Si no lo hiciste, te recomendamos leer la segunda parte aquí: El desconocido (2)
No hay sonido, solo el leve roce del aire entre ambos. Él está ahí, de pie, quieto, como si hubiera estado esperando toda la vida ese momento. Silvia lo mira. No dice nada. Lo que hay entre ellos no necesita nombre. Afuera, la noche parece detenida.
El pasillo está oscuro. La luz que llega desde el interior de la casa es tibia, amarillenta, como si viniera de un tiempo anterior. En ese límite, él no entra todavía. Ella no retrocede. Se siguen mirando. Es la primera vez que lo ve, pero hay algo en su presencia que no sorprende. Como si lo hubiera sabido siempre.
El silencio es largo, casi insoportable. Él la observa de una forma que no había conocido antes, como si cada gesto, cada respiración de ella, fuera parte de una historia que solo él pudiera leer. Silvia no tiene miedo. Durante semanas lo había temido, lo había imaginado como una sombra que la seguía, que conocía lo que nadie debía conocer. Pero ahora, frente a él, siente una calma extraña.
Él da un paso. El sonido de su zapato en el suelo se mezcla con el latido del corazón de Silvia. Todo parece ocurrir dentro de ese ruido mínimo. Ella se aparta apenas, le deja el espacio para entrar. Cuando la puerta se cierra, la casa cambia. El aire es distinto, más denso, como si algo se hubiese desplazado dentro de los cuerpos, de las cosas, de los muebles.
Silvia siente que respira más despacio. No piensa en nada. No intenta comprender. Él está frente a ella. No la toca. Solo la mira, y en esa mirada hay algo que la desarma. Ella aparta la vista. Camina hacia la ventana, aunque no sabe por qué. Las cortinas parecen moverse con el viento. La noche afuera es una extensión del silencio que hay entre los dos.
Él se acerca. Lo siente detrás, sin necesidad de verlo. No es miedo. Es otra cosa. Algo que se parece al vértigo y al abismo. Silvia cierra los ojos. La respiración de él está cerca, se mezcla con la suya. Hay una lentitud nueva en el aire, como si todo el tiempo del mundo se concentrara en este instante.
Piensa que ha sido observada durante tanto tiempo que ya no recuerda cómo era no serlo. Que la soledad y la exposición se parecen. Que tal vez eso sea el deseo: el riesgo de ser vista sin defensa. Abre los ojos. Él sigue ahí, inmóvil, pero en su rostro hay una rendición. Algo que no es poder, sino abandono.
Silvia levanta la mano. No para tocarlo, sino para que el aire entre ellos tenga forma. Él apenas inclina la cabeza. En esa distancia mínima ocurre algo que no puede nombrarse. Es un reconocimiento. Un regreso. Una tregua.
El silencio es absoluto. Se oye un golpe suave del viento en la ventana. Afuera, la ciudad continúa, indiferente. Dentro, todo parece suspendido. Ella siente que el cuerpo se le llena de la luz tenue del pasillo, algo que nace muy adentro, como una respiración antigua que vuelve. Él la mira con una intensidad que ya no asusta. Es una mirada que comprende, que no pide.
El tiempo se detiene. No hay futuro. No hay pasado. Solo la certeza de estar ahí, en el centro de algo que no se repetirá. Silvia siente que podría llorar. No lo hace. Sabe que no es tristeza. Es otra cosa.
Él da un paso más, leve, casi imperceptible. Como si sus pies no pisaran el suelo. La cercanía tiene una densidad que duele. En ese límite, en esa línea invisible que los separa y los une, ella entiende. Que no hay secreto, ni amenaza, ni historia. Que todo lo que fue miedo ahora es vida.
Durante un instante, el mundo entero parece respirar con ellos. Luego nada. Solo la quietud. Silvia lo mira, y en ese gesto hay algo final, definitivo. No es una despedida, pero tampoco una promesa. Es la aceptación de lo que ocurre y de lo que ya no necesita ocurrir.
La luz se vuelve más suave. En el silencio, su corazón late despacio, regular, tranquilo. Él no se mueve. Ella tampoco. Se miran. Y en esa mirada todo se disuelve: el pasado, la incertidumbre y el miedo. Solo queda el presente, limpio, intacto.
Silvia sonríe levemente. Es un gesto casi invisible. Pero en él hay algo que limpia el aire, que lo vuelve más claro. La habitación parece llenarse de una calma nueva. No es felicidad. Es algo más profundo.
Y así, en el instante exacto, podría empezar cualquier cosa. Él la abraza y la lleva hasta la habitación que conoce bien por haberla espiado tanto tiempo. La acuesta en la cama y Silvia se abre. Se coloca de tal manera que él no quiere resistirse a estar dentro de ella. Su pene le duele. El coño de Silvia supura. Y se quedan ahí, dentro el uno del otro, como dos piezas de puzzle que encajan. Detenidos, húmedos, respirando el mismo aire, hasta que ya no hay diferencia entre lo que está dentro y lo que está afuera, entre la noche y ellos.
Entonces, Silvia sabe. No piensa: siente y sabe. Que todo lo que temió se ha disuelto. Que la libertad ha llegado en silencio, sin aviso. Tan solo con unos mensajes de un desconocido que un día, hace tiempo ya, la atemorizaba.
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