Relatos eróticos

Locus amoenus: La última vez – Relato lésbico

Te propongo subir al cielo erótico con esta preciosa y excitante historia de lesbianas relatada por la sublime Thais Duthie.

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NOTA: si quieres empezar por la primera parte, puedes hacer clic aquí: Locus amoenus: la primera vez

Relatos eróticos

Locus amoenus: La última vez

El césped es tan verde como recordaba, aunque cree que la última vez no estaba tan húmedo. Es octubre y la temperatura es agradable. Aun así, ha traído una chaqueta de punto por si se levanta algo de aire, nunca se sabe. Nota cómo los tacones de sus zapatos se hunden el barro y maldice por lo bajo en francés.

—Carla —susurra la otra mujer sacándola de sus pensamientos—. Tan puntual como siempre.

—¡Amy!

—Prefiero Lia, si no te importa —le pide, sentándose a su lado sobre la hierba.

Carla asiente y mira hacia donde estaban los columpios. Ahora hay un tobogán grande y una caseta de madera descolorida. El silencio se sitúa entre ambas. Ninguna de las dos sabría decir si se trata de una pausa cómoda o incómoda, pero sí que es necesitada. Finalmente, Lia decide romperla.

—Estás muy cambiada —susurra, mirándola.

Y es que Carla ya no es rubia, sino pelirroja. Su rostro no está despejado como antaño, ahora está cubierto por una capa de maquillaje que endurece sus facciones. Ha cambiado la faldita plisada con la camisa por dentro por un polo elegante y esa falda de tubo color beige; y los mocasines por unos mary jane. Ni siquiera lleva las gafas de pasta que le quitaban unos cuantos años de encima.

—Tú también lo estás.

Hasta habla diferente: tiene un deje francés inconfundible. Está claro que unos años en Francia pueden hacer estragos en una persona y cambiarla de pies a cabeza.

Carla observa el look informal de Lia: pantalón tejano ajustado y una camiseta básica blanca que delinea sus curvas. Le han crecido bastante los pechos desde la última vez, o puede que se haya operado. Su pelo está algo más largo y lo lleva recogido en una coleta alta. Sí, está diferente, pero es justo lo que esperaba. Aunque ya no es Amy, sino Lia.

—Es que han pasado quince años —le recuerda, como si hiciera falta—. ¿Qué es de ti?

La pelirroja asiente volviendo a mirar hacia el parque y toma aire para volverse hacia ella.

—Trabajo en el bufete de mis padres desde hace años —dice con marcado acento francés—. Me casé y tengo un hijo.

Lia no puede evitar sentir una leve punzada en su estómago, pero la ignora.

—¿Cómo se llama ella?

—Él. Se llama Arnaud —pronuncia en un refinado francés. Nota cómo una mueca se instala en el rostro de Lia, porque recuerda perfectamente cuántas veces le había dicho: «No debes tener miedo porque te gusten las mujeres. Enfréntate a ello, Carla». Trató de deshacerse de aquel retazo que tenía tan presente después de tantos años, porque la verdad es que era un poco doloroso—. ¿Y tú? ¿Qué haces?

Lia suelta una risa irónica y clava los ojos en la hierba. Juguetea con algunas hojas entre los dedos.

—Soy freelance. Ilustro libros de vez en cuando —explica, con lentitud—. No tengo hijos ni estoy casada.

Siempre supe que serías una artista —susurra con erres guturales Carla.

—Y yo siempre supe que te iría bien en París —le dice con algo de reproche, mirándola a los ojos esta vez.

Por un momento, la pelirroja siente que quien tiene delante vuelve a ser Amy y no Lia. Esa mirada dura, pero cargada de cariño le resulta difícil de sostener y, sin pensarlo siquiera, se acerca a ella y la abraza. No es capaz de decir nada, solo huele su perfume. Es el mismo de siempre. Si hubiera sabido que volver a verla removería tantas cosas no habría accedido a encontrarse con ella en el parque donde tuvieron sexo por primera vez. O a encontrarse con ella simplemente.

El cuerpo de Lia se tensa durante unos segundos, hasta que al fin rodea con sus brazos el menudo cuerpo de Carla y acaricia su pelo. No es tan suave como cuando estaban juntas, pero el color es muy bonito y le da personalidad.

