Mujer en la Historia

Mujeres libres: Teodora, la cenicienta de Bizancio

¿Qué méritos se le reconoce a Cenicienta para haber conseguido pasar de deshollinadora a princesa del reino? Bondad, sí, bueno, está bien, aunque suele ser una virtud (tal y como está configurado un mundo que premia más a los psicópatas narcisistas) no especialmente indicada para trepar en el escalafón social. ¿Belleza? Sí, bueno, está bien, pero la belleza, además de ser algo más que discutible como elemento de valoración de un sujeto, es algo (al menos, en tiempos de Cenicienta en los que no existía una verdadera industria impositiva de la belleza instrumental) ya dado; algo que, todo lo más, exige el esfuerzo de asumirse como bello. Entonces, ¿cómo diablos consigue Cenicienta esa sorprendente escalada en el escalafón social?

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Básicamente porque el bien (de la chiquilla que representa los valores de la feminidad del momento) triunfa sobre el mal (de la madrastra y sus odiosas niñas) y eso se plasma en la recompensa que recibe a través de unos tejemanejes milagreros con hadas, también buenas, calabazas que se convierten en un Aston Martin, zapatitos de cristal que, además de surgir de la nada, no le cortan los tendones al andar, etcétera, etcétera. Es decir, no depende en absoluto de que la chiquilla tenga unas capacidades, astucias, habilidades y recursos que sepa poner en práctica más allá de que es una buena chica mona.

Pero, ¡ay, joder!, en la vida real la cosa no suele funcionar así. No es que no haya «escaladas» que a una no le quiten el hipo y escaladoras y escaladores que no tengan tampoco mucho más mérito que una sorprendente suerte. Es que pese a que muchos de los que pegan el subidón no tengan dos dedos de frente, lo de buena y mona no suele ser suficiente garantía para pasar de cero a cien.

Si, además, esa progresión social se realiza en un entorno competitivo y exigente como, por ejemplo, el de una empresa multinacional, hay que suponer que la que cambia el recogedor por el cetro tiene unas condiciones y habilidades múltiples, de toda índole, que sabe poner en práctica y se corresponden en alguna medida con lo que consigue. Esta que viene es la historia de una prostituta de carretera que acabó siendo emperatriz del poderoso Imperio bizantino, y por si eso fuera poco, de pecadora a santa para la Iglesia ortodoxa; átense los machos y ríanse de Pretty Woman.

¿Quién era Teodora?

Constantinopla, año 525 de nuestra era. Justiniano, al que le faltan dos años para ser el emperador Justiniano I, se desposa con una bella joven de mirada inteligente y modos seductores, de nombre Teodora. No sabemos con certeza en qué fecha nació (se supone que alrededor del año 501) ni dónde lo hizo, pues si bien algunos la conocían como «la chipriota», este apelativo se solía usar en Bizancio como sinónimo de prostituta, por venir la mayoría de las chicas de esta isla. Lo que sí parece ser seguro es que era hija de un domador de osos y de una bailarina y que, desde muy temprana edad, ella y su hermana Komito ejercieron la prostitución en un burdel de mala muerte, que asistía a toda una ralea de desarrapados que lo frecuentaban en la ciudad de Constantinopla; la misma que acabaría encumbrándola como emperatriz.

Su primer progreso profesional fue el conseguir un puesto como chica de entretenimiento y bailarina en números muy subidos de tono y con carácter, en ocasiones, zoofílico, que le permitían seleccionar un poco más a su concurrida clientela. Desconocemos, pese a que su audacia, habilidad y artes amatorias empezaron a hacerse muy célebres, cómo conoce a Antonina, la esposa del más aclamado general que conoció el Imperio bizantino, Belisario, y con la que establecería de por vida una estrecha amistad (dígase amistad con algunas comillas).

Precisamente fue el secretario de Belisario, Procopio, la mayor fuente de información que nos ha permitido conocer algo sobre la existencia de Teodora. Pero sucede que el tal Procopio era, algo que ya debía darse en la época, un biógrafo un poco veleta, de esos que cuando le pagan por hacer un panegírico se deshace en halagos y cuando el que le ha pagado le contradice o al haberse muerto, lo que más se paga es su maledicencia, escribe una cosa o justo lo contrario. Con lo que, según sus descripciones y el día que tuviera el historiador, Teodora podía ser lo mejor del mundo o lo peor («Teodora, la del prostíbulo», la llamaba Procopio en fase resentimiento on).

Las lúbricas e intelectuales habilidades de Teodora que apenas pudiera contar con quince años de edad le granjearon multitud de pretendientes, encuentros y «cierre usted la puerta al salir». Pero parece que fue un oficial o un rico comerciante sirio (posiblemente Teodora era originaria de Siria), de nombre Hecebolo, el que se convirtió en su preeminente compañía sentimental. Viajó con él durante un lustro por el norte de África arribando a la Cirenaica (la actual zona de Libia) hasta que la mala vida que le daba el susodicho le hizo abandonarlo y refugiarse en Alejandría.

