Relatos eróticos

Al calor del Lobo (2): Las medias de Édith – Relato erótico

No te pierdas la segunda parte de esta gran serie de Andrea Acosta.

Si no lo hiciste, te recomendamos leer antes la primera parte aquí: Al calor del Lobo (1).

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Al calor del Lobo (2): Las medias de Édith

El humo se enroscaba, cabriolaba saliendo del despacho como surgía incesante de las chimeneas de las monstruosas locomotoras que volaban sobre las vías férreas, aprisionando en sus vagones, como fauces infernales, la desventurada carga humana.

—Para ti siempre hay algo, pero esta vez no es chocolate —decretó Hans en la silla. Entre el valle del dedo medio e índice, apretó el cigarrillo; tocó sus labios con la palma y le dio una calada. Los efectos de la pervitina[1] se quedaban en una charada en comparación con lo que Édith le producía, y la mera idea de desintoxicarse lo desafiaba con la severidad de la abstinencia, una que dudaba tolerar; no obstante, estaba abocado a ella, y más después de la acordada llamada de Stauffenberg que, cuando él descolgó, reafirmó su determinación en el complot. Édith apareció en el umbral y él exhaló, vaciando los pulmones, y su verga se llenó, inflamándose—. Y una disculpa por la espera —añadió con el gatillo en la bragueta dispuesto, afrentando al de la Luger que dormitaba en la mesa.

—Disculpa aceptada —sonrió Édith—. A lo importante, ¿qué es lo que tienes para mí? —tarareó, suspendida en el éter que la separaba de Hans Klaus von Thüringen. Él, sin aviso, había arribado a la ciudad junto al frío, con los vientos del pasado invierno, derramando sangre que, al caer al nevado manto, tornaba en brillantes rubíes; una burla poética—. Dímelo…  —rogó, rememorando la oscuridad de los cristales de las redondeadas gafas de sol en un día encapotado, el crujir de la negra piel del abrigo sobre los amplios y arios hombros, vanagloriándose estos de su inmaculada ascendencia. Oh, ella recordaba el miedo que le ululaba en el estómago, convirtiéndose en feroces náuseas, y este no se había ido del todo, ni siquiera una vez envuelta en el calor de su cuerpo, en el columpiar de su boca, en la placidez de sus camas, la primera al otro lado del pasillo (un obsequio del Reichsführer y a regañadientes de un Göring en kimono de seda y con un bol de tabletas de codeína bajo el brazo), y la segunda, y en la que llevaba unos días durmiendo sola, en el discreto apartamento en la rue Androuet, en el sector de Montmartre.

—Medias —respondió Hans, sucinto, tentado en fraccionarse el alma y confinarla en las perlas engarzadas en el pasador que acicalaba las ondas del cabello color castaño de Édith. La máscara veladora de expresión que él usaba se derretía al igual que la cera de una vela con ella; su gruesa nuez lo delataba al vibrarle en el gaznate y la polla, «La muy bastarda», le bramaba en la bragueta. «¿Y cómo no hacerlo?», se compadeció de sí, contemplándola. En el dormitorio, y al cobijo de los cajones de las mesitas de noche, se amontonaban varios paquetes de preservativos[2], y en el baño, y hasta en la guantera del Großer Mercedes. Por supuesto que no era el único con una relación extramatrimonial, que no varias, como otros tantos, pues estaban en París y la propaganda se había encargado de incentivar que considerasen la ciudad casi como un barrio rojo, pero lo suyo era harina de otro costal. «Herr Doktor, no lo está entendiendo… ¡Me arde el corazón!», le había vociferado al facultativo en la consulta privada de Múnich, durante su viaje a la capital del partido[3] tras conocerla.

—Serán de nylon[4] —sonrió Édith con cierta ironía; las medias, de nylon o no, el café, el caviar, el coñac, las sardinas en lata o los cigarrillos alemanes como el que él se estaba fumando, del mismo modo que si consumiera la vida, o como cuando la tomaba a ella, suponían valiosos trueques más allá del Ritz. Soltó el cierre de la capa y la dejó en la silla al lado opuesto del escritorio en el que Hans se hallaba. Estirándose sobre la madera, le quitó el pitillo de los labios y le dio una calada que manchó de carmín el papel—. No puedes hacerte una idea de lo difícil que es remendar tus destrozos… —dijo en reprimenda, y retornando el cigarrillo a la boca de este—. Y nuevas no son nada fáciles de conseguir, estamos en guerra —repuso con descaro, incorporándose de manera que los senos danzaron bajo la tela.

