Relatos eróticos

Relatos ero: Sexo en Halloween – Relatos eróticos cortos

Explora la sensualidad de Halloween en estos dos relatos eróticos de Brenda B. Lennox. La noche de los vivos y Fantasmas son dos elegantes historias donde la realidad y su anti-fantasía se mezclan con las ensoñaciones y lo propiamente fantástico de la noche de muertos.

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Relatos ero: Sexo en Halloween

La noche de los vivos – Relato erótico corto (1)

Todas las casas estaban profusamente decoradas para celebrar Halloween; todas menos la mía, claro. Lo odiaba, por mucho que supiera que hunde sus raíces en antiguas tradiciones europeas. Se había convertido en una tradición yanqui. Y punto. Por eso la celebraban mis vecinos que imitaban todo lo norteamericano, incluyendo las invitaciones a barbacoas y tartas de bienvenida cuando me mudé. Maldita la hora. Parecía un sueño: chalet con amplios ventanales, piscina y jardín en una urbanización tranquila y familiar. Perfecto para escribir. Perfecto hasta que se enteraron de que escribo erotismo. Desde entonces, mi sueño se convirtió en pesadilla y ellos, en sus monstruos. Me sentía como Elvira en Mistress of the Dark.

¿Y si me disfrazaba de ella? Me reí imaginando la escena; los niños se centrarían en las golosinas, pero a las madres les daría un susto de muerte. La risa se congeló en mi garganta. No… bastante tenía ya. Además, seguro que no vendría nadie. Mierda de puritanismo.

Preparé canapés y sopesé dos películas de miedo, mi única concesión a la noche de los muertos. ¿El Drácula de Tod Browning o el de Terence Fisher? Terence Fisher, siempre me había dado morbo Christopher Lee.  Puse un bol de caramelos en la mesita de la entrada por si acaso, me ovillé en el sillón con la cena, descorché la botella de vino y le di al play. Media hora después, le di al stop. Había acertado: nadie llamó para pedir caramelos, pero sí estamparon huevos podridos contra la fachada. Estaba indignada. No habría una tercera vez. Me aposté junto a la puerta, esperé en silencio y cuando sonó el timbre abrí con la furia de Lilith. Me quedé inmóvil presa de la estupefacción.

—¿Truco o trato?

La lujuria brillaba en sus ojos y me estremecí. Le deseaba, desde el primer día, por eso accedí a que cuidara de mi jardín. Me gustaba observarle oculta tras las cortinas. Oculta, sí, los tabúes me frenaban. ¿Cuántos años tendría? ¿26? Muchos menos que yo, aunque… ¿qué era mucho menos? El día anterior dejé de dudar. El cuerpo fibroso se le marcaba debajo de la camiseta y los vaqueros ajustados. No pude evitarlo. Abrí la cortina y mi bata, y deslicé una mano por mi vientre hasta el pubis. Jugué con el vello ensortijado, con los labios que se humedecían, con el clítoris que se hinchaba. Pero no eran mis dedos los que describían círculos a su alrededor, los que seguían la estela del deseo, los que se hundían en lo más profundo de mi sexo. Eran los suyos, y sus labios, sus dientes, su lengua que chupaban, mordían, lamían, penetraban cada vez más hondo, cada vez más fuerte, cada vez más rápido hasta que cerré los ojos y me corrí en su boca. Los abrí de nuevo. Me miraba en la distancia. Saludó con la mano. Yo le respondí con la mía que brilló, perlada de lubricación.

Su voz me sacó del recuerdo.

—No has contestado —Mordí una manzana de caramelo y se la ofrecí.

— Los dos.

Fantasmas – Relato erótico corto (2)

—Aquellos chavales te hubieran seguido a cualquier parte, tío. Muchos todavía lo harían, ¡qué carajo!
—Sería maravilloso, si se me ocurriera algún sitio adonde ir.
Susan E. Hinton. Rumble Fish.

Se llamaba Jorge, pero para mí era «el chico de la moto» de Rumble Fish, «alto y oscuro como una sombra». Todos los tíos le respetaban, todas las chicas le deseábamos, todos le hubiéramos seguido a cualquier parte. La diferencia es que a él si se le ocurrió un sitio adonde ir: a una rave; y con quien: conmigo.

Mentí a mis padres diciendo que me quedaría en la casa de mi mejor amiga y salí vestida como la niña buena de colegio de monjas que era. Me cambié en los baños del centro comercial: disfraz de ángel con mini-túnica blanca y alas negras. A Sor María le hubiera dado un infarto. «El chico de la moto» me recogió a las 9. Vaqueros ajustados, camiseta blanca y chupa de cuero.

—Paso de los disfraces de Halloween, «la oscuridad se lleva dentro».

Me sentí ridícula, más aún cuando el viento gélido de octubre azotó mi cuerpo, apenas protegido por un abrigo negro, y tuve que apretujarme contra su espalda.

El viejo caserón abandonado se recortaba en la oscuridad como la pensión de Norman Bates. Brujas, vampiros, zombies y demás monstruos nocturnos bebían, bailaban y fumaban en la única habitación iluminada del edificio. Cuando entramos, le engulleron como las crías alienígenas a Ripley en Alien Resurrection y me quedé sola. Intenté integrarme, pero a las dos horas estaba mareada por el humo, las luces intermitentes y la música ensordecedora. Necesitaba aire.

Deambulé por las habitaciones cubiertas de escombros, maleza seca y basura hasta que llegué a una capilla semi-derruida. Las vidrieras estaban resquebrajadas, el altar cubierto de polvo y las paredes desnudas de toda imagen religiosa.

—A esto se reduce todo —pensé—, no tenía que haber venido—. Su voz a mi espalda me despojó de todas las dudas.

—Estaba buscándote —dijo.

Me giré y nos besamos, voraces, con la lengua, con los dientes, con los labios. Acarició mis pechos por encima de la tela y los pezones se endurecieron. Gemí en su boca, me apreté contra su cuerpo y acaricié su miembro por encima del pantalón. Me levantó la túnica, se arrodilló entre mis piernas, desplazó las braguitas de algodón y comenzó a lamerme. Estaba ardiendo, pero le separé, no quería follar allí.

—¿Tienes miedo? No tengas miedo. Yo no temo a nada.

Siguió chupando mientras se desabrochaba el cinturón. Su polla erecta y venosa brilló bajo un haz de luna. Me rendí, la apresé con la mano y la guié hasta el centro de mi sexo. En ese preciso instante, una sombra se cernió sobre nosotros y un viento gélido nos erizó la piel. El tiempo se detuvo. Escuchamos un rumor de patitas escarbando el suelo infecto y una manada de ratas se precipitó entre nuestros pies chillando enloquecidas. Otro chillido sepultó el suyo, el del «chico de la moto» que huyó como alma que lleva el diablo, con los pantalones desabrochados y el culo al aire, sin mirar ni una sola vez para atrás.

No tengo ni idea de lo que asustó a las ratas aquella noche, pero algo me quedó muy claro: los fantasmas existen.

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