Novelas eróticas

Absinthe Green – Fragmento de Matices

En Volonté, desde hace muchos años, sabemos que Thais Duthie es una gran escritora. Y el tiempo… y su esfuerzo, su voluntad y su deseo nos han dado la razón. Aquí, puedes disfrutar de un fragmento de su primera novela, Matices, en LES Editorial, a la que agradecemos el detalle de permitirnos publicar este extracto de manera gratuita para nuestra audiencia.

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Nota sobre derechos de autor y publicación: este extracto ha sido escogido y autorizado en exclusiva para su publicación online por la autora y su editorial (LES Editorial) para Volonté, el blog de LELO.

Novelas eróticas

Absinthe Green – Fragmento de Matices

A Vega siempre le había gustado la Navidad. Y no por los re­galos, las comidas copiosas o el espíritu que se respiraba en las calles, sino porque era la única vez en todo el año que su familia se reunía al completo. La mayoría de celebraciones te­nían lugar en casa de sus padres, pues era la que se encontraba mejor ubicada.

Aquel año, no obstante, iban a ser unas fiestas especiales para Vega: se las pasaría trabajando. Había tenido la suerte de que la contratasen en una tienda que formaba parte de una de las cadenas de jugueterías más importantes del país, así que el mo­vimiento estaba servido. Desde el primer día se había sentido muy cómoda en su nuevo trabajo, aunque fuera temporal. Ella creía que se debía al ambiente que había, además del buen ro­llo entre los compañeros. A veces, al salir del turno de noche, se iban a tomar unas cervezas juntos y aquello terminaba a las tantas. Fue en una de esas ocasiones cuando pudo conocer a Angie más allá de como la veía en la juguetería.

Si tuviera que describirla con una palabra sería, con toda seguridad, magnética. Se fijó en ella el primer día porque creyó que tenía la inconfundible pinta de bollera. O de no hetero en absoluto. No sabría decir a ciencia cierta en qué se basó para asegurarse aquello a sí misma mientras le sonreía de forma enigmática, como diciéndole «Yo también», aunque en realidad murmuró un «Encantada».

A pesar de esa sonrisa cargada de indirectas, Vega predi­caba que dos mujeres lesbianas pueden ser amigas perfecta­mente, al igual que un chico y una chica hetero. Poco después, tuvo que afinar aquel término, porque ¿cuáles eran los lindes? De pronto, necesitaba saberlo con una precisión absoluta, porque a día 24 de diciembre se había pasado la tarde entera mirando a Angie desde el pasillo de los juegos de mesa. Apro­vechaba la más mínima oportunidad para preguntarle lo que fuera, con el pretexto de que era nueva y ella llevaba dos o tres navidades vendiendo juguetes.

Entre una cosa y otra, había logrado obtener más informa­ción de la que ya conocía —le encantaban los niños, era muy puntual y trabajaba bien en equipo—, como por ejemplo que su profesión frustrada era veterinaria y tenía un perro llamado Yeti que, posibles implicaciones aparte, era un shih tzu blanco adorable. Esto último pudo confirmarlo al cotillearle la pantalla del móvil cuando lo sacó del bolsillo para mirar la hora y se fijó en su fondo.

Aunque pudiera parecer que Vega estaba al acecho, prefería decir que estaba en modo observación. Cualquier información o detalle sobre Angie era bienvenido y le serviría para comple­tar, pieza a pieza, el puzle.

A pesar de las visitas al pasillo de las muñecas, donde se encontraba ella, la tarde se le antojaba eterna y no podía espe­rar a volver a casa para disfrutar de la cena de Nochebuena en familia. Cuando por fin sonó aquel politono y oyó el «Señoras y señores, les informamos de que en cinco minutos cerramos el establecimiento» suspiró, agotada, y oyó la inconfundible voz de su compañera tras de sí:

—¿Cansada?

—Mucho —aseguró, y la vio reírse—. ¿Tú no?

—Ya son unas cuantas Navidades por aquí —dijo con algo de socarronería, pero a Vega le gustó la forma en que ladeó la cabeza tras apoyarse en la pared—. ¿Quieres tomar algo?

—Me esperan para cenar… o eso creo.

Desbloqueó su móvil y entró al grupo que compartía con su familia. Una foto de todos los miembros que la formaban frente a una mesa llena de platos deliciosos enviada hacía veinte mi­nutos, y dudaba bastante que se hubieran esperado a probar bocado. Definitivamente, habían empezado sin ella.