—No, no son de nylon —contestó Hans, sintiendo en los labios el calor que agostaba el pitillo; lo remató de una calada y agrupó la colilla con el resto en el cenicero de grueso vidrio en la mesa, adyacente al postrero número del Der Stürmer, y del pequeño y desbaratado cuaderno de dibujo en el que, a carboncillo, pintaba distintas escenas: un perro durmiendo al sol en una terraza en los Campos Elíseos, un jinete cerca del Arco de Triunfo… Al acabarlos, sacaba la hoja y la enviaba a sus hijos en Berlín, sumados a una carta escueta en contrapunto a la larga llamada telefónica semanal. Se izó en toda su altura y se retiró los tirantes ceñidos en los hombros desde los pantalones—. También estamos en guerra para el chocolate —arguyó sin entonar el mea culpa por las medias caídas.

Destensó las bandas que le sujetaban las mangas de la camisa y se desabotonó los puños; hizo lo propio en el cuello hasta abrirla y se la pasó por los hombros; la sacudió con firmeza, dispersando trazas de almidón que flotaron en el ambiente. Vestido con la camiseta interior, acomodó la camisa en el respaldo de la silla, a diferencia de la gorra de plato y de la alhajada chaqueta con un grupo de condecoraciones montadas en lazos y el brazalete con la esvástica que le lamía la manga, organizado todo en un galán habilitado exprofeso en el despacho.

—¿Vas a negarme ese gusto? —ronroneó Édith, que no tenía un Dios al que encomendarse y, de haberlo, abjuraría de ella por más que tratase de justificarse, de reiterar que aquel lobo tenía algo de cordero; lo gritaba su intuición y esta la había mantenido viva. Y si se equivocara, bastaría con resignarse con los logros obtenidos a cambio de un sacrificio que le estaba costando la vida, por más que en la práctica siguiera respirando… «No», le aseguró la conciencia cuando Hans se alzó y atacó, impío, a su libido en un despliegue de músculos curtidos, afeados por costurones y una O[5] tatuada en el interior del antebrazo izquierdo.

—Desde luego, negártelo sería novedoso —rio Hans; abrió una de las cajoneras del mueble y extrajo no una, sino tres pares de cajas que contenían los satinados complementos—. Tus medias —indicó, lanzándolas ante ella en el escritorio, con la cicatriz en el semblante emblanqueciéndole parte del labio al sonreír. Édith no encarnaba la damisela frágil, necesitada de protector, era así como una flor que crecía en los roquedos, osada, fuerte aun con el viento helado azotándola, y ese era otro de los motivos por los cuales ella le fascinaba.

Édith, por el momento, calló, escuchando el reverberar de la risa de este, el tintineo metálico de los cierres de los tirantes que pendían de los torneados muslos, el crujir de las altas botas de caña, el crepitar de las ascuas incandescentes en el masculino pubis, escalfando el contenido de los colmados testículos y endureciendo la polla de Hans, que ella, ella quería en su boca, pesada, revenada, almizcleña.

El tocadiscos de ser insuflado con raciocinio, uno del que ellos dos carecían, haría sonar Por una cabeza[6].

Hans bordeó la mesa y las plumas de la capa de Édith se agitaron… Su padre, en una de las partidas de caza de patos, le había insistido en que, si en alguna ocasión tenía a tiro un cisne y este iba con su pareja, debía matarla en un acto de compasión. Por ello, la pasada noche del 21 de abril, cuando los bombarderos Lancaster arrojaron su carga sobre ellos derramando la sangre de Édith, él se cuestionó si acaso podían esperar misericordia. Ateo al respecto y creyente en la consabida sed de venganza, se planteó, llegado el momento, en confiar dos balas en la recámara de su Luger y en descerrajar la primera en la nuca de Édith, otorgándole una muerte rápida e «indolora», y la segunda, directa a su sesera… ¡Bang! Asimismo, sopesó el uso de cápsulas de cianuro y hasta una inviable fuga.

—Me conformaré con un estuche de finas lenguas de gato —musitó Édith, aguardando a que la mano engalanada en el dedo anular por el Totenkopfring[7] le rozara la mejilla para virar en los tacones dándole la desnuda espalda.

A falta de Scho-ka-kola[8], o gruesos pedazos de chocolate en tableta, las lenguas harían servicio; las últimas las había destinado al piloto británico que habían localizado en las cercanías de Lyon y escondido en el granero de la señora Moreau. Los «regalos» de Hans no eran antibióticos o analgésicos, sin embargo, el chocolate obraba pequeños milagros.

