Pegging anal

Entrando por la retaguardia de los años 30 – Relato lésbico

Sexo de etiqueta sin etiquetas, este es y no es un relato erótico lésbico, no es pero es una historia sobre transgénero, aunque sí que se localiza en una fiesta temática, que bien pudiera ser swinger o no. Es una historia en la que, probablemente, encontrarás lesbianas y pegging anal, pero no es un relato exclusivamente sobre lesbianas y pegging anal. No muchas cosas son lo que parecen, pero para saber cómo un relato así puede ser tan elegante y entretenido, como excitante, tendrás que leerlo…

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Entrando por la retaguardia de los años 30

El lenguaje debía ser apropiado. Apropiado para la época. Aunque nadie en realidad supiera cómo hablaban las lesbianas de los años 30… y menos en los Estados Unidos de la Gran Depresión.

La crisis económica tiene un lado sexual oscuro que acompaña al de la propia miseria; la apropiación de los cuerpos que no están a la venta, pero lo están. Y en esas perversas tinieblas se iban a mover los juegos sexuales de aquella noche. Querían recoger las cenizas del caído imperio del bienestar al compás del swing, en una fiesta temática de los años 30 a la que solo habían invitado a mujeres. Por sorteo, unas debían comportarse y vestir como celebrities, otras como humildes fans. A partir de ahí, cada cual podría improvisar los detalles de su papel.

A mí, no me había llegado ningún sobre lacrado con invitación en letra dorada impresa sobre papel laminado mate. Y si no había tarjeta pija, tampoco había rol que interpretar. Pero Lisa, la organizadora y propietaria del majestuoso chalé, que me había mandado la foto de la ostentosa invitación al móvil, me incluyó en el grupo de Whatsapp avisándome que nadie me conocía.

«Ladies, no importa el estrato social que les haya tocado representar, hay que conseguir los vestidos más sexis. Solo queda una semana. Compórtense y recuerden que hasta el lenguaje debe ser el apropiado.»

No podía parecer demasiado macho si quería entrar, así que compré un atuendo neutro inspirado en Chaplin y Groucho, con bastón incluido, pero sin resultar cómico. La fiesta, al fin y al cabo, tenía todo el potencial de convertirse en una orgía, en cualquier momento. Y mi pene no podía perderse una bacanal entre mujeres vestidas con faldas largas abiertas, estampados a rayas, plumas en la cabeza y cigarrillos en alargadas boquillas de marfil falso. Aunque solo se permitiera la entrada a lesbianas, yo tenía que ir.

A dos días del evento, Lisa escribió que habían preparado una alfombra roja de 20 metros en la entrada del chalé, emulando las grandes fiestas hollywoodienses de la época. Yo le escribí un mensaje privado.

«Lisa, ya he comprado mi disfraz. Tienes que dejarme entrar por la puerta de atrás.»

«Eso parece una proposición indecente. Además, ya sabes que no me gusta que asistan hombres a mis fiestas. Tienes suerte de haberme confundido y caerme bien ;)», respondió ipso facto.

«Las lesbianas sois terriblemente herméticas. ¿Temes que acapare el protagonismo de tu fiesta retro?»

«Aún no me conoces bien. No es una fiesta retro, es de etiqueta y reproduce las bacanales más chic de la vanguardia Bauhaus, a ritmo de foxtrot, jazz y swing, con el estilazo del primer Hollywood derrochador. Ven después de las 10, y déjame un mensaje cuando estés en la puerta de servicio. Te abriré por la retaguardia, pero no me espantes al personal.»

«¡Esa es mi Lisa Bonaparte! Una envolvente con nocturnidad y alevosía… Allí estaré. »

Ciñéndome el sombrero a la frente con una mano, y tocando en la puerta de servicio con la otra, por pereza dejé que el bastón cayera provocando uno de esos estruendos que, agolpado en el silencio, es tan imposible de traspasar las paredes de una fiesta ávida de sexo, como innecesario si se tiene un poco de voluntad por la discreción. Quizás, entrar a hurtadillas en una fiesta tiene su morbo, si hay algún elemento casual por el que te puedan descubrir.

