Mujer en la Historia

Mujeres libres: Hedy Lamarr, la belleza que desbordó la inteligencia

Cuenta Platón en el mito de Er de la República, que cuando a Ulises le dieron a elegir lo que quería ser en su siguiente reencarnación, proclamó querer ser un hombre común, distraído, sin grandes dotes, famas ni ambición. Puesto en ese trance, Agamenón, el comandante en jefe de los aqueos en La Ilíada, fue quizá todavía más radical en su elección; ser un pájaro, un águila que surca majestuosa pero ociosa los cielos. Y es que lo de Troya, y pese a sus elevadísimas virtudes, no solo los dejó marcados en vida, sino que también lo hizo para las sucesivas. No sabemos por lo que hubiera optado Hedy Lamarr antes de sumergirse en las aguas del olvido del río Leteo para volver con otro destino a la vida, pero posiblemente su elección nos depararía sorpresas.

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Hedy Lamarr, la belleza que desbordó la inteligencia

Biografía de Hedy Lamarr y su «Ecstasy»

Nacida en el seno de una familia adinerada y con un alto nivel cultural en la Viena de 1914, su trayectoria profesional comienza cuando apenas cuenta con diecinueve años en la película Ecstasy. Es probable que muchos de ustedes no hayan oído hablar nunca de este film checoslovaco de 1933 y que, si buscan en sus títulos de crédito, ni siquiera encuentren como actriz a Hedy Lamarr. Las razones de esto son sencillas de comprender: la película de Gustav Machaty, pese a lo que supuso en su época, fue cayendo en el olvido y la actriz se llamaba Hedwig Eva Maria Kiesler, el nombre real de Hedy Lamarr, que adoptó ese seudónimo unos cinco años más tarde y por mediación de un productor de la Metro Goldwyn Mayer. Pero todo empieza ahí. Ecstasy es la primera producción de cine comercial en la que no solo se ve a una mujer mostrándose desnuda en su totalidad (la propia Hedy Lamarr), sino que, además, es la primera película en la que se muestra un orgasmo femenino. Cuando se produce su estreno en la segunda edición de la Mostra de Venecia de 1934, el papa Pio XI la condena de la manera más severa, bajo amenaza de excomulgar a quien la viera; Hitler prohíbe que se exhiba en Alemania y Mussolini, el Duce cinéfilo de pro (basta recordar sus teatrales mítines), se lleva una copia a su residencia privada y la desgasta de tanto verla… Y Hedy Lamarr, que había aparcado sus estudios de ingeniería, iniciados con tan solo dieciséis años, no solo muestra al «animal más bello del cine», sino que hace una soberana declaración de intenciones. Con Ecstasy, se multiplicaron los admiradores de esta joven de mente prodigiosa, que con cuatro años ya montaba y desmontaba automatismos sofisticados, y de belleza celestial. Uno de ellos, un potentado de la industria armamentística y tercera fortuna nacional, la desposa. Friedrich Mandl, así se llamaba el individuo, amigo personal de Hitler y de Mussolini, de familia católica, hace lo que solo un cretino mojigato haría: comprar todas las copias de la película para impedir que nadie más cometa la perversión (la misma «perversión» que a él tanto le debió complacer) de ver a su santa esposa en bolas y gozando, e intentar someter a Hedy Lamarr impidiéndole cualquier contacto con el mundo y obligarla, por ejemplo, a solo poder desnudarse en su presencia. Afortunadamente, y como suele suceder con los cretinos que se creen dueños del mundo, fracasa en ambos intentos; algunas copias perduran (de hecho, el Festival de Venecia la repone en 2019 a los ochenta y cinco años de su estreno) y a Hedy no va a haber ningún millonetis hipócrita que la sujete.

Durante los cuatro años que dura ese encierro de matrimonio, en los que Hedy ni puede actuar ni estudiar, su mente se ocupa de solo dos cosas: aprender de la tecnología militar que vende el marido y preparar su fuga. Esta última está entre lo sorprendente, lo novelesco y lo genial. Hedy contrata a una sirvienta de gran parecido físico a ella. No sabemos si es porque la seduce o porque le administra un somnífero, pero el caso es que una noche Lamarr sale de su casa como si fuera su sirvienta. De ahí, se traslada a París y luego a Londres, desde donde embarcará con destino a Hollywood, en compañía del citado productor cinematográfico.

Una genial investigadora e inventora de alta tecnología

Su filmografía allí es extensa, si bien su calidad discutible (probablemente el gran público solo la conoce por su papel de Dalila en la taquillera producción de 1949 de Cecil B. DeMille, Sansón y Dalila), su fama de mujer hermosa alcanza cotas inigualables. También son extensos sus escarceos sentimentales y sus matrimonios: seis en total, incluido el ya citado, que se complementan con personajes tan variopintos como un guionista, un actor, un músico de swing y propietario de un club de jazz, un petrolero tejano o el abogado que consiguió la separación del anterior. Y tiempo tuvo para ampliar la lista, pues a sus últimos treinta y cinco años de existencia permaneció soltera. Se le podría reprochar algo a sus habilidades como actriz o para escoger sus películas. De hecho, se cuenta que rechazó papeles en películas como Luz de gas, de  Cukor, o Casablanca, de Curtiz, que encumbraron a Ingrid Bergman. Lo que nadie puede poner en cuestión es su genialidad como investigadora e inventora de alta tecnología. Si hoy existen mecanismos de transmisión de datos como el Bluethooth o el Wifi, y por extensión cualquier Smartphone, es gracias a los desarrollos que se hicieron sobre una patente suya de 1942. Patentes que le acabaron reportando cierta gloria y reconocimiento, pero que en lo crematístico no fueron gran cosa, sobre todo si tenemos en cuenta que algunas estimaciones consideran que podrían haberle reportado unos 30.000 millones de dólares.

Su desfiguración

Y si todo empieza con una película, posiblemente todo acabe con un bisturí. Hedy Lamarr, como sucede con todos los soles que un desgraciado día se apagan, comenzó su declive en múltiples mesas de cirugía estética que acabaron deformando su rostro, pero posible y contrariamente a lo que se pudiera pensar, con la voluntad oculta no de preservar su belleza, sino de renegar de ella, de desfigurarse, de abandonar esa esclavitud de ser endiabladamente bella que hizo que se sintiera toda su existencia como solo eso, como el florero más hermoso de la creación. Aunque sus cenizas reposan en Viena, falleció a los 85 años en Florida con una mísera pensión del Sindicato de Actores cuando hacía ya más de cuarenta años que no rodaba ninguna película.

Si allá en el Hades antes de cruzar el Leteo le hubieran preguntado qué quería ser en su próxima vida, como hicieron con el astuto Ulises o con el fogoso Agamenón, Hedy quizá hubiese rogado ser un personaje de ficción, de esos que solo padecen de mentirijillas, como Blancanieves o Catwoman. Y si así fue, los dioses la escucharon; cuando hoy en día recordamos a la tradicional Blancanieves o releemos el clásico cómic de Catwoman, el rostro que se nos aparecerá será el que inspiró a ambos personajes, el de Hedy Lamarr, el suyo; el de esa inteligencia desbordante que no supo muy bien qué hacer con su desbordante belleza.

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