Esas caricias inesperadas logran que todas las barreras de la abogada se rompan. Lleva quince años arrepentida de haberse marchado a París, desde que se fue. Y ya no tiene fuerzas. Sale del escondite que había encontrado en el hueco de su cuello y, sin previo aviso, la besa. Sus labios se encuentran a medio camino, como si ya se lo supieran. Como si no hubieran pasado quince años y fuera ayer cuando se habían despedido en el aeropuerto.

Es un beso mucho más húmedo —y, desde luego, más atrevido que los que se daban entonces— que hace temblar a Carla. Se había equivocado y lo sabía. Ojalá pudiera volver atrás, tomar la decisión correcta y recuperar el tiempo perdido. Se separan solo para tomar algo de aire, pero no tardan en volver a besarse con frenesí.

La pelirroja suelta un gemido ronco contra los labios de la otra mujer y se sienta a horcajadas sobre ella. Introduce las manos bajo su camiseta, comenzando a acariciar esa piel que tanto había echado de menos. Lia se queda paralizada de nuevo porque eso está mal, no debería estar pasando. Pero cuando las manos de Carla masajean sus senos y se enfrenta a su mirada —más segura que nunca— no es capaz de negarse. Se rinde a sus deseos y a la pelirroja en concreto, sean cuales sean las consecuencias. Pase lo que pase.

Se miran a los ojos como aquella primera vez y solo encuentran en ellos la excitación de una por la otra. Ha pasado mucho tiempo, pero su historia quedó incompleta y sus sentimientos sepultados por los años, aunque ahora están empezando a salir de entre los escombros. Todos ellos, y de una pieza. Intactos.

Lia acaricia el rostro de Carla, perdiéndose en sus facciones. A pesar de que tiene más de treinta aparenta muchos menos. Baja las manos a la cintura de la pelirroja y comienza a descender por sus muslos apretados por la falda sin dejar de sostener su mirada. Cuando llega al final la sube por completo, dejándola enrollada en sus caderas. Ríe al ver sus bragas de encaje, porque no tienen nada que ver con aquellas blancas de algodón que solía llevar. Carla sonríe y luego sostiene la barbilla de la morena y acorta la distancia, sumergiéndose en un beso apasionado.

Cuando la temperatura se ha elevado lo suficiente, Lia deja a Carla sobre la hierba con movimientos rápidos y ágiles. Se coloca frente a ella y acaricia los muslos de la mujer con parsimonia. Comienza a besar suavemente una de sus piernas hasta terminar en el empeine de su pie. Decide no quitarle los zapatos, porque la imagen le resulta muy excitante. No obstante, separa sus piernas con avidez y hunde su lengua en la tela de las bragas de la abogada. Descubre su humedad al mismo tiempo que la pelirroja libera un gemido y atrapa la tela entre los dientes, bajando la prenda despacio.

—Me alegra ver que eso sigue igual… —dice, y deja las bragas sobre la hierba, en cualquier sitio, y observa su intimidad.

—Muchas cosas siguen igual —replica Carla, notando cómo su pecho comienza a subir y bajar mucho más rápido que antes. Está muy excitada—. Demasiadas.

Lia arrastra los labios por la ingle de la mujer arrancándole suaves suspiros. Muerde la cara interna de sus muslos, haciendo leves succiones de vez en cuando. Nota cómo la piel de la abogada se eriza por esas atenciones y, casi de forma automática, lleva sus labios a su intimidad y comienza a degustarla sin tregua. Comienza con lamidas lentas que cada vez se vuelven más rápidas y precisas sobre su clítoris. Carla, totalmente entregada a ella, arquea la espalda abandonándose al placer y a las sensaciones.

Mon dieu… —gruñe cuando nota cómo dos dedos de Lia se abren paso en su interior.

Comienzan a moverse justo al ritmo que necesita y sabe que está muy cerca del éxtasis. Hace mucho que no tiene un orgasmo, y todavía más que no disfruta de atenciones plenas como las que le está otorgando la dibujante. Pero lo mejor, sin duda, es la forma en que Lia parece conocer su cuerpo. Viaja por él como si hubiera paseado por allí miles de veces, o como si lo hubiera recorrido en su mente a diario durante los últimos años.

