Relatos eróticos

Al calor del Lobo (3): El cuento de Édith – Relato erótico

Ya puedes leer la tercera parte de esta serie erótica de espías de Andrea Acosta.

Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la segunda parte aquí: Al calor del Lobo (2): Las medias de Édith.

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Al calor del Lobo (3): El cuento de Édith

—Te he hecho una pregunta —puntualizó Hans; aupó las manos y acarició con los dorsos los costados de Édith, tentándole los pechos y los hombros. Abrió los ojos y desplegó la derecha, dejando en retaguardia a la otra, y besó el pico de la pronunciada hélix de la oreja sin agujerear—. Respóndela —mandó; tiró del guante y descubrió la rojez esmaltada de las uñas.

Édith gimió bajo el anhelado roce y, apretujando los muslos, notó la humedad pegajosa del flujo que emergía de lo más recóndito y necesitado de sí, que le impregnaba los pliegues de la vulva, amenazándole el suave crepé de China de sus bragas. Con la caída del guante se dentelleó el labio inferior, descolorando el carmín.  «Dime, ¿y con qué he de conformarme yo?», recordó la pregunta, así como las distintas conversaciones de la cena, pues cuánto más llenas estaban las tripas y más alcohol intoxicaba las mentes, más se desenredaban las lenguas. Los hombres despotricaron de la «entrometida» Abwehr[1], hablaron de la disolución de una red de maquis[2] en Annecy, con conexiones en París, y de la próxima llegada de nuevos integrantes de la Gestapo con el objetivo de aplastar la resistencia.

—Tendrás que conformarte con que el primer baile en L’étoile te lo concederé a ti y no al Sturmbannführer[3] Müller —asintió, desleal a su palabra. Con Hans mentía, engañaba como una bellaca, y no, no siempre por supervivencia. El hecho probatorio de ello, o de su completa enajenación, era la renuncia a abandonar la ciudad de la luz, desechando las presiones del mando en Londres y aun habiendo sobrevivido con creces a las seis semanas de media, como era lo habitual.

—Que sea ahora —conminó él, abatiendo al otro guante. La rotó para encararla y la observó unos instantes; los ojos ambarinos de Édith resplandecían por la combinación de deseo y de las burbujas del champagne, sus mejillas estaban prendidas de rubor y el pintalabios, desgastado. En las curvas de aquellas pestañas, que soportarían el peso de las lágrimas antes de ser vertidas en su nombre, Hans ocultó los crepúsculos en los que se había permitido la debilidad, en los que había descansado en duermevela con la cabeza acurrucada en el templado monte de Venus de Édith.

—No hay música… —objetó ella, y habida cuenta de que podría haberla hasta a expensas del tocadiscos portátil ya que, junto a este y en el salón, Hans había colocado un gramófono traído de su período en Praga tras su estelar ascenso, y en el que, meses ha, el Brigadeführer[4] Gruber, en un ademán para conmemorar los buenos momentos compartidos con este, lo puso en marcha con Ich bin die fesche, Lola. La alegre y traviesa canción transmutó la expresión de Hans, que sacó el disco y lo rompió en un arrebato que ella seguía sin comprender; esa lobreguez volvió a hacerse presente, Édith la estaba viendo en los azulados ojos de Hans, como un par de relámpagos que rasgaran la más oscura de las noches. Sosteniéndole la mirada, le acarició los antebrazos tratando de descifrar si la anterior llamada guardaba relación con ello o con nada, pero lo único que sacó en claro era que él soterraba algo y lo hacía muy adentro, hasta el condenado fondo.

— ¿La necesitamos? —dijo, retorico; ellos bailaban con y sin música, en la frescura del colchón, sobre las pieles del abrigo de zorro plateado de Édith y el cuero de los asientos del Mercedes, en la marejada producida por sus cuerpos parcialmente sumergidos en la jabonosa agua de la bañera de patas doradas y leoninas… Hans le asió una mano y besó la palma, la muñeca, donde a ella le latía vivo el pulso, y la arrimó con el brazo opuesto, acariciando con la punta de los dedos el estrecho espacio entre el fin de la tela, las orejas del lazo y la piel de la espalda. A través de la línea de teléfono se había convertido en un traidor, un desertor al Führereid[5], mas no de su Alemania, viviendo un estado de engaño[6], y ni mucho menos de Édith. La semilla surgida en Lídice[7], abonada con sudor, sangre y lágrimas, extendió sus raíces, pero él no compartiría sus frutos con ella, no directamente, al menos.

—No… —convenió Édith en un soplo de aliento. ¿Llegaría a reconocerle que en sus comienzos había estado a punto de escabullirse al baño con los pies descalzos y ataviada de desnudez, blandiendo la afilada hoja de afeitar con la que él mantenía ese pulcro, casi obsesivo, afeitado, aprovechándose de su sueño…  Bloqueó el pensamiento, escondiéndose: los dos eran marionetas en un continuo juego de luces y sombras.

