Películas eróticas

Tasso (des)monta la película: «ELLE», al lío…

«Meterse en un jardín» es una expresión coloquial que, según cuentan, proviene del mundo teatral, y que hace referencia al adentrarse en una situación problemática, a pisar algo que, por no estar preparado para ser pisado (un jardín), nos va a acarrear una situación conflictiva o cuanto menos incómoda.

Hay otra expresión similar y que hace referencia a lo mismo pero de uso menos frecuente: «Meterse en un sembrado». Y hay otra que parece proceder de un rito bautismal del medioevo: «Meterse en camisa de once varas», haciendo referencia las «once varas» a un tamaño descomunal de la citada camisa, lo que dificulta, por sus enormes hechuras, el sacar airoso la cabeza de ella.

Normalmente, el acto de «meterse» se suele atribuir a un descuido, a un error de cálculo, a no haber medido bien las consecuencias de adentrarse en el terreno que se pisa, pero hay ocasiones en las que pisar el jardín no solo es un acto premeditado sino, además, absolutamente necesario, aún a riesgo de salir escaldado.

Paul Verhoeven, con esta película estrenada en Cannes en 2016, que lleva el explícito título de Elle, no solo es que se meta en un jardín después de cruzar un sembrado y en una camisa de más talla que la que lleva Hulk cuando reverdece, sino que, además, cree necesario el pisar semejante charco.

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Películas eróticas

Paul Verhoeven, con esta película estrenada en Cannes en 2016, que lleva el explícito título de Elle, no solo es que se meta en un jardín después de cruzar un sembrado y en una camisa de más talla que la que lleva Hulk cuando reverdece, sino que, además, cree necesario el pisar semejante charco.

Vaya por delante que Verhoeven, afrontando lo que afronta, es un valiente que, además, sale airoso de todo ese fangal. Es cierto que acometer semejante y pantanosa aventura en compañía de Isabelle Huppert (que es Elle) es saltar con algo de red, pues los matices, interpretaciones o la infinidad de sentidos, pero también los inequívocos, determinaciones o las precisiones que pueden desprender un simple gesto de esta portentosa actriz (nominada a los Óscar por este largometraje), pueden servir de burladero a cualquier argumentación que no es que pise un jardín, sino que decida acampar en él.

Sinopsis

Elle es  Michèle Leblanc, un personaje que solo podía ser Huppert. Su primera escena no es su presencia, sino sus gritos, sus jadeos de resistencia, la porcelana fina que se rompe bajo la mirada impasible de un gato. Su primera presencia, tumbada y con las piernas entreabiertas muestra la realidad: ha sido salvajemente violada en su propia casa por un tipo encapuchado que huye sin prisa.

Michèle se incorpora lentamente, empieza a recoger meticulosamente los desperfectos, tira su ropa a la papelera y se mete en la bañera. La espuma que la cubre se tiñe de rojo a la altura del pubis. Después, pide con aparente normalidad que le traigan la cena a casa. Se intuye un «jardín» a la vista, pero todavía no sabemos cuál.

La siguiente escena es una violación virtual por parte de un orco a una bella dama en lo que parece ser un videojuego. Michèle que, como propietaria de la empresa que lo ha creado, está evaluando la escena, pide más intensidad orgásmica en la reacción de la vejada dama. Discute con un empleado que se muestra vehementemente contrariado con ella. Le pregunta a su socia, sin darle importancia, si ese empleado no la odia en exceso. Tras eso, en un centro hospitalario, le están extrayendo sangre porque pide un análisis completo de ETS. Bien, ya tenemos en apenas diez minutos de película varias cosas para valorar.

La primera es que Michèle no ha denunciado la violación. La segunda es que sigue su vida sin que ese brutal traumatismo parezca haberle producido una alteración considerable en su agitada rutina, al menos, no parece defenderse ante el trauma: no lo niega ni lo sublima ni intenta racionalizarlo o proyectarlo en un ficticio culpable. La tercera es que se trata de una mujer poderosa (no solo enormemente rica), determinada, intrépida y un rasgo psíquico que, a mi juicio, se revelará importante, es controladora. La cuarta es que se empieza a interesar por si alguien la odia «en exceso», no es difícil suponer que hasta el extremo de violarla.