La morena arquea los dedos dentro de Carla, sin detener ni un momento las lamidas. Siente sus manos agarrar su pelo con fuerza, tirando de él y acercándola más a sí misma si es posible.

—Vamos, bonita —susurra sobre su sexo.

Entonces, cuando oye aquel «bonita» que nunca ha sido capaz de olvidar, Carla sabe que quien está entre sus piernas ya no es Lia, sino, en efecto, Amy. Deja que ese mote cariñoso se repita en su mente y estimule sus recuerdos igual que la están estimulando su lengua y sus dedos, hasta que por fin alcanza el clímax.

Respira entrecortadamente, y le da la bienvenida a los labios de Amelia cuando se tumba sobre su cuerpo todavía tembloroso por la intensidad del orgasmo. Se prueba en ese beso y gime bajito contra sus labios por la intimidad del gesto.

—Lo echaba tanto de menos que casi me corro solo viéndote hacerlo.

—Aguanta un peu plus, Amy —susurra en su oído.

Esta vez no le molesta que no la llame Lia, porque se siente como si volviera a tener dieciséis. Sonríe al ver que Carla toma el control y se coloca sobre ella, moviendo sus caderas con las propias. Como aquella vez. Le levanta la camiseta y desabrocha su sujetador con habilidad. Sube ambas prendas, ansiosa, y observa sus pechos durante unos segundos mordiéndose el labio inferior. Posa sus manos en ellos y los masaje antes de lamer y mordisquear uno de sus pezones.

A Amy le gusta la sensación de cederle el poder a la pelirroja y no puede quejarse de esa actitud dominante. Nunca antes había llevado las riendas. Tiene que reconocer que ha aprendido muchas cosas, y es que Carla parece mucho más segura y, desde luego, más experimentada.

La abogada se entretiene unos minutos en los senos de la mujer y hasta que no escucha su «Tócame, por favor» ronco en su oído no baja una de sus manos hasta su tejano. Se deshace del botón también con destreza y cuela la mano bajo las bragas. Entierra los dedos en sus pliegues e inicia una cadencia de movimientos lentos y tortuosos. Se esconde en su cuello y lo muerde con fuerza justo mientras presiona su clítoris. Busca sus labios para acallar un gemido desesperado sin dejar de pellizcar, con la otra mano, uno de sus pezones.

Carla recuerda tan bien el cuerpo de la artista que sabe que no le hacen falta sus dedos. Le hubiera gustado utilizarlos también, pero el tejano no le deja demasiada libertad de movimiento y necesita hacerle disfrutar cuanto antes tal y como lo ha hecho ella. Se miran a los ojos, y parece que de esa forma recuperan los años perdidos. Las caricias de la abogada son cada vez más intensas y más precisas. Pronto el cuerpo de Amy se retuerce y libera un fuerte gemido. Por suerte, nadie más puede oírlo.

Se abrazan, así, con la ropa subida y el orgasmo todavía latiendo en su interior. Esta vez es Carla quien mantiene la mano bajo las bragas de Amy, disfrutando del calor de su entrepierna y de la humedad de sus dedos. Vuelven a besarse, ahora más lento. En medio del beso, la pelirroja retoma las caricias en la intimidad de Amy y pocos minutos después, todavía unidas por los labios, la dibujante tiene un segundo orgasmo.

Carla siempre ha envidiado la facilidad que tiene la otra mujer para recuperarse entre un orgasmo y otro, aunque le llevó lo suyo descubrirlo quince años atrás. Retira los dedos de debajo de sus bragas y los lleva a sus labios, lamiéndolos y degustando el sabor de Amy. Se sienta a su lado y le sonríe poniéndose las bragas antes de bajarse la falda e intenta quitar de las arrugas, que se niegan a desaparecer. Mientras, la morena se coloca el sujetador y la camiseta, sin dejar de observar a la abogada.

Supongo que se pregunta qué demonios estará pasando por su cabeza, y si se estará arrepintiendo de lo que acaba de ocurrir en el parque. Y, de hecho, la aludida debe de leer sus pensamientos —¿o es que su vínculo es todavía más fuerte de lo que se había imaginado?—, porque se vuelve para mirarla con intensidad antes de besarla una vez más. Parecen dos adolescentes que acaban de descubrir el amor.

—No sé si quiero volver a París —dice ahora en francés.

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