 —Entonces, baila conmigo ahora —instó Hans, apretando en la suya la mano que había besado. Marcó el ritmo con los pies a la espera de que Édith lo acompañara, danzando sobre la altura de los tacones, y al hacerlo los pechos respingaron pesados contra su torso, y los enhiestos pezones, pese al material del vestido y de su camiseta interior, le escoraron la piel.

Afuera, el viento se desperezó, vedado de cosquillear las caras de los paseantes nocturnos, de los enamorados que entrelazaban las manos e incluso de los pocos gatos que restaban, saltando los tejados, y todo a causa del toque de queda.

Hans se detuvo y la hizo girar con brusquedad; tanta que la horquilla voló liberando la cabellera de Édith y patinó bajo una chaise longue. Desconsiderado con la moda, abrió el cierre del vestido tras el cuello de Édith y jaló de la tela, desvistiéndola salvo por las bragas francesas de corte al bies, el liguero y las medias debajo de la sedosa prenda—. Meine Blume[8]—murmuró, ronco, besándole la yugular entre despeinadas hebras castañas. Amparó las manos a los enardecidos pechos, cuyas areolas y pezones habían adquirido un matiz encarnado.

En la Schneewittchen de los Hermanos Grimm, la reina malvada trató de clavar un peine envenenado en el cuero cabelludo de Blancanieves para acabar con ella, empero solo logró rasguñárselo y la joven se salvó. El cuento de Édith era muy distinto: el ornamentado pasador obtuvo su sangre, unas gotas de rojez ya emponzoñada que rubricaban una maldición intemporal. Jadeó, inestable, sobre los tacones y volteó en una nube de cabello y carne trémula. Gimió, enarbolando los brazos para tocar la solidez tensionada de la nuca de él, mojándose las yemas de los dedos con el rocío del sudor recién brotado.

Ya puedes leer la cuarta parte aquí: Al calor del Lobo (4): Édith separa los muslos – Relato erótico

[1] Organización de inteligencia militar alemana con muy mala relación con el SD. Esta fue disuelta por orden de Adolf Hitler el 18 de febrero de 1944. Wilhelm Franz Canaris, el hombre que estuvo al frente de la Abwehr fue ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg el 9 de abril de 1945 a raíz del atentado frustrado (Operación Valquiria). Se dijo que había conspirado varias veces contra el Führer.
[2] Guerrilla francesa de resistencia contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
[3] En alusión al rango: SS-Sturmbannführe.
[4] En alusión al rango: SS-Brigadeführer.
[5] Juramento de obediencia y lealtad hacia Adolf Hitler.
[6] Claus Schenk von Stauffenberg fue un destacado militar herido durante su servicio en la Afrika Korps (perdió el ojo izquierdo, parte del brazo derecho y dos dedos de la mano izquierda). Al principio, estuvo a favor de Hitler, sin embargo, dicen que tras las derrotas bélicas y las acciones de los denominados «escuadrones de la muerte», empezó a ver al Führer como un enemigo de Alemania, la cual argüía de «estar bajo un estado de engaño» y a él, de «peligroso». La idea tras efectuarse con éxito el asesinato de Hitler y la anulación de aquellos que le eran leales, era negociar para finiquitar la guerra. Con anterioridad al 20 de julio de 1944, hubo simulacros y tentativas, y el 15 de julio de ese mismo año, en Rastenburg (nombre alemán dado a la ciudad polaca de Ketrzyn) un intento fallido. Al final, Stauffenberg murió fusilado al grito de «¡Viva la Santa Alemania!» (o «¡Larga vida a la sagrada Alemania!»).
[7] En alusión a La Masacre de Lídice, que tuvo lugar el 9 de junio de 1942 en represalia a la «Operación Antropoide» (atentado contra Reinhard Heydrich). En cumplimiento a las órdenes de Hitler, se asesinó a todos los varones mayores de quince años de la localidad; tras estar retenidos en el Liceo de Kladno, las mujeres y los niños fueron llevados a la estación: ellas con destino a Ravesbrück, en Alemania y los pequeños transportados al campo de exterminio de Chelmno, donde fueron gaseados a excepción de los que superaron el denominado «control racial», para, finalmente, ser dados en adopción a familias arias o alistados como niños soldados en la Volkssturm. También se asesinó a las mascotas, se quemó la aldea y se demolieron los restos mediante explosivos. Tras lo mencionado, que fue meticulosamente grabado y fotografiado, los perpetradores organizaron un banquete de «celebración». A diferencia de otras masacres silenciadas o negadas por los nazis, la de Lídice se publicitó como una gran victoria a través de todo el engranaje propagandístico.
[8] (ALE) Mi flor.

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