Hans cerró la mano en un puño: vacía, estaba vacía, como sus entrañas, si transigía en que Édith se le escurriera entre los dedos cual ceniza al viento…

—Dime, ¿y con qué he de conformarme yo? —interpeló en avanzada; clavó las botas en la alfombra, restándoles la distancia de un agónico suspiro. Condujo la diestra alrededor de la cintura, acariciándole el vientre, y pujó las caderas, odiando el decorativo lazo que le impedía el contacto con las masticables nalgas. La zurda la imitó, abrazándola, hincando los dedos en un gesto amoroso y en absoluto doloroso. Arrió la testa y zozobró en la recogida cabellera, oliéndola y jurando que las retenidas ondas en el pelo de Édith serían capaces de ahogar a todos los enemigos del Reich si no se hubieran batido en retirada en Dunkerque.

—Gracias por las medias —murmulló ella, venciendo el cuerpo contra el sólido calor, y viendo el reflejo de ambos en el cristal de una de las puertas.

Ya puedes leer la tercera parte aquí: Al calor del Lobo (3): El cuento de Édith – Relato erótico

[1] El Pervitin o Pervitina fue una metanfetamina parecida al speed, creada en 1938 y empleada entonces con gran éxito entre la población civil. A grandes rasgos, dicha sustancia aumentaba la confianza, la concentración, reducía el dolor, el hambre, la sed, inhibía la necesidad de dormir e incitaba a la voluntad de asumir riesgos. Todo ello, la convirtió en el aliado perfecto de la blitzkrieg. Entre los meses de abril y julio de 1940, la cifra de tabletas suministradas superó los treinta y cinco millones.
[2] «Madres, vuestras cunas son ejércitos durmiendo»; cita de Adolf Hitler. Tal fue el furor natalicio en Alemania que este promovió que entre 1933 y 1939 los nacimientos aumentaron hasta un 25 %. En base a la política de natalidad del Führer, la anticoncepción estaba prohibida, salvo excepciones, ya que se llevaron a cabo esterilizaciones masivas de aquellos individuos no aptos, según el canon, para reproducirse. Así como numerosas prostitutas acabaron encarceladas o directamente asesinadas, se establecieron burdeles en los lugares ocupados, pues conforme se conquistaban territorios, las enfermedades veneras se extendían entre las tropas a pesar del intenso reparto de panfletos informativos y de otros medios disuasorios. También se creía que los hombres satisfechos sexualmente incurrían menos en la violación; no obstante, y temiendo que estos engendraran, y que en según qué casos (véase Ucrania) el aspecto de los pequeños podía ser más «ario» que el indudable de varios de los jerarcas nazis, se promovió el uso del preservativo. Los médicos militares extendieron recetas y los distribuyeron en grandes cantidades.
[3] Adolf Hitler nombró en 1935 a Múnich como capital del partido nazi (Hauptstadt der Bewegung).
[4] Con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, el uso del nylon para la confección de medias se destinó por completo a la fabricación de materiales de guerra, por ello, estas eran tan escasas que se vendían en el mercado negro a precios exorbitados. Muchas mujeres que no podían costeárselas pasaron a pintarse las piernas con maquillaje color carne y, por detrás, simulaban la costura de la media con una raya a lápiz negro. Por supuesto, ese fue uno de los muchos modus operandi, aunque existen otras variopintas versiones de «falsificar» aquel preciado y resistente complemento.
[5] Blutgruppentätowierung: La mayoría de los miembros de las Waffen-SS llevaban el tatuaje del grupo sanguíneo, el cual y en caso de emergencia, permitía a los médicos realizar con seguridad una transfusión. Al principio, se empleó la Frakturschrift, más tarde la letra Antiqua. Al finalizar la guerra, el tatuaje pasó a ser una prueba de prima facie.
[6] Famosísimo tango compuesto por Carlos Gardel con letra de Alfredo Le Pera, publicado en 1935 y que ha aparecido en numerosas películas y en televisión; pero cabe destacar la importancia de este género musical en especial como acompañante de la muerte en los campos de exterminio, los guetos y a los soldados en el frente. Véase, por ejemplo, Plegaria, conocido en los campos como «El tango de la muerte».
[7] (ALE) Anillo de la calavera, anillo de honor de las SS (SS-Ehrenring).
[8] Scho-ka-kola: cacao, café, cafeína y cola, comercializado en tabletas redondas divididas en ocho porciones dentro de una característica lata roja y blanca. A inicios de la Segunda Guerra Mundial, comenzó a distribuirse entre los pilotos de la Luftwaffe, conocido entre ellos como Fliegerschokolade (chocolate de los aviadores) con el objetivo de ser un aporte energético, combatir la fatiga, disminuir la sensación de hambre y estimular la capacidad de concentración.

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