Mujeres libres

Mujeres libres: Peggy Guggenheim o la marchante de maridos y amantes

El arte del siglo XX y el arte de la modernidad nunca hubieran sido lo que son ni tendrían la importancia que tienen de no haber sido por tres o cuatro personas… Una de ellas es Peggy Guggenheim. Pero Peggy fue mucho más que eso. Un tanto más y tan excesiva (un día en la vida de Peggy equivale a varias biografías de personajes célebres) que simplemente presentarla requiere una síntesis que no puede evitar los arquetipos. ¿Saben ustedes lo que es hacer siempre, absolutamente siempre, lo que a una le viene en gana teniendo una estructura psíquica inestable, en un trasfondo de perpetua tragedia existencial, con continuas carencias afectivas y sin ninguna traba en materia sexual, con dinero (¡con muchísimo dinero!), acumulando el poder de decidir quién vale y quién no al tiempo de ser la infatigable reina de todas las fiestas? Pues quizá no lo sepan, pero si se lo pueden imaginar, todo eso tiene un nombre: Peggy Guggenheim.

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Peggy Gugenheim: dramas y relaciones amorosas

El 26 de agosto de 1898 nace en Nueva York. Su madre padecía un trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que le hace repetir siempre tres veces cualquier cosa que decía (cualquier cosa que decía, cualquier cosa que decía…); su padre naufraga en el Titanic junto a una amante y un boceto de las «Señoritas de Aviñón» de Picasso bajo el brazo. No quiso ponerse el chaleco salvavidas para no arrugar el frac y cuentan que encendió, después de ayudar a algunos a alcanzar los botes salvavidas, un puro Davidoff. Peggy contaba unos catorce años… Ya con veintiuno, recibirá una herencia de dos millones y medio de dólares (y, pese a esa cantidad, ella es la prima «pobre» de la familia).

Su hermana fallece al dar a luz y varios miembros de su familia, algunos siendo apenas unos adolescentes, se suicidan. Posiblemente, más tarde, su hija Pegeen también se suicidara, con cuarenta y dos años de edad, tras una vida marcada por la desolación y las adicciones. Aquello de que el dinero da la felicidad se pone en cuestión. Lo que quizá se cuestione menos es que, con dinero, la posibilidad de hacer «lo que te salga del potorro» aumenta y que, si te va lo de comprar obras de arte y follar a destajo, la cosa se simplifica.

*Nota del editor (para la audiencia latinoamericana): «potorro» es una de las formas de nombrar «vagina» en España.

Al final de sus días, cuando a Peggy le preguntaban cuántas veces se había casado, ella respondía que no lo recordaba. Y no es porque estuviera afectada por algún trastorno de la memoria, sino porque, en realidad, sus matrimonios fueron curiosamente incontables: ni las fuentes ni la propia Peggy se ponen de acuerdo. Se supone que fueron cinco (aunque, oficialmente, se marcan dos), lo cual, teniendo en cuenta el inventario de amantes que ella misma hizo, daría como resultado que se casó con entre el 0,5 y el 1% de sus amantes (el 0,2% si solo contamos los oficiales). Al fin y al cabo, Peggy era bastante selectiva en eso del casarse. Pero si algo se cumplió a rajatabla y alcanzó el pleno, es que cada relación, matrimonio, rollo esporádico, sexo sostenido, etcétera se desarrollan y acaban como el rosario de la aurora.

Sus matrimonios oficiales son más claros. El primero, Laurence Vail, con quien tuvo sus dos únicos hijos, parece que, entre golpes y zambullidas en la bañera, le dio muy mala vida. Y el segundo, el irresistible Max Ernst, que, al parecer, se casó con ella por su parné e influencias, duró de 1941 a 1946. Por cierto, este sí se casó oficialmente cuatro veces… y ninguna de ellas fue con su gran pasión, Leonora Carrington, de la que ya hemos hablado, por cierto, en otra entrega,  sobre el trío que se montó con Gala Dalí y su marido por entonces, Paul Éluard.

