Películas eróticas

Tasso (des)monta la película: Eyes Wide Shut o la fascinación por lo desconocido de nosotros mismos

Si hablamos de Stanley Kubrick, alguien capaz de ofrecernos propuestas que van desde Espartaco (1960) hasta otros hitos cinematográficos como 2001: Una odisea del espacio (1968), La naranja mecánica (1971) o El resplandor (1980), hemos de saber de antemano que la cosa no va a resultar ni sencilla ni abarcable. Pero lo que sí sabemos es que, si amas el cine y las grandes historias, vas a disfrutar de este pequeño viaje.

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Fotograma de la película Eyes Wide Shut de Warner Bros.

Kubrik y Eyes Wide Shut

La variabilidad con la que recibe el gran público su sorprendente producción cinematográfica lo sitúa entre la genialidad (la mayoría de las veces) y el tedio pretencioso. Su exacerbado perfeccionismo (cuando no virtuosismo obsesivo) en contar lo que cuenta como lo cuenta, y la enorme carga simbólica de sus propuestas (todo en él remite a algo, nada de lo que se relata tiene una lectura sencilla, inequívoca o evidente) hacen que abordar sus películas entrañe una particular dificultad y una extensión expositiva, en la que una nunca sabe dónde parar.

Y si a la complejidad por leerlo (equiparable, por ejemplo, a pretender entender a David Lynch), se le añade que el tema es su última película, Eyes Wide Shut (1999), con la que el director se despedía (murió cuatro días después de su estreno privado) y con la que, además, sabía que se despedía, el asunto deviene francamente un reto. Y es que en Eyes Wide Shut, a partir de la interpretación libre de la novela Relato soñado, del austriaco a caballo entre el XIX y el XX, Arthur Schnitzler, Kubrick lo cuenta todo y lo hace desde esa sorprendente construcción social que es una pareja y los misteriosos motivos que la vincula.

Sinopsis

En el argumento, la pareja está compuesta por tres elementos: él, Bill (Tom Cruise), un prestigioso, rico y arribista médico que atiende a la élite económica neoyorkina; ella, Alice (Nicole Kidman), una joven formada que, actualmente, vive de los ingresos de Bill; y un tercer acompañante, el tedio y la falta de sentido sobre su unión. Ambos, Bill y Alice, son guapos, adinerados, deseables y seductores. Tienen una hija pequeña (posiblemente un remedio, fracasado, para aliviar su hastío). Tom Cruise y Nicole Kidman (matrimonio real en aquella época) encarnan los personajes. Una confesión nocturna de ella, motivada más por el hastío que por el hachís, en la que relata una vieja historia de amor pasional que mantuvo con un oficial de marina, desata en ellos una búsqueda de respuestas al sentido de su existencia en común, que conlleva una apertura erótica individual y una posterior bajada a los infiernos, especialmente la de Bill, que concluirá en un reconciliador (y posiblemente también decepcionante) «tenemos que follar».

Entre la confesión y la conversión, en dos días y tres noches, salen en este largometraje la problemática del ser sexuado, los meandros del deseo con sus pasiones, las fuerzas centrífugas y centrípetas (la infidelidad, los celos, el desconcierto) que nos alejan y acercan a las propias identidades centrales (las individuales y la de pareja), el horror, la ambigüedad entre lo real y la fantasía («la vida es sueño») y la fascinación por lo desconocido de nosotros mismos, por lo siniestro que nos conforma y forma el mundo. El sexo, en definitiva, y su infinita complejidad en animales sexuados que tienen que lidiar con esa condición que les empapa en cuanto humanos.

Tráiler de la película

Análisis: la simbología de Kubrick

Y Kubrick se pone manos a la obra. Por ejemplo, con la simbología de los colores: el rojo para el sexo y su furia y el azul para la estabilidad, el amor conyugal y la realidad, que pasa pero no se precipita (el color de las dos pastillas que Neo [Matrix] puede tomar para seguir como estaba o ver lo que hay detrás); y el color de las luces multicolores representadas por los numerosos árboles de navidad, que aparecen y que quizá simbolizan el tesoro oculto al final del arco iris… o de la vida.

Bill, en su desconcierto, inicia un contacto con una joven prostituta, Domino, con quien, después de acompañarla a su casa y establecer las condiciones del acuerdo carnal (menos complejo y mucho más explícito que el que tiene con su propia mujer), decide no acostarse. Pero la rechaza de una manera tierna y la recompensa ampliamente en lo económico (Bill tiende a arreglarlo todo con la gran generosidad de su cartera), pues quizá Bill, más que follar, quiere comprender. Su decisión se ve recompensada por una especie de premio moral tendente al orden familiar y doméstico; Domino tiene el VIH, aunque ni ella misma lo sabe en el momento en que está a punto de encamarse con Bill. Orden moral o moralina que también salva a Bill cuando, descubierto como intruso en la orgía (en la descomunal, elitista y exquisita orgía que se articula como escena central de la película), es salvado por la misma prostituta que él había atendido en casa de su amigo Ziegler (el actor Sydney Pollack, el verdadero y quizá diabólico inductor de Bill en su peculiar periplo).

Pero, además de colores y escenas, hay concepciones. Una de ellas muy polémica y que a mí me resultó particularmente evidente: las mujeres. Todas son bellas y homogéneas (en las hechuras, las tetas y hasta el color de pelo), como las fotografiadas por Helmut Newton y todas pueden ser vistas profesionalmente (como Domino o Mandy), maritalmente (como la propia Alice) o como mera inclinación a ser putas (su paciente, con las tetas al aire en la escena [azul] de la consulta o las dos que en la fastuosa fiesta inicial de Ziegler se le agarran al bueno de Bill de los brazos, como putas). Putas de buena condición, sin doblez ni maldad (la avaricia, el caos y la guerra queda reservada para ellos) que sujetan el orden social establecido de forma paralela al de la familia, pero de una manera tan necesaria y real como a esta última. O la concepción de las jerarquías sociales con una élite (también elitistamente libidinosa) en forma de colectivo exclusivo que acumula el poder y el dominio en el mundo, y de la que Bill es rechazado (en la famosa orgía, verdadera cohesión del grupo de «los elegidos», del que él nunca formará parte más que para servirlos) y que Kubrick tiende a representar como agrupaciones de carácter esotéricas (como quizá la masonería). O la concepción de la máscara como identidad primaria de todos nosotros, que no nos oculta sino que nos identifica, especialmente a los que conforman ese grupo de élite… Por eso, Bill es reconocido, pese a ir enmascarado nada más poner el pie en la orgía; ellos se reconocen entre sí a simple vista, por lo que son, por sus máscaras.

Una película que dice mucho más de los espectadores que del propio director

Como decíamos al principio, hay propuestas cinematográficas inagotables para el análisis en las que la extensión del texto es lo único que determina cuándo parar de analizar. Y es que no hay en Kubrick ni en Eyes Wide Shut nada dejado al azar. Nada. Ni un gesto ni un elemento del decorado de cada escena, que no merezca páginas y páginas de análisis psicológico, sociológico, filosófico o simbólico. Eso hace de la película, para el ojo que la ve con inquietud, una obra interminable, infinitamente abierta y rizomática, pero también la convierte, para el espectador que con toda legitimidad simplemente ve pero no observa, en una película que transita entre lo entretenido y lo tedioso. Algo propio de la genialidad. Y es que quizá Eyes Wide Shut, como todas las obras maestras y pese a lo que Kubrick pretendiera decir, dice más de nosotros, los espectadores frente al mundo, que del propio autor en su mundo.

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