habías dejado reservadas en los números treinta y nueve y medio y cuarenta. Solo queda elegir cuál de las dos tallas te sienta mejor, ¿no es así?

Cuando me volteé hacia ella la sorprendí observándome con una expresión divertida.

–Eso es.

–Permíteme decir que has hecho una elección muy buena. Las Lauren metalizadas de Chloé son de piel y el tacón de un centímetro y la plantilla acolchada las convierten en una opción comodísima para el día a día.

Abrí las cajas bajo la atenta mirada de Tamsin. Notaba algo extraño flotando en el ambiente y ella tenía un je ne sais quoi que comenzaba a ponerme nerviosa en el sentido más sensual del concepto. Mi timidez selectiva afloraría tarde o temprano. Cuando tomé el zapato derecho de la treinta y nueve y medio y lo acerqué, se recolocó en el sofá. Movió su pie, me lo ofreció. Por lo general, las clientas se ponían el calzado ellas mismas y me guardé la sorpresa al tiempo que introducía la bailarina en su pie.

–¿Cómo lo sientes? Parece que es ideal. Con tu permiso voy a probar la del pie izquierdo –Antes de que respondiera ya le había puesto la otra bailarina.

–Sí, yo también lo creo –Su voz ahora sonaba divertida, como si la situación le estuviera haciendo especial gracia. –Pero probemos también la otra talla.

Le quité ambos procurando no tocar más piel de la necesaria. Aun así, mis dedos reaccionaron con un escalofrío cuando rozaron uno de sus empeines. Repetí todo el proceso con las bailarinas de la talla cuarenta y la miré desde mi posición.

–¿Qué tal ahora?

–La diferencia es sutil, pero creo que la otra talla es la mía. ¿Podemos volver a ponerlas?

Mi corazón se revolucionó al quitar los zapatos de nuevo. Me pareció ver cómo sonreía en mi visión periférica y, desconcentrada, le arañé el talón de Aquiles sin querer.

–Lo siento mucho, no sé qué…

–No ha sido nada, Adela.

Con la poca entereza que la situación me permitió, volví a ponerle las bailarinas de la treinta y nueve y medio. La mujer dejó los pies en el suelo y los observó.

–¿Te gustan?

–Sí, son tan cómodas como dices. ¿A ti te gustan?

–Los bordes festoneados son preciosos y el bronce metalizado queda muy bien con tu piel. No contrasta tanto como el modelo gris metalizado, lo cual hace que tus piernas se vean más largas –Me arrepentí de lo que acababa de decir de inmediato, pero ella rio. –No es que tengas las piernas cortas, solo es el efecto visual…

Estalló en una carcajada genuina que me costó ubicar y la miré confundida.

–Disculpa, ¿qué te hace tanta gracia?

–Tú.

–¿Yo?

–Te ves adorable fuera de tu zona de confort, y eso me encanta… –Se agachó y acarició mis labios con su pulgar. –Te vi hace un par de días en la galería y me gustaste mucho. Por eso pedí el servicio a domicilio.

Debía de tener un imán que atraía a mujeres ricas necesitadas de sexo. Si no, no lo entendía. Tal vez con otra persona me habría sentido incómoda, pero con Tamsin era diferente. A pesar de la vergüenza –y de estar en terreno desconocido como ella había dicho– me sentía atraída por aquella rubia. El tacto de su piel todavía me quemaba las yemas y su mirada parecía desnudarme con cada parpadeo.

–Señorita Newport…

–Tamsin —Ladeó la cabeza como había hecho antes e hizo un gesto para que me sentara en su regazo.

Me incorporé despacio, temía que se arrepintiera antes de que mi trasero terminara sobre sus piernas. Pero no lo hizo. Dejó una de sus manos en mis muslos, la otra acompañó mi barbilla hacia sus labios con lentitud desesperante.

Fue un beso más corto de lo que me hubiera gustado, una especie de adelanto que sus palabras me confirmaron unos segundos después:

–He llenado la bañera para nosotras.

Ya puedes leer la segunda parte aquí: La bañera de la 603 (II) – Relato lésbico

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