La noticia saltó hace unos cinco años o quizá antes. Cuentos como La Cenicienta o Blancanieves debían de ser cancelados o, en su caso, adaptados a las normas de conducta que en esta era de luz neovictoriana pretenden regir la relación entre los sexos. Lo que argüía la editorial, creo que la piadosa idea provenía de una editorial, eran argumentos irrefutables. Además del consabido beso no consentido que el principito propina en toos los morros a la narcotizada dama, para ver si espabila ya de una vez del soporífero letargo, había otras razones más.
A saber: que eran cuentos clasistas (si no tienes pasta o títulos nobiliarios, no te comes un colín); que era un alegato insoportable y, lo que es peor, heteropatriarcal del amor romántico, que consolidaba unos estereotipos de género como el de la mujer que debe ser liberada, acomodada, realizada con la llegada disruptiva del macho alfa; que para triunfar hace falta tener los ojos azules y ser blanquito, con el siguiente desprecio por la diversidad racial (mi apreciado Manu Sánchez solía repetir que «si las monarquías tienen hijos rubios, es solo pa despistar»); que si siempre las buenas son jóvenes y las malas son viejas (edadismo al canto)… y mil cuestiones más. Vamos, que estos cuentecitos vienen pergeñados desde y por el mal, escritos por un Mefistófeles en modo on, cargados de maldad y perversión, como lo hacía el Hamlet de Shakespeare para un cura de parroquia pueblerina en la España de los cincuenta.
La paradoja surge cuando, al mismo tiempo que se quiere cancelar La Cenicienta, se aplaude con las orejas bodrios pseudo sadomasoquistas, que siguen exactamente el mismo esquema narrativo. Una estructura que no varía un ápice porque la protagonista femenina, en lugar de recoger el hollín de la chimenea, sea una ejecutiva empoderada, una eficiente secretaria o que sea el macho disruptivo lo uno o lo anterior. La estructura (y con ella los pecados) es la misma. «Mujer más aburrida que una ostra en una bañera busca macho poderoso que la despierte y la saque del tedio tras producirle un flash semejante al de haber confundido las gominolas con una caja de anfetaminas», que sean los dos bellos jóvenes, hermosos (y blancos y de sexos distintos), que si al despertar no le acompaña todo un paisaje de lujo y confort, no es despertar sino vicio (darle a la parienta en las lorzas con la palita matamoscas no es novelesco), etc. etc.
Estructura, por cierto, que tampoco variaría, lo digo para no dar ideas, si los protagonistas del relato son afroamericanos o gays o tienen alguna diversidad funcional: seguiría siendo, por más vítores morales que recaude, La Cenicienta. Del mismo modo que lo sigue siendo si la erótica principal no es la heteronormativa, sino el BDSM o similar. Lo mismo. La misma historia que, por repetitiva, acaba siendo una saga más torturante que tortuosa. Un bodrio (término, al parecer, procedente del lunfardo, que tiene su origen en el germánico brod: «caldo»). La sopa de un cocido en el que se cambia el hueso por el pepino o la pringá por el tofu, pero sigue siendo sopa.
Babygirl
Sinopsis
Babygirl, la película de 2024 dirigida por la holandesa Halina Reijn, tiene lo mismo con un algo más. Es un caldo, pero al menos le han puesto algo de sal. La directora, que es también actriz, conoce su oficio y sabe mantener, en la medida de lo que le permite lo ya mil veces contado, el ritmo para regalar una realización interesante. La historia, por si alguien a estas alturas no se la imagina, es la que sigue. Una joven y bella mujer, solícita ama de casa que finge orgasmos mientras copula con su marido, pelín sobón y director teatral (véase la metáfora del erotismo como teatro), cuando en realidad lo que le pone es ver porno BDSM. Madre comprensiva de dos hijas, una de ellas lesbiana y la otra, bueno, la otra parece que no. Una mujer que, además, ocupa un puesto ejecutivo de máximo nivel en un mundo de hombres machirulos y sosos. Pues bien, he ahí que esta mujer completa queda arrebatada por un chaval que ha sido contratado por su empresa, tras salvarla presuntamente del ataque feroz de un perro (véase de nuevo la metáfora). Un becario guapo y más joven que ella (o no) que la sumerge en los intricados nudos de la fantasía hecha deseo, en los avatares polimórficos de la sexualidad y en las angostas callejuelas de la sumisión…and so on and so on.
En medio, dudas en los juegos de dominación («sexo extremo», dice la sinopsis de la película), líos con la glamurosa empresa y familia (que parecen ser, en la escala de valores, semejantes), algún bailecito como ochentero y alguno otro con un frenesí rave a lo Sorrentino, celos, posesiones, confesiones, redenciones y lo irreconciliable (y trágico) del querer nadar y guardar la ropa. Alguien podrá decir que de lo que se trata, lo que la directora expone, es del despliegue de la sexualidad de dos seres humanos que, como infantes balbuceantes, exploran sin saber qué les deparará el territorio, sin más finalidad que el despliegue mismo. Bien, me vale como perspectiva. Especialmente en la valoración de dos críos que, por haber encontrado un juguete nuevo, no tienen reparos en abandonar los demás y hasta sacarse con él, en la exploración, un ojo. Algo humano, aunque eso sí, de humanos inmaduros. Hemos llegado a la mitad del metraje. Empieza entonces el sabor del aderezo. Un sobrevuelo en el thriller, un planear por el ¿qué pasará?, ¿será amor, será chantaje, será sexo?
Tráiler
El reparto
Los actores defienden la historia. Harris Dickinson, en el papel de jovencito amante, es convincente y sensual, Antonio Banderas, el marido al que sumergen en el desagüe del fregadero, da consistencia al personaje, quizá secundario, pero no por ello infrecuente, incapaz de entender lo que le ha venido encima ni por dónde (una de esas mariposas que se estampan contra el faro del automóvil creyendo seguir la luz de la luna) y Nicole Kidman tira de profesionalidad. Pero, una observación. Ya me perdonarán los ortodoxos. Me pasa desde hace tiempo (demasiado tiempo) que tras una actriz que me resultaba fascinante, Nicole Kidman, ya no veo personaje alguno: solo veo a Nicole Kidman. A Kidman y a su cohorte de especialistas en eso de los tratamientos y recortes estéticos. Y me pasa que, aunque a Kidman es difícil ponerle una edad, como pasa por ejemplo con una lechuza, siempre me parece que no encaja temporalmente en los papeles que acepta, que de alguna manera acepta papeles que, como los susodichos, solo buscan rejuvenecerla a costa de perder el principio motriz de una actuación: la credibilidad. No consigo, y esto será culpa mía por falta de ingenuidad o inocencia, verla encarnar nada, no consigo, como cuando uno ve una representación de guiñoles, abstraerme del trapo para ver a Pepito Grillo.
Conclusión
Babygirl es un caldo ligero, aunque casi casero, que sabe salirse de la marca blanca pese a conservar cierto regusto a Avecrem. Un caldo sobre el paso de la fantasía al deseo cuando se desconoce la propiedad de uno mismo y no se tiene la libertad (aunque se crea) que otorga la responsabilidad. De aquellas criaturas que han perdido el sentido del límite y con ello su escala axiológica. De los que aspiran más a desbridarse que a conocer lo que realmente les constituye. Un desajuste muy contemporáneo. Algo muy de nuestro tiempo. El de, por ejemplo, estas cenicientas modernas que empiezan amontonando polvos y acaban recogiendo cenizas.
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