–Estás indecentemente sexi –carraspeó Lisa al abrirme la puerta. Recogí el bastón y me abalancé sobre ella.

–Gracias, reina –espeté antes de acariciarle la campanilla con mi lengua.

–¡Me vas a quebrar la espalda con tanto ímpetu! –se quejó, mientras se zafaba de mis labios y brazos–. Pasa, ¡corre! Pero yo voy por aquí, y tú por allá, no quiero saber nada de ti… hasta que tenga lista tu sorpresa –se despidió con una sonrisa perversa, señalando un pequeño y oscuro pasillo.

Tras unos pasos en las tinieblas, unos finos pero intensos fogonazos de luz, y el ruido de la jarana, se colaban por un pequeño y delgado biombo entornado. La música hacía bailar como posesas a un montón de preciosas hembras…

Intuitivamente, la ansiedad por devorarlas me hizo colarme en la fiesta del modo más discreto que jamás hubiera soñado protagonizar. Moviéndome entre las sombras que dejaban los focos de colores pálidos, alcancé rápidamente a reposar mi codo sobre una improvisada barra americana, y me quedé mirando la fabulosa pista de baile que habían creado en el salón, como si llevará allí toda la vida.

–Aquí no servimos a hombres –oí a mi espalda.

Al girarme, descubrí a una chica que parecía interpretar el rol de camarera. En mi cabeza se cruzaban el pensamiento de asombro por no haber caído en la cuenta de que no existían bartenders femeninas en los años 30, con el estupor por lo incómoda que resultaba a la vista una mujer tan bella ataviada con un penoso vestido largo y negro, y el delantal blanco y esa horrible cofia que vestía el servicio de la época. Mala suerte en el sorteo, pensé para mis adentros intentando que no se me notase en la cara.

–Perdón, ¿te refieres a mí? –le pregunté mirándola a los ojos, tras clavar la empuñadura del bastón en la barra.

–¡Oh! Perdone, no quería ser grosera, es que no se permite la entrada a hombres…

–No te preocupes –la interrumpí con cierta brusquedad–, ¿puedes ponerme un Peach Bellini?

–Enseguida, con el néctar de melocotón y el limón más frescos para usted.

–No olvides el champán –continué con insolencia–, es lo más importante.

Mientras la camarera rellenaba medio vaso con hielo, me volví a girar para contemplar el panorama.

Unas cuarenta mujeres ocupaban la sala de baile, antiguo salón de reuniones de la empresa de los padres de Lisa, ahora solo activo para sus guateques, desde que su padre trasladó el emporio a la zona industrial. Cosas de impuestos, cosas de dinero, papel que juega el papel también del sexo, y solivianta las apariencias. Esta noche, esas cuarenta mujeres danzaban con largas copas en sus manos reproduciendo los febriles movimientos de caderas en blanco y negro que tanto inspiran… Que tanto me excitan.

Demasiada piel cubierta, demasiado terreno por conquistar llamaba permanentemente a despertar a mi miembro de un inicio casi asexuado. Pero aún no era el momento. Los focos giraban incesantes avisando que había zonas normalmente oscuras habitadas por mujeres en celo. Pequeñas mesas bajas sobre las que una cabeza se posaba en la entrepierna de una fémina que, demasiado femenina, con los brazos alzados hacia atrás, se dejaba las uñas en el respaldo de un sofá. Sus gemidos se vaciaban sordos en el swing de Count Basey. Otras cinco parejas estaban abandonándose a los límites de la lujuria. Eran elegantes. La sexta que conté también se procuraba sexo oral, algo cómico, al fondo, un enorme retrato de la pueril Vivien Leigh, que parecía escandalizada.

