Frases de sexo

Citas célebres para entender mejor el sexo: Woody Allen

«El sexo solo es sucio cuando se hace bien».

Woody Allen.

Brooklyn, Nueva York, 1952. Un joven de diecisiete años, delgaducho y nervioso, aficionado al béisbol, a los trucos de magia y al jazz, entra en las oficinas del registro y cambia su nombre, Allan Stewart Konigsberg, por el de Heywood Allen. La no siempre sosegada relación con sus padres, una contable temperamental con marcadas inclinaciones autoritarias y un camarero que se dedica al grabado en sus ratos de ocio, pueden ser la causa. Al poco, Heywood cree que su nombre de pila no es lo suficientemente sonoro y adopta el de su admirado músico de jazz, Woody Herman. Woody Allen empieza a ser Woody Allen. A partir de ahí, irrumpe como guionista, como escritor de comedias, tiene éxito como monologuista, con sus propuestas de dramaturgo y tendrá una fructífera y casi siempre aclamada producción cinematográfica. De Woody Allen tenemos una ingente información relativa a su talento, a sus intereses y a su biografía pero dos de las cosas que sabemos son incuestionables; que es un finísimo analista de la condición humana y que no sabemos gran cosa de quién es, de verdad, Woody Allen. De lo segundo, podríamos recordar aquella declaración de Hegel poco antes de morir: «Nadie me ha entendido, salvo quizá Marie, y no fue a mí a quién entendió»; de lo primero, debemos recordar que nadie se embarra en eso de intentar conocer lo que somos, sin sumergirse a fondo en lo que somos en cuanto seres sexuados.

Análisis de la cita

La sentencia de Allen es brillante. No solo porque tiene mucha gracia o porque en ella misma contiene el ingenio de cuestionar esa antigua dualidad que tenemos todos, imbuida entre las equivalencias bello/bien y feo/mal, sino porque es certera como si la hubieran disparado desde un fusil con mirilla telescópica de máxima precisión. Lo primero que habría que destacar es que el «sexo» es la condición y la manifestación humana más sometida a control moral de todas las que nos conforman. Se ha intentado, desde antiguo y no solo por los grandes sistemas teológicos, asociarlas a una especie de animalidad que debía ser sometida a la más estrecha vigilancia, al más férreo control, al más bochornoso de los sometimientos. Para ello, se ha utilizado a destajo con el «sexo» la herramienta más funcional que tenemos los humanos en eso de coaccionarnos, a veces hasta para bien, en nuestras relaciones: la moral.

Dictada desde el mismísimo Dios o desde las instituciones humanas, nuestra sexuada condición humana ha sido siempre catalogada como algo pecaminoso, patológico, problemático… sucio. Y se la ha ensuciado interponiéndole infinidad de condicionantes morales; «Eso no se hace», «Eso no se toca», «Si haces eso es solamente para tener hijos», «Eso solo lo puedes hacer con la persona que amas», «Si lo haces con frecuencia, van a decir que eres una golfa», etcétera, etcétera (incluido en estos tiempos de gozo imperativo el «Si no lo haces tres veces al día es que algo en ti no anda bien»). Esa saturación de mandatos morales y de juicios sobre su «limpieza» ha impedido que el sexo se vea como lo que realmente es de partida: un valor. Un rotundo valor que, como territorio de apertura a los demás, amplía nuestras posibilidades de conocernos, comprendernos y respetarnos. También se ha impedido que se vea como un valor estrictamente humano, pues nunca somos tan humanos como cuando actuamos sin despreciar a nuestra irrenunciable condición sexuada. Así que, un «Vamos a hacerlo bien; vamos a hacerlo sucio» no es solo reírse de los que solo ven en el sexo algo intrínsecamente sucio, sino una reclamación a manifestarnos sin estúpidas e innecesarias restricciones que solo entorpecen la respuesta sexual humana y reducen el sexo a una serie de procedimientos, metodologías y finalidades que acaban convirtiéndolo en lo que no es.

Lo segundo que habría que destacar es que el deseo y el imaginario erótico, que sustentan el ejercicio de nuestra condición sexuada, adoran la transgresión, se nutren como los champiñones del sustrato reprimido, de lo cenagoso, de una cierta escatología que, a simple vista, no siempre nos apetecería ver. Nada le estimula más al deseo en su afán colonizador que lo desconocido por reprimido. Por eso el sexo, y eso los represores no lo acaban de entender, necesita de lo sagrado, de lo incomprensible, del misterio, de la puerta cerrada, del enchufe que si lo tocas te puede dar corriente. Con la transgresión del interdicto que le gusta afrontar, y esto hay que comprenderlo porque en ello radica su valor, no pretende ni infringir ni anular la prohibición (salvo chalados, psicópatas o tontos del haba), sino tan solo jugar con ella. Pondré un ejemplo: que durante una interacción sexual entre adultos que se están apreciando y saben a lo que juegan, uno de los amantes suelte un oportuno improperio a su pareja, no implica ni que insulte de verdad a su «partner» ni que con su manifestación diga que crea conveniente anular la recomendación de no insultar a la gente. El deseo, que antecede y posibilita la excitación, es el gran comediante que actúa en esa sorprendente representación que supone el hecho de interactuar sexualmente con otras personas; de esa fantasía donde las nalgas de un o una amante no son vistas en la realidad que las percibe un proctólogo; ni una mirada es lo que analiza un oftalmólogo, sino que son entendidas de otra forma, con otro sentido, con una apetencia distinta. Donde la rana puede devenir un príncipe y la calabaza un carruaje… donde lo catalogado de feo y sucio puede tener, por esos extraños mecanismos simbólicos tan humanos, el brillo y el lustre de la lámpara de Aladino.

Conclusión

Para pescar ranas, dice el refrán, hay que mojarse el culo. Para el sexo, hay que implicarse, hay que entregarse, hay que dejarse de aprensiones, hay que perder el mundo (el resto del mundo) de vista, dejarse arrebatar, rebelarse contra la mojigatería y hay que embarrarse. Al menos durante un momento, al menos si se quiere hacer bien. El exceso de limpieza, lo excesivamente aséptico, aceptado, normalizado, transparente y regularizado tienden a inhibir el deseo y la entrega, pues no hay aventura de verdad sin nada que descubrir, y una interacción sexual es LA aventura por excelencia, ni sin que uno llegue a casa con las botas sucias, pringado de lodo y deseando, también y en ocasiones, darse un baño. Esa suciedad del explorador es la que pone en valor Allen: el sudor y el olor que se desprenden del arrojo del que emprende, cuando la situación lo reclama y no daña a nadie, una noble causa y sabe hacer con ella lo conveniente. La frase, al menos la frase, te ha salido de cine, Woody.

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