Repasar los amantes de Peggy es tarea interminable. Sería más sencillo coger una enciclopedia de artistas del siglo XX y tachar los que no (se puede hacer con un lápiz sin punta), pero, como botón de muestra, señalaremos tres o cuatro. Samuel Beckett, Yves Tanguy, Gregory Corso y, según cronistas, Jackson Pollock. El primero, Beckett, uno de los tipos más extraños que ha parido la tierra y uno de los tipos más genialmente raros que haya dado nuestra cultura, mantuvo su affaire durante trece meses, encamándose con ella por temporadas (que duraban de un par de días a un par de semanas), en las que, mientras Peggy esperaba su regreso, tan pronto volvía (ebrio o con ese aire de ausencia ontológica tan característico de él) como no volvía más… Todo ello hasta que Peggy decidió, en un doble salto mortal adelante sin colchoneta, forzarlo sexualmente. Beckett huyó despavorido y nunca volvieron a verse. Dicen que Tanguy, el artista surrealista francés que formaba parte del amplio y notabilísimo elenco de la galería de Peggy, solía entenderse con ella mejor a guantazos que a besos, más en la lucha libre que en la postura del misionero. Un día, de esos «pasionales», la arrojó a una chimenea. Afortunadamente, Peggy se repuso de los calores… Gregory Corso, el escritor de la generación beat, la conoció cuando él tenía 23 años y ella 60. La desolación de Peggy se produjo nuevamente cuando descubrió que a quién más mano le metía el bueno de Gregory era a su hija y no a ella. Y finalmente lo del taciturno e imprevisible Jackson Pollock, que no asistía a las fastuosas y desmadradas fiestas de Peggy porque esta no le invitaba. Al parecer, cual Diógenes moderno, solía acabar meándose en el recibidor, en el salón o sobre algún invitado… Es lo que tiene el proceso artístico de chorrear pintura sobre un lienzo para convertirse en el pintor más grande que ha dado el arte norteamericano. La edad de oro del arte estadounidense, tan dorada que al parecer Peggy acabó haciendo de Pollock sobre Pollock. Y si, entre tanta lluvia dorada y facesitting, hubo algún achuchón o arrumaco, entonces ya podríamos incluir al pintor entre su lista de amantes.

La multimillonaria, marchante y mecenas más importante del mundo

Lo de Pollock no fue la única muestra de inteligencia de Peggy. Porque Peggy, además de acabar siendo multimillonaria hasta el hartazgo y ser toda su vida bastante «feílla» (es legendaria su nariz que valdría para parafrasear a Quevedo con «érase una mujer a una nariz pegada»), era sobre todo muy lista. Empezó en el mundillo del arte sin saber distinguir un cuadro de un marco y, aunque mejoró con los años, posiblemente tampoco aprendió mucho más (el primer Pollock que vio le pareció feísimo y tuvo que preguntar a doscientos amigos connaisseurs si aquello era arte). Pero ello no impidió que fuera la galerista, marchante y mecenas más importante del mundo.

Fundó su primera galería en 1938 en Londres con artistas que había conocido en París, donde ella residía y con el asesoramiento del tipo más inteligente (casi sin discusión) que haya dado el siglo XX, Marcel Duchamp. Eso dice mucho de ella. Los británicos tuvieron que tragarse de su mano la élite artística de la época: de Cocteau a Kandinsky, de Alexander Calder a Kurt Schwitters. Pero los británicos, capaces de comerse un bistec crudo a la salsa de menta, no pudieron digerir tanta modernidad. Y así, un año después, tuvo que cerrar la galería perdiendo dinero.

Se acercaba la Segunda Guerra Mundial y el mercado del arte se abarató. Peggy se gastó 40.000 dólares en comprar como una posesa todo lo interesante que se encontraba en París (que era mucho, por no decir todo [obras de Kandinsky, Brancusi, Mondrian, Klee, Braque, Miró, Dalí, Magritte, Giacometti, etcétera, etcétera]). Una cifra ridícula si tenemos en cuenta que el valor de lo adquirido sobrepasaría ahora con creces el billón de dólares. Y apuró hasta el final: con los nazis a las puertas de París, ella, una judía de una conocidísima familia judía y con la mayor colección de arte «degenerado» parisino, embarcó sus obras rumbo a EE.UU. (también embarcó algunos autores, que los nazis a buen seguro les hubieran dado muy mala vida; entre ellos, al pope del surrealismo, André Breton).

Ya en Nueva York, abrió la legendaria galería Art of this century, en 1942. Y, a partir de ahí, la gloria. En 1948, siendo ya la gran dama del arte, compra el Palazzo Venier dei Leoni junto al gran canal, en Venecia, donde pasará sus últimos treinta años de existencia, entre fiestas con la élite cultural del mundo, paseos en su góndola, fotos con extravagantes gafas y al cuidado de sus perros. En el jardín de este palacio, que alberga su colección particular y que fue abierto al público en 1951, con Peggy paseándose por entre los sorprendidos visitantes, fueron esparcidas sus cenizas junto a las de sus «nietos»; catorce perros de raza Lhasa apso. Y es que, en ocasiones, las historias de ricos desgraciados no siempre acaban mal.

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