–Perdone –volví a oír a la camarera–, ya tiene su Peach Bellini preparado. Espero que lo disfrute –continuó interpretando su odioso papel.

–Gracias –repliqué con sequedad para hacerle notar que lo estaba representando a la perfección.

Lo cierto es que me dolía tratar así a la pobre chica, pero eran las reglas de la noche, las únicas leyes que merecen la pena ser cumplidas, y yo solo las iba a acatar desde un estrato superior. Devolví la mirada a la pista de baile degustando los primeros sorbos del jugo de melocotón y champán aguados…

El frenesí de las rodillas arqueadas, que levantaban los tacones de zapatitos de charol contra las corvas y dejaban entrever ligueros en muslos trémulos, desplazaban cuerpos en ebullición desde el centro del salón, hacia aquellas mesas bajas.

De súbito, aparecieron varias mesas altas desperdigadas por la pista de baile habitadas por mujeres que, sentadas en taburetes y reposadas sobre cócteles, observaban con timidez al resto. Les había tocado adorar a las celebrities, supuse, e inmediatamente se activó el radar en mi entrepierna.

Llegaban potentes ondas de una preciosa silueta, que se mantenía en pie con el codo apoyado en su solitaria mesa. Un pañuelo rojo, a modo de turbante adornado con una pluma, escondía su cabello rizado, y realzaba unas facciones ya fuertes de por sí. La única que miraba al resto con descaro, casi con insolencia, ni siquiera tenía un cóctel, tan solo apuraba un cigarrillo.

–¿Cuál es tu nombre, muñeca? –inquirí sin haber dejado que se percatara de mi vertiginosa aproximación.

–Muñeca –replicó inmediatamente.

–No, en serio, ¿cómo te llamas? –volví a preguntar. Me había provocado cierto desconcierto, y equilibré mi figura ayudándome con el bastón, cual dandi.

–¿No quieres llamarme Muñeca? –preguntó con arrogancia–. Está bien, quizás una copa de champán me ayude a recordar mi nombre… –Alzó el brazo, chasqueó los dedos, y como por arte de magia apareció una camarera con distintas bebidas, bandeja en mano–. Bonito bastón, por cierto –Incrementando el asombro, la veo que me mira fijamente…

–Está bien –dije resignado–. ¿Puedes servir una copa del mejor champán que tengas a esta dama, por favor? –le pedí a la camarera, ahora sí, bajo completa consciencia de la coerción.

Con los ojos como platos, intenté recomponer mi supuesto papel de indiferente burgués aristocratizado. Imposible. Su vestido se abría completamente a la espalda.

–¿Has venido a jugar o a… “jugar”? –pregunté mezclando chulería con desesperación.

–He venido a disfrutar de una fiesta de mujeres, y tú pareces un hombre –respondió bebiendo un trago de seguido.

–Bueno, ya tienes tu champán, ¿cómo te llamas?

–Myrna. Y ¿tú?

–Yo no me invento nombres, me llamo Dani y no te invito a una copa para que me retes, sino para que hagas lo que yo quiera –repliqué con instintiva honestidad (absolutamente frustrado).

–No te ofusques. Aquí todas representamos nuestros papeles. Y, entre otras cosas, el lenguaje que usamos también debe ser el apropiado, apropiado para la época. Eso es más importante –continuó– que nuestras prendas…

–¿He dicho alguna palabra soez?

–No, pero tu tono es realmente violento, y el tono es parte del lenguaje. En los años 30 no se les hablaba así a las damas… Con independencia de su extracción social, todo era mucho más sutil –susurró al acercarse, pegándose a mi cuerpo, y pasó la mano sobre el interior de mis muslos, hasta apretar con los dedos al llegar a la entrepierna–, mucho más sutil –volvió a susurrar.

–¿Perdón? –No sabía qué decir, no sabía qué me estaba preguntando, la sangre me hervía de impotencia y excitación.

