Relatos eróticos

Venido de las estrellas (2) – Relato erótico

No te pierdas el excitante desenlace de este relato, firmado por Andrea Acosta.

Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la primera parte aquí: Venido de las estrellas (1) – Relato erótico.

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Venido de las estrellas (2)

Uriel, que crearía constelaciones con las pecas de Jolene, retiró las fauces del pecho y, admirando el pezón, lo sopló y la hizo gemir. Se ubicó entre los redondeados muslos y su verga lloró en la uretra. Zafio, tentó con el glande la hendidura de ella, recreándose también en los labios vaginales, repartiendo el fluido deseo del uno y el otro. Raptó la diestra de Jolene y le besó el reverso de los dedos, entrelazándolos con los suyos, y arrastró ambas manos en el almohadón, sobrenadándole la melena.

—No me tengas así, por favor —jadeó Jolene, tan dispuesta que la espera le resultaba dolorosa. Apretó la palma contra la de Uriel encima de la almohada y elevó la zurda de la cama para derrapar de la lumbar de este a la curva de su maciza nalga—. Te necesito… —imploró, apuntalándose en las plantas de los pies. Por cierto, el techo era una cúpula acristalada cuyo otro lado era engullido por una negrura insondable en la que, de manera intrépida, se encendía con la heroica muerte de una nueva estrella fugaz.

Uriel se agarró a ella por la arista de la cintura, le estrechó la mano y su erección dio un leve respingo abriéndose paso en el mojado y palpitante coño. Profundizó en las entretelas de Jolene, milímetro a milímetro, con lentitud, regocijándose en su íntimo abrazo. Respiró sobre sus labios y acometió, soterrándose en ella, acallándole el gritito.

La grandeza del cuerpo de Uriel estaba eclipsando al suyo, mas la sombra no le daba frío. Jolene jadeó, conminándose a no parpadear, mirando con fijeza sus astrales ojos conforme la dureza de él entraba en su interior.

—Aquí, dentro de mí —titubeó en un hilo de voz; uno que, ayudado por la aguja, le permitiría coser su corazón al de Uriel. Se revolvió ante la sujeción y, entonces, este arremetió y ella, enmudecida por su hambrienta boca, desdeñó la hazaña acontecida el pasado 21 de julio de 1969, cuando Louis Armstrong colocó su pie izquierdo en la superficie lunar.

Sus cuerdas vocales no habían entonado palabra, aunque vibraron con las notas del enronquecido gemido que le surgió de la caja torácica nada más arribar al epicentro de ella, timbrándole el cérvix. Uriel aguardó, quieto, mientras el coño de Jolene lo estrujaba con glotonería. Separó la comunión de los labios y se percató de que incluso las pecas de esta se habían enrojecido, conjuntando con el rubor de los pómulos, lamido por una finísima capa de sudoración.

—Fóllame —gimoteó Jolene, aturdida. Su pelo desperdigado en el almohadón se trenzaría con el aliento de Uriel con tal de retenerlo dentro de sí, llenándole el coño. Constriñó su mano en la de él, acompañando con la hermana la carga de las compactas pompas, escuchando el descarado clap-clap de las carnosas y gruesas pelotas. En un símil a los siete anillos de Saturno, giraron gotitas de transpiración alrededor de su ombligo—. Dios… —exhaló, entrecerrando los párpados y jurando que la verga de este se engruesaba con cada embate, atolondrándole las incontables terminaciones nerviosas y acuciando al orgasmo.

La musicalidad impúdica que no sería reproducida por ningún tocadiscos sonaba bulliciosa, viajando en ondas de radio.

Uriel aupó a Jolene sin esfuerzo y aún morando en su tragón interior, la sentó sobre sí, masajeándole la nuca. Henchido en el angosto coño, impelió incitándola a moverse y, cuando ella convino, iniciando la suave monta, él zozobró las manos en la alborotada cabellera; larga, a semejanza de la cola de un cometa.

Jolene anheló no despertar y permanecer en esa ensoñación, en la irrealidad sideral en la que Uriel existía y que la hacía sentir más viva que nunca. Gimió con el cambio de postura, se adaptó a la cabalgadura y se afianzó con las manos en los hombros de él, corroborando al encaramarse que la polla de este se había engrosado y la llenaba, tirando deliciosamente de sus tejidos. Por el perineo le escurría el flujo combinado con el presemen, jactándose de la vía láctea.