—Olvídalo. Vamos a tomar algo —aseguró mientras coloca­ba la caja del Monopoly Disney Classic que estaba a punto de caerse.

—¿Segura? —quiso saber Angie arqueando una ceja.

—Completamente. ¿Donde siempre?

Ella se quedó en silencio unos instantes y negó:

—Hoy hacen cenas de Nochebuena. Podemos ir al centro, quizá encontremos algún sitio más tranquilo.

Vega sonrió a modo de respuesta y echó a andar detrás de Angie cuando desapareció por el pasillo en dirección a la sala de taquillas.

—¿Te importa ir en moto? Tengo otro casco —le preguntó antes de abrir la puerta.

—Qué va. Hoy vengo abrigada.

Vega sintió un leve cosquilleo al ver la sonrisa que se for­maba en el rostro de Angie, enmarcada por aquellos hoyuelos que aparecían con una facilidad que a ella le resultaba cauti­vadora.

Quince escasos minutos después bajaban por el ascensor del centro comercial para dirigirse al aparcamiento subterrá­neo del centro comercial en el que trabajaban. No se podría pasar por alto el juego de miradas mientras estaban en aquel cubículo. Vega se sentía nerviosa, pero, al mismo tiempo, extre­madamente cómoda junto a Angie. Tal vez fuera la experiencia que desprendía. Esa sensación se acentuó cuando, al abrirse las puertas, su compañera de trabajo la tomó de la mano y tiró de ella hacia el fondo del parking, que estaba desierto. En una es­quina bastante recogida entre un par de columnas descansaba una Vespa blanca llena de pegatinas de varios grupos de rock que Vega conocía solo de oídas.

—¿Alguna vez has montado en moto? —Dejó su casco col­gado del manillar.

—Nunca. —Al decirlo, pudo ver el vaho que salió de su boca por el contraste con el frío.

—Siempre hay una primera vez para todo —susurró Angie, con una picardía que a Vega le hizo preguntarse si lo decía con segundas intenciones.

La manera en que la chica se mordía el labio la alentó a ol­vidarse de los filtros y de la poca vergüenza que le quedaba y, acortando la distancia entre ambas, le preguntó:

—¿Seguimos hablando de lo mismo?

Vega no podría asegurarlo, pero si no seguían hablando de lo mismo tampoco era algo que le preocupara. Quizá todo ha­bía adquirido un tono más sugerente demasiado rápido, pero la mezcla entre el frío y la calidez que le ofrecía Angie era tan potente que sintió un subidón lo suficientemente grande como para dejarse acompañar en aquella conversación am­bigua.

—¿Primera vez en una moto? Eso creo.

Sin embargo, la chica dio un paso hacia ella y ladeó la ca­beza mientras conectaba su mirada con la de Vega. La rubia se preguntó si, tal vez, era cosa suya y Angie no estaba flirteando. Pero todas las dudas quedaron despejadas cuando la tomó por el cuello de su plumífero y la besó. Así, sin previo aviso y sin indi­cios. Al principio, ella se quedó inmóvil por la sorpresa, pero un par de segundos después se implicó en el beso y se lo devolvió con las mismas ganas.

«Madre mía, está pasando», pensó.

Y, de pronto, Angie ya no era un misterio y su teoría sobre ella quedaba del todo confirmada: hetero no era. Además, por la forma en que embestía sus labios y la tocaba por encima de la ropa de abrigo parecía que tenía mucha experiencia en el arte de la no heterosexualidad.

A pesar de las frías temperaturas que azotaban la ciudad de Madrid en un día como aquel, Vega sentía muchísimo calor. El corazón le palpitaba en el pecho con fuerza, a juego con la forma desbocada en la que su respiración se ocupaba de mantenerla oxigenada.