Cuando Teodora regresa a Constantinopla, sin renegar de nada, cambia sus anteriores vías de sustento, pero sus seductoras habilidades, coraje e inteligencia se acentúan. Un general, granjero de origen pero que fue adoptado como sobrino por parte de Justino, cae rendido a sus pies; se trata de Justiniano. Era el año 522 y el general queda fascinado por las incomparables cualidades de nuestra protagonista. Se la lleva lejos de los bajos fondos y con sus poderosas influencias la hace ascender a la categoría social de «patricia». Queriendo tomarla por esposa, una ley de Constantino que prohíbe que los oficiales se casen con mujeres de vida licenciosa se lo impide. Pero la ley es suprimida por Justino (el citado tío adoptivo de Justiniano) poco antes de fallecer, y es de suponer que Justiniano tuvo algo que ver en esa decisión.

Volvemos al principio. Constantinopla, año 525 de nuestra era. Justiniano y Teodora se desposan. La hija de Teodora, una chica de la que no sabemos ni el nombre ni la paternidad (Teodora tuvo también un varón nacido de su época en el burdel, del que nunca se supo qué pasó), es aceptada por su esposo como legítima. Dos años después, Justiniano es nombrado Emperador del Imperio bizantino.

Su preocupación por las mujeres y sus derechos

¿Una afortunada «primera dama»? No, y aquí viene lo de la cenicienta y lo del cristal con que se mire pues las fuentes cambian en lo uno o lo contrario según sople el viento, pero vamos a quedarnos con la versión más esperanzadora de la protagonista. Teodora se muestra como una estratega política sin parangón. Sus extraordinarias dotes como legisladora, su visión geopolítica, su enorme experiencia en conocer y tratar con las personas y su cosmopolitismo, su endiablada habilidad para ver, entender y actuar en consecuencia sobre el conjunto hacen de ella emperatriz y corregente del poderoso imperio.

Su consejo fue capaz de aplacar disturbios internos (como el de Niká) que amenazaron con derrocar al propio Justiniano. Hizo de Constantinopla la más bella ciudad que habían conocido los tiempos, se enfrentó a su amado para lograr una paz y un equilibrio entre ortodoxos y monofisitas, pero lo que quizá llama más la atención es una asombrosa y enormemente original preocupación por las mujeres y sus derechos. Teodora nunca olvidó de dónde venía. Prohibió cualquier atisbo de prostitución forzada o tráfico de mujeres. A las que querían abandonar la prostitución les proporcionó una dote y hasta creó un centro, de nombre Metanoia, donde podían autogestionarse y valerse por ellas mismas. Legisló para que las que querían seguir ejerciendo la prostitución lo pudieran hacer de manera autónoma sin depender de un proxeneta, abolió la pena de muerte y el feminicidio por adulterio. Permitió que las mujeres pudieran heredar, que, en caso de separación, mantuvieran la custodia de sus hijos y algo que nunca antes, que se sepa, se había llevado a cabo: sancionó hasta con la pena de muerte una práctica común, la violación. Pero, quizá también como nunca olvidó de dónde venía, no dejó uno solo de los que le habían causado mal (o pudieran causárselo) sin marcar: el mismo Hecebolo (el mencionado millonetis que no la dejó contenta) fue condenado por sodomía y castrado, pereciendo en la intervención; Belisario, el poderoso general cuyo poder subía como la espuma, fue desposeído de sus bienes y honor; Juan de Capadocia, a quien Teodora culpaba de la desgracia familiar tras la muerte de su padre, fue degradado y exiliado.

Su muerte

El 28 de junio de 548, Teodora muere posiblemente de peste bubónica o de un cáncer de pecho. Justiniano le sobrevivió 17 años, en los que no hizo más que intentar engrandecer la figura de su amada, mientras se apagaban todas las luces que alcanzó Bizancio cuando Teodora vivía. Que Teodora fuese una siniestra advenediza, que no dudó nunca en hacer lo que convenía a sus propios intereses, o que fuera una filantrópica mujer, que empeñó todas sus cualidades en engrandecernos a todos, nunca lo sabremos con seguridad, pues eso depende desgraciadamente de los Procopios del mundo, que cuentan la historia como más les conviene. Lo que no hay duda es que ya ven que en el «colorín, colorado, este cuento se ha acabado» de las historia de hadas buenas, besos tiernos y príncipes encantadores siempre suele faltar una cosa: el papel activo de la cenicienta que se supo ganar, sin varita mágica, su destino.

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