—Me voy a correr —lloriqueó, pudiendo transformar asteroides en diamantes con lo afilado de sus pezones. El clímax gorgoteó amenazador en su sexo, le hirvió en el espinazo y le batió los sesos, obligándola a aumentar el ritmo.

Little Sunshine[1], la apodaría Uriel, y no solo por su pelo, sino por la calidez que desprendía Jolene, fundiéndole las partículas. Le besó el trémulo mentón y descendió con las manos por los femeninos brazos, bifurcó para acariciarle los pechos, la marejada en el vientre, y partió a las masticables nalgas, sopesando lo rechoncho de los cachetes. Confabuló con el orgasmo de ella incrementándolo, prologándolo al bombear, alocándole la matriz.

—¡Uriel! —voceó Jolene, extasiada; en sus ojos la esclerótica fue anulada por el dilatado iris y de su coño chaparreó el clímax, exigiendo el de Uriel, que no se demoró. La semilla de este la hizo florecer, trocándola en primavera.

La frente de Uriel se convirtió en respaldo para la de ella y los alientos de ambos al converger concibieron una celeste nebulosa…

Jolene gimoteó, exhausta, sintiendo cómo Uriel todavía latía fiero en su coño, descargando hasta la última gota de esencia; no obstante, el ya conocido hormigueo en extremidades que le daban la sensación de flotación la invadió. Abrió los ojos, ya que en algún momento los había cerrado, y lo miró, manteniendo la unión de sus frentes y, por supuesto, la de sus sexos.

—Volveré a por ti —habló Uriel; su voz era reverberante, igual que el eco de un trueno—. Volveré a por ti —juró.

El pestillo de la puerta aguantó los primeros empujes, sin embargo, las bisagras acabaron saltando tras la patada que hizo crujir la madera, astillarse y abrirse. Un haz de luz devoró la oscuridad del pasillo, cegando a padre e hijo en el umbral del dormitorio, seguido de un doloroso pitido que se valió sus gritos.

—¡Jolene! —llamó Rowdy, luchando porque sus ojos se acostumbraran y así ser capaz de ver a su hija. Él tenía la corazonada de que el enorme disco sobre la casa, que arrojaba el haz de luz en el tejado, estaba ahí por Jolene y solo por Jolene. En la feria tuvo la misma percepción que cuando la madre de esta falleció, así que convenció a Brad para marchar a casa y, nada más la furgoneta empezó a transitar el caminito de tierra, atestiguaron lo imposible—. ¡Jolene! —la llamó de nuevo con el miedo mordiéndole las entrañas, y forzó la vista sin distinguir a duras penas el largo de su escopeta. Avanzó y el cañón del arma fue golpeado por pedazos de goznes y astillas, todo ello en suspensión, prescindiendo de la gravedad.

Brad, que después de patear la puerta se había taponado los oídos apoyándose en la pared adyacente del pasillo, replegó las manos al ver cómo la sangre proveniente de sus tímpanos le tiznaba de rojez las palmas. Izó la cabeza percibiendo la sombra de su padre y …

Jolene levitaba en línea descendente hacia el lecho, nuda, despeinada y bañada por el chorro de resplandor proyectado desde el techo; si bien este parecía haber sido agujereado dando cabida a la luz nacida de una compuerta y, en cuyo metálico alrededor, cabriolaban un sinfín de incandescencias verdosas y rojizas. Perlas de sudor planeaban en torno a ella al abandonarle la piel y otras, lechosas, rezumaron de su sexo y se añadieron a las salobres.

Rowdy presionó el gatillo apuntando a lo que fuera aquella cosa, los cartuchos surcaron la estancia a cámara lenta, las chipas de la detonación crepitaron, así como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio y las cortinas de la ventana estaban tiesas, congeladas en línea vertical.

Jolene prosiguió bajando hasta descansar en el colchón y, a continuación, la compuerta de la nave se cerró silenciosa, la luz desapareció, los pedazos de puerta sucumbieron a la gravedad y los proyectiles impactaron perforando el techo, uno que jamás se había abierto.

—Hija… —farfulló Rowdy; soltó la escopeta y se precipitó a la cama junto a Brad. Tomó a la chica y le recostó la cabeza en su antebrazo—. Jolene… —insistió dándole unos toques en las mejillas.

Ella, arrebolada, con los labios inflamados, los pezones erizados y con los remanentes de su cósmico encuentro mancillándole hasta los mulos, abrió los ojos que fulguraron en un impropio azul.

—Lo hará —dijo Jolene en relación con el juramento proferido por parte de aquel venido de las estrellas.

[1] (IN) Pequeño rayo de sol.

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