Cuando Vega agotó el aire de sus pulmones se apartó lo justo como para tomar una bocanada, dispuesta a regresar al beso enseguida. No obstante, Angie tenía otros planes: agarró a la chica del brazo y la hizo voltearse, quedando de cara a la moto. Sintió cómo se pegaba a ella por la espalda y apoyó ambas manos en el sillín ante la sensación de que perdía el equilibrio al comenzar a juguetear con el botón de su pantalón. Lo desabro­chó sin miramientos y bajó la prenda junto con las bragas hasta que quedaron en sus tobillos. La rubia pudo notar cómo una brisilla helada azotaba su piel desnuda, pero pronto las manos de su compañera de trabajo, que desprendían calor, recorrie­ron la parte trasera de sus muslos de forma ascendente. Gimió ante el contraste y separó las piernas cuando ella se lo pidió en un susurro ronco contra una de sus nalgas mientras dejaba un beso allí.

A Vega le parecía que Angie iba un poco rápido, pero en­tonces recordó dónde se encontraban. Tenían prisa y podrían ser descubiertas de un momento a otro. El morbo hizo que suspirase de forma demasiado audible, aunque aquel sonido de placer se perdió en el eco del parking. Volvió a hacerlo en cuan­to su compañera separó sus nalgas y enterró la lengua en su intimidad.

«Angie, Angie, Angie», quería gritar. Pero su garganta no es­taba por la labor de emitir un solo sonido. Saboreó su nombre en su mente y pudo apreciar con una claridad absoluta el frescor que desprendía. Era un verde ácido, vivo, que le hizo olvidarse del frío y pensar en la primavera. En los primeros brotes, en cada planta que había muerto en otoño para volver a nacer.

Los lametones eran largos e intensos, muy precisos. Era la primera vez que alguien le practicaba sexo oral y la sensación era mucho mejor de lo que había podido imaginar. La lengua de Angie superaba sus mayores fantasías, regalándole placer una vez tras otra como único cometido. Llevó las manos al sillín, pues la mezcla estaba resultando explosiva: la estimulación en su centro, el hecho de que estaban en un parking, que era tan solo la segunda vez que tenía sexo en toda su vida.

Ni siquiera pudo prever el orgasmo que, descontrolado y sin previo aviso, fue liberado y la dejó sobrecogida, abrumada. Ejerció tanta fuerza contra el sillín que la Vespa se movió ligera­mente y Vega temió que fuera a caerse cuando más necesitaba que la ayudara a mantenerse en pie. Fue tan rápida que Angie no debió de darse cuenta: tras correrse tuvo que pedirle que parara y, con un «He llegado», se dio la vuelta para quedar frente a ella. Antes de levantarse le subió los pantalones y las bragas y, una vez estuvo a su altura, capturó sus labios. Vega descubrió en su boca algo que no había probado nunca antes. ¿Aquel era su sabor?

De nuevo excitada al encontrarse en ella de aquella manera, hizo lo mismo que había hecho Angie con el botón de sus pan­talones, pero en lugar de bajar los tejanos oscuros introdujo la mano bajo su ropa interior. Le sorprendió encontrar una goma gruesa que sorteó con facilidad, pero le llamó la atención y se incorporó para revelar que llevaba unos boxers Calvin Klein de color gris. La imagen era muy sugerente y le despertó alguna que otra terminación nerviosa que había quedado anestesiada por el placer.

Al notar cómo se mojaban sus dedos se preguntó si la tela la delataría y le apenó la falta de tiempo para poder compro­barlo. Esparció la humedad por su sexo y acarició la zona con delicadeza, pero con algo de presión al mismo tiempo, imitando los movimientos que se hacía a sí misma cuando se masturba­ba. Empezó con círculos más grandes y luego más pequeños y firmes. Se dejó guiar por los gemidos de Angie y la fuerza con la que se aferraba a su brazo. Supo que no le quedaba mucho cuando se escondió en su cuello y, esquivando la bufanda que llevaba, mordió la piel de Vega mientras se corría.

Poco después se apartó rápidamente, como si acabase de salir de un trance que la había mantenido aletargada y se colocó la ropa. Suspiró y sonrió, pasándose la mano por el pelo para peinárselo en la medida de lo posible.

—Eso ha estado bien —dijo su compañera de trabajo mien­tras tomaba el casco del manillar.

—Sí, nada mal…

Vega se apartó para que pudiera subirse a la moto. Aun así, Angie posó la vista en el sillín y lo acarició. A pesar de la ilumi­nación insuficiente a la que estaba sometido el parking pudo ver las marcas que había dejado al clavar las uñas en él minutos antes.

—Menudo regalo de Navidad —susurró Angie refiriéndose a ellas al tiempo que se volvía hacia Vega con una sonrisa di­vertida.

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