Relatos eróticos

Venido de las estrellas (1) – Relato erótico

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Venido de las estrellas (1)

26 de julio de 1969, a las afueras de Marble Falls, Texas

El cri-cri de los grillos junto al susurro de las flores violáceas, que se mecían entre la hierba crecida en torno de la solitaria casita, componían una serena sinfonía interrumpida por el rechinar de la vieja madera de la edificación. La luna, grávida y argentada, se acunaba en un cielo repleto de titilantes estrellas, las cuales competían con ella en cuanto a luminiscencia. Sin embargo, solo una lograba irradiar lo suficiente a través de la ventana abierta del ocupado dormitorio, resaltando el encaje de las danzarinas cortinas y las vetas del desgastado suelo…

Jolene apretó los párpados y la finura de sus taheñas cejas se crispó; pellizcó los extremos de la liviana sábana a la altura de sus senos, velándole la desnudez. «Duérmete, duérmete, duérmete», se instó, inspirando inquieta. El sueño era el único lugar en el que lo encontraba; era delirante, no obstante, no le importaba. También cabía la posibilidad de que él fuera de naturaleza celestial, de ahí que lo hubiese bautizado como Uriel[1], o, la contraria, maligna como le había cuchicheado la señora Griffin, santiguándose con la mano libre de cesto cuando se hallaban las dos en la recolecta de fresas. Fuese lo que fuese, Jolene clamaba por él, lo punzante de sus pezones la delataba, al igual que el incipiente deseo que le humedecía el sexo.

La luz se intensificó, acallando de pronto al ganado que permanecía inquieto en los establos.

«Duérmete, duérmete, duérmete», reiteró Jolene mientras todo estaba cambiando y, en realidad, llevaba haciéndolo desde el primigenio crepúsculo. Uriel, mudo, aparecía en sus sueños, enjuagándole las lágrimas, aliviando con sus caricias el dolor que se cebaba con su malherida alma, se materializaba en las juntas de su cuerpo y se tornaba en placer; un placer sublime, uno en el que le daba la impresión de flotar. Ni siquiera el bueno de Johnny le había proporcionado, entre briznas de heno o en los asientos de la vieja camioneta, semejante gozo prematrimonial. A propósito de Johnny, este estaba muerto, amén de tantos otros caídos en Vietnam, y ella, sola con su recuerdo y la frialdad del anillo de compromiso. Por eso, en la quincena del mes, se zafó de la alianza y, hastiada y con los ojos anegados de lágrimas, izó la cabeza hacia el firmamento y con las estrellas bailándole en los espejos de los cristalinos, sollozó suplicando consuelo. Estaba en la media de los veinte, conviviendo con un padre y un hermano que, como el resto del pueblo, le auguraban una vida de pobre solterona. Por descontado, ni una sola de las luminarias contestó; en cambio, Uriel sí acudió a ella. «Duérme…», no terminó de decirse, asaltada por la inducida somnolencia que la relajaba, aunque preservaba la excitación.

Una helada blancura que cegaría a cualquiera irrumpió. Las cortinas quedaron tiesas en el aire y un silbido metálico cantó. Una pareja de pies descalzos se posó en el suelo de madera y avanzó hacia la cama…

—Uriel —murmulló Jolene, despertando en la ensoñación; le costó habituar la mirada debido a la potencia lumínica. Parpadeó y comenzó a visualizar la recortada figura de él, desnudo, luciendo músculos perfilados, que no inflados, piel lampiña salvo por la mata de rizos brunos en su cabeza y sobre los ojos añiles, destellando eléctricos. Ella se incorporó en el lecho, sujetando la sábana, pero sus pezones la aguijonearon, excitados, y no era para menos, pues de ser verdad que Uriel hacía honor a su nombre y era un ángel, Jolene dedujo que la espada flamígera de las Escrituras iba más allá de referirse al arma per se. La verga inhiesta, revenada y entronada sobre los abotargados testículos, osciló desafiante, prendiéndole el coño.

Uriel se inclinó y asió la sábana para arrebatársela; le gustaba la timidez, el sonrojo en las mejillas de Jolene, pese a que él conocía cada tramo, cada pliegue de su cremosa y pecosa piel. Una sonrisa le cosquilleó en las comisuras de los labios, revelando el nácar de los dientes, y lanzó la sábana al suelo, descobijando a la fémina. Los pechos de esta eran enjutos y empitonados, poseía caderas anchas, ideales para a soportar sus embates, y sus muslos estaban torneados. El vello sembrado en el pubis de esta era de tono parejo a sus cabellos. La olió, discerniendo notas de césped recién cortado, miel y deseo; Uriel se inclinó más, le tomó un pie y le besó el empeine.

—¿Llevas rato esperándome? —preguntó Jolene, a sabiendas de que él no le respondería. Un quedo gritito le brotó de la boca cuando él la descubrió. No se hacía de menos, pero ella no era una belleza sureña o una de esas despampanantes actrices que animaban a las tropas; Jolene era resultona y él, Uriel, no era de este mundo. De hecho, la primera ocasión en la que se le apareció, por unos breves minutos le tuvo miedo, como si la vocecilla de la supervivencia vociferara en su cerebro que él no era un ser «natural»—. Lo siento, no conseguía conciliar el sueño… —musitó en un ronroneo con el beso en el empeine prosiguiendo a su espinilla, transmitiéndole un calor que le traspasaba la chicha y se le metía en la enjundia de los huesos.

En efecto, no le respondió. Uriel le besó la pierna hasta la rodilla, se subió al colchón para reverenciarle el muslo y lamió la línea entre este y el pubis. Se desvió para frotar la nariz en la vellosidad pelirroja del monte de Venus, colmándose las fosas nasales del primitivo aroma a mujer receptiva, y le besó el vientre y lengüeteó los aledaños al hundimiento del ombligo. Le acarició los flancos, tocando música en el costillar, y amparó su boca en uno de los pechos.

—Me harás gritar… —jadeó Jolene, recordando que no había motivo por el que contenerse: su padre y su hermano estaban fuera de casa, en la feria de ganado de Fort Worth, y esto era un «sueño». Arrugó la sábana bajo sus manos, dando tironcitos a la par que la voracidad de Uriel le sorbía con tortuosa delicia el pezón y la areola. La polla de este se hizo un nido en su pubis, acurrucándose en la templanza de la carne, empero no tardó mucho en querer echar a volar recorriéndole las húmedas dobleces. Jolene agitó las caderas, provocándolo, presta a tenerlo dentro de una estocada. Alzó una mano para tocar la cara de él: su piel era cálida, muy cálida, y chisporroteaba de una inusual y agradable forma.

Ya puedes leer el desenlace aquí: Venido de las estrellas (2) – Relato erótico

[1] El nombre de Uriel significa «fuego-luz de Dios». Dícese, según la tradición del judaísmo rabínico, a la par que en la católica, anglicana, ortodoxa y copta, ser un arcángel u ángel y uno de los príncipes regentes de los Serafines y Querubines. Uriel hace alusión al ángel de la luz, luz de las estrellas.

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