Mujeres libres

La Bella Otero: El ama de la «Belle Époque»

El parte médico del Hospital Real de los Reyes Católicos de Santiago, fechado a 6 de Julio de 1879, reflejaba que la chiquilla había sufrido múltiples traumatismos y fracturas, la pelvis quedó hecha añicos, además de un desgarro interno en la zona genital irreversible que la dejaría estéril el resto de su vida. La violación había sido salvaje, despiadada, de una  crueldad infinita sobre una niña que apenas tenía diez años. El autor fue apresado y presuntamente ajusticiado. Se trataba del zapatero de Valga, una pequeña población de Pontevedra a orillas del río Ulla, de nombre Venancio Romero, al que se le conocía con el sobrenombre de Conainas: expresión que, en gallego, caracteriza a un pusilánime, a alguien falto de resolución y ánimo. Ese día, el hijo de las mil perras no fue ni pusilánime ni dubitativo. La chiquilla, conocida en el pueblo por su simpatía y belleza, se llamaba Agustina Carolina del Carmen Otero Iglesias. Pero les sonará más por su nombre artístico: La Bella Otero.

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¿Quién era La Bella Otero?

Antes de cumplir los once años, y apenas repuesta de las heridas, Agustina cambia su nombre por el segundo, Carolina, y abandona el pueblo, huyendo  posiblemente con una compañía de cómicos ambulantes portugueses, con alguien de nombre Paco, que le hacía las veces de novio. Nunca más regresaría a su pueblo natal.

Hija de la indigencia y la extrema pobreza de una madre soltera, que tuvo cinco hijos y ninguno reconocido por padre alguno, al poco de huir, se inicia en las tareas más diversas: de aprendiz de bailaora y cantante (quizá con dos o tres lecciones del tal Paco), a sirvienta y a prostituta (quizá también con dos o tres lecciones del tal Paco, que le haría de chulito).

Sin que sepamos cómo ni por qué llega a Barcelona poco antes de 1888. De su estancia en la ciudad Condal durante ese año sí hay constancia pues conoce y se empareja con un empresario y banquero norteamericano, Ernest Jurgens, que cree reconocer en ella un talento excepcional para todas las artes que puedan engalanar a un ser humano (y no solo de bailar estoy hablando). Perdidamente enamorado, decide presentarla como bailarina en Marsella. Carolina Otero se inventa una biografía, y hasta posiblemente se la cree en un acto disociativo que enloquece a sus biógrafos, que hoy, siguen sin saber discernir del todo la ficción de la realidad.

Pasa a ser una gaditana hija de una bailaora gitana y de un noble oficial griego y la ex esposa de un aristócrata italiano al que abandonaría por amor a su arte, como también lo haría con su título de condesa. En menos de dos años, ha conquistado París y, en septiembre de 1890, debuta con su espectáculo de cante y danzas gitanas y exóticas en Nueva York. A partir de ahí, el mundo y una época llevan su nombre.

Apuntes sobre la época: La Belle Époque ES la Bella Otero

La Belle Époque es como, tras la barbarie de la Primera Guerra Mundial, se conoció el periodo de florecimiento industrial, tecnológico y cultural que vivió Occidente inmediatamente antes de la contienda. Abarcaría, por tanto, desde aproximadamente 1870 hasta 1914. Tiempos idealizados de gozosa frivolidad, de progreso, de acumulación de capital, de esperanza en el porvenir y de exceso, la Belle Époque es la Bella Otero.

Cuentan que, cuando a Maurice Chevalier le preguntaron por el atronador éxito de esta gallega nacida en la indigencia, él lo tuvo claro: «Sexo, todo se reducía a sexo». La primera española que adquirió en el siglo XX una fama internacional sin precedentes, que se adueñó, como máxima estrella durante años de salas como el Folies Bergère, supo ser también la más codiciada amante del mundo y la más despiadada: el arquetipo literario de la femme fatale, que, como las sirenas, estrellaba contra el abismo a aquel que se atreviese en su inconsciente avidez a oír su canto.

La sirena de los suicidios fue un apodo que le colocaron no exento de sentido: el propio Jungers, su descubridor, acabó suicidándose en un hostal de mala muerte, arruinado y exhausto. Y como él, al menos seis varones más dejan testimonio del camino de la amargura que ella les propuso hasta que decidieron acabar con su vida. Quizá Otero no acabó con el monstruo del Conainas pero sí lo hizo, por procuración y sin mucho sentido de la reciprocidad y la justicia, con alguno que otro.

Su lista de amantes fue tan excelsa como infinita. Si alguien puede decirme el nombre de una cortesana que lo haya sido de al menos seis monarcas o príncipes distintos (los príncipes Alberto I de Mónaco y Eduardo VII de Inglaterra como príncipe de Gales y los monarcas Alfonso XIII de España, Leopoldo II de Bélgica, el zar Nicolás II de Rusia o el káiser alemán Guillermo II), que levante la mano. Pero su carnet de baile no se conformaba con eso: fascinó y pulverizó a personajes como al primer ministro francés Aristide Briand, al que sería rey con el título de Nicolás I de Montenegro o al Gran Duque Pedro Nikoláyevich de Rusia, por citar a algunos más de los que recogen las listas oficiales.

Y eso era solo la punta del iceberg, de un iceberg que no entendía que pudiera existir el límite de amantes ni de fama ni del deseo del otro ni de influencia cultural ni de dinero. Pero el exceso que no se sabe trabar o, como diría un psicoanalista, el «goce absoluto», siempre, indefectiblemente siempre, encamina al eclipse del sujeto, a su disolución, a la muerte.

Conclusión sobre el exceso…

El exceso, como la ingenuidad de creerse emparentado a los dioses, era un rasgo maniaco que los antiguos griegos y sus dioses penalizaban particularmente. No saber controlar la hybris era abocarse a lo más funesto de lo funesto. Y, aunque en el Olimpo se pudiera entretener con esos personajes sobre los que fijaban la vista, pronto Némesis estaba presta a hacer pagar cruelmente esa desmedida soberbia. La Bella Otero acumula una fortuna ingente, incontable, posee joyas que ni siquiera las reinas sueñan con tener. Pero, a ese don del exceso, se interpone otro: el exceso del despilfarro. Concretamente el juego, la ludopatía. Cada onza de oro que había acumulado se despilfarra, se desvanece en los casinos de Niza y Montecarlo. La Belle Époque sucumbe ante el holocausto. Sus últimas décadas, su vida fue larga, quizá también excesivamente larga, las pasó en la indigencia alimentando palomas en un parque frente a la pensión de Niza donde la caridad de los mismos casinos a los que ella enriqueció le pagaban una mísera habitación. La encontraron muerta el 12 de Abril de 1965. A su entierro, solo asistió el personal del casino de Montecarlo. Sola, recubierta de fotos y recortes de periódico de la Belle Époque, de los testimonios sordos y raídos de aquella mujer que fue, en sí misma, una época.

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