Relato erótico

El tercer elemento – Relato erótico

Explora en la elegante historia de un trío, firmada por la exquisita Valérie Tasso.

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Relato erótico

El tercer elemento

La dulce agonía tiene nombre masculino. Rectifico: tiene nombres masculinos. Dos, para ser exacta. Y se tararean como la maldita melodía de un hit de verano. Aquella que se coloca como un chip en nuestra masa encefálica mediante no sé qué misteriosa técnica.
Mi dulce agonía es par: A. y B. Gemelos en lucidez y en el don de palabra. Hermanos en el amor y la falta de prejuicios. Incestuosos en la cama y pornográficos en sus manifestaciones del deseo.
Siempre he tenido el talento especial de perderme cuando aparecen las primeras sombras del día. Supongo que es mi estrategia para poder esconder todas aquellas cosas que quiero hacer y que la luz del amanecer suele eliminar como una goma de borrar. Por pudor. Mis sombras son A. y B. Perderme con ellos mientras la noche me sopla en la boca. Los ojos de A. y B. se agrandan, tengo ganas de masticarles las mejillas y de empezar juegos peligrosos. En cuanto entrego mi felicidad en sus manos, mis miedos me dejan de repente en paz. Incluso si son ellos los que se muerden las mejillas y me apartan suavemente, un instante. El peso que me invade como si tuviera plomo en los miembros desaparece en cuanto se comen la boca. Las facciones de sus rostros y el color de sus ojos se desvanecen, pero sigo percibiendo un ligero gesto de aprobación y complicidad, cuya única intención es la de agarrar las palpitaciones de sus respectivas yugulares. Se las lamen. Yo, en medio. Cuento los suspiros para burlar la noche, pero me cuesta alejarme mentalmente de ellos. La ecuación es compleja y no quiero correr el riesgo de colapsarme. Me agacho y me pongo a chupar sus vientres tensos por la excitación, subiendo con movimientos lentos, del pubis al ombligo, mientras me aguantan la nuca para que mi pequeña lengua se esmere más. Es una suerte que me agarren así. Por fin, dejo de ser aquella mujer dominante, fuente de conflictos mientras los francotiradores son ahora ellos. Levanto la cabeza, agradecida e intento observarles. No hacen amago de secar la saliva que moja mi barbilla. Soy la niña sucia que lo deja todo perdido. En mi cara, noto sus fluidos que se escurren como las gotas de lluvia contra las ventanas. Un principio de diluvio. Nos mantenemos en silencio. Muchas cosas se vuelven demasiado serias cuando se hablan de ellas. Los tres lo sabemos bien. Por eso me he acostumbrado a ser silenciosa. Al menos, al principio. Tampoco quiero que mi voz entorpezca mis otros sentidos. Al menos, de momento.
A. y B. amasan mi carne hasta los huesos como si quisieran entrar en mí, colarse entre mis nervios y tomar el control. Cuando me levantan y me llevan a la cama, me siento algo mareada. Jadeo como una parturienta. Lo que daría para poder amamantarles… Es cuando más zorra me siento. Porque sé que me necesitan. Parecen dos tubos enchufados a mis pechos y los bombean con sus bocas ávidas. Lo que daría para que no pudieran tragárselo todo y ver cómo, esta vez, son sus barbillas las que se colorean del líquido que salpica y que lamerían con gula. Sé que alimento sus deseos más perversos. Me pinchan los pezones con dos dedos, siempre hay sincronía en sus gestos. Se mimetizan. Cuando estamos en comunión los tres, pienso que soy suficientemente guapa como para existir.
A. se da la vuelta y enseña sus nalgas a B., mientras me deslizo suavemente debajo de sus cuerpos. Sus cojones encierran el olor del ayer, de lo urgente, de la furia ahogada por la noche y las luces tenues de las farolas, de la espada engrasada que se alza, a punto de atravesar ese culo depilado. B. se impacienta y no avisa. A. está anexado y encuentra enseguida el ritmo; mueve sus caderas al compás de B. Yo, el tercer elemento, estoy aquí para recoger de la punta de mi lengua los fluidos que gotean, acoplar mis gemidos a sus resuellos y apretar con mis manos sus culos contraídos.
Suspiran más fuerte y el frenesí hechiza sus cuerpos. Quiero oírles chillar como bestias al acecho. Ahora sí. Despedazar por completo la relativa tranquilidad de la manada.
Ahí es cuando bendigo, de verdad, el ruido ensordecedor de los lobos.

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