Michèle ha comenzado la búsqueda de su asaltante y el espectador no sabe, ni ella misma lo sabe, si para recrear el mórbido deseo que le ha producido el encuentro o para hacerle rendir cuentas.

Tráiler

Análisis

En este punto, Verhoeven podía haberse decantado por varias líneas argumentales más o menos ingeniosas o entretenidas, pero opta por la más difícil: por el jardín. Se adentra en el deseo femenino con los zapatos de un holandés, varón, blanco y de clase (se intuye) acomodada.

Más que un jardín es el parque del Palacio de Versalles en época de Luís XV. Como para no salir vivo. Pero recuerden la muletilla Huppert: ¿es él quien penetra en lo más boscoso e inextricable del deseo femenino o es Elle?

En la continuación de la película, que preferiría no destripar en exceso, se aprecia la determinante quinta cuestión que ya se había insinuado en los diez primeros minutos: Michèle convive con la experiencia vivida en la ambigüedad del horror y la apetencia. Siente una infinita curiosidad por su deseo, por aquello de ella misma que, como a cualquier mortal la guía, pero que escapa de su dominio, por aquello que, siendo ella, la excede. Ese es el núcleo fascinante, valiente y bien contado de la narración cinematográfica: el constatar que uno puede desear sin querer su deseo, que este no es subsidiario de lo volitivo (de la voluntad, de lo que realmente «quiero racionalmente hacer y lo que no»), que desear no es consentir, que la infinita potencia del deseo es la de llevarnos al límite de la curiosidad por nosotros mismos y el poder que de él obtenemos es el saber trascendernos con algo que también trasciende al propio deseo y al deseo propio: la ética.

El violador no solo ha traumatizado (y quizá puesto algo cachonda) a Michèle, también ha sembrado el horror de por vida en otras mujeres. El hecho de que Michèle fantasee con la situación que le horroriza no hace de ella ningún monstruo presto a ser «violable». Hace de ella una persona que debe hacerse responsable de ella a través del deseo que le irrumpe. Alguien, en este caso concreto, que debe resolver, a través de resolverse a ella misma, el dilema ético de su gozar en lo privativo o de denunciar por el bien de todos.

Conclusión y reflexión

Hace ya unos años, planteé una tesis: nuestro imaginario erótico está poblado de fantasías eróticas y de deseos eróticos. Ambos, aunque se entrelazan y jugueteen entre ellos, son radicalmente distintos y ocupan apartados distintos en nuestra estructura psíquica.

La fantasía acomete sin brida alguna, el deseo es el juicio racional y volitivo que expresa lo que quiero que suceda. Uno me ayuda a comprender qué me compone sin haberlo escogido y el otro me inclina a la acción conveniente. No hay que sentir horror ante nuestras fantasías, pero sí hay que tener una enorme responsabilidad sobre nuestros deseos. Esta distinción me ayudó mucho a mí y ha ayudado, según creo, a algunos de mis pacientes.

Lo que siente Michèle, por su violador, es una fantasía. Su deseo, aunque expuesto de una manera tortuosa al final del metraje, es que este hijo de las mil perras no vuelva a joder nunca más a nadie. Un segundo consejo: la validez de una película, y esta la tiene, se mide en gran medida por la cantidad de cuestiones que nos planteamos tras su visionado. Es cierto que hay buenas películas cuya única función es saber elaborar un satisfactorio entretenimiento (personalmente, he disfrutado varias veces algunas de la saga de Misión Imposible sin saber siquiera que ya las había visto), pero hay un criterio de validación que, al menos a servidora suele no fallarle: una buena película es aquella que, como un rostro, nos interpela, aquella que nos arroja a cuatro patas a un jardín.

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