–¿¡Qué tipo de ropa interior llevas!? –exclamó sorprendida pero sin ponerse nerviosa, tan solo alejándose a un codo de mí.

Al apartarse, mi plano de visión se ensanchó, y una sensación de vergüenza me invadió por un instante. Notaba una presencia familiar…

–¡¿Cómo que qué ropa interior llevas?! –profirió abrupta una inesperada Lisa–. Hola, ¿cómo estás? –continuó al dirigirse a Myrna, cambiando drásticamente a un registro meloso–. Yo soy Lisa, y ¿tú?

–Yo me llamo Myrna –respondió con una dulzura sumisa desconocida, y haciendo una leve reverencia al extenderle la mano.

–Hola Myrna, ¿te puedo preguntar por qué hablabais de la ropa íntima de –Me mira con el rabillo del ojo– mi marido? Sinceramente, no creo que sea una conversación muy apropiada para esta fiesta –prosiguió en tono paternalista, clasista y ácido.

En ese momento, mi corazón se encogió y el disco duro de mi cerebro empezó a abrir millones de ventanas, procesando al borde de la caída en bucle y redireccionando sensaciones fuera del córtex, para impedir un estado febril de inacción en el que fuera el objeto de vapuleo.

Solo llevábamos un mes acostándonos y Lisa acaba de marcar territorio de un modo feroz y desagradable. ¿Era su papel o eran sus deseos?

–Discúlpeme, señora Lisa –respondió Myrna, absolutamente servil–. No tenía ninguna intención de ofenderla, todo lo contrario, me parece que usted es exquisita, y como no podía ser menos, su pareja, si me lo permite, también me resulta notable.

–Notable… –masculló Lisa, mientras me devolvía una mirada inquisitiva.

–Este juego de personajes está llegando un poco lejos, ¿no crees? –le dije en tono despreciativo.

–Tranquilo Dani, Myrna sabe muy bien lo que hace. ¿Verdad, Myrna?

–Sí, señora.

–Myrna sabe que yo soy la propietaria de este Cotton Club. ¿Verdad, Myrna?

–Sí, señora.

–¿Ves, Dani? Cuando se habla con propiedad todo tiene sentido.

Enmudecido por la excitación, los primeros calambres en mi sexo eran tan intensos que dolían. ¿Había comenzado el juego de los cuerpos en venta? ¿Íbamos a licuarnos en un trío con una sumisa doncella? Me temblaban las manos…

–Si me lo permiten –observó Myrna–, quiero expresarles mi absoluta disposición a su servicio.

–¿Qué opinas, Dani? –me preguntó Lisa apretándome los dedos de la mano–. ¿No te parece que Myrna es preciosa?

–Me parece que me apetece deleitarme con mi esposa, en sus aposentos –respondí bajo una taquicardia libidinal.

–Tranquilo fiera, ya tengo lista la suite para esta noche, la habitación más suntuosa, en la parte trasera del chalé –Myrna recogía sus pertenencias en un bolsito dispuesta a acompañarnos–. Esta noche, todo el placer viene desde la retaguardia… –continuó asiendo nuestras manos para dirigirnos hacia el dormitorio, con una enorme y pícara sonrisa…

Abandonamos la fiesta tras ella, como dos niños obedientes que guían al cole…

La habitación estaba anestesiada por el suave humo de decenas de velas aromáticas y el blues suave que expelía una gramola antiquísima.

Lisa se colocó de espaldas a la cama, cerca de un arcón enorme de madera, sobre el que había posado su copa de champán al lado de una cajita con clínex. Frente a mí, como una estatua anhelante, me miraba con sonrisa nerviosa.

–No te muevas, Dani –me pidió con dulzura, al tiempo que recogía el bastón de mis manos.

–¿Puedo, doña Lisa?

–Sí, Myrna. Empieza por mí.

Como si se tratara del servicio doméstico decimonónico, Myrna le quitó toda la ropa, dejándola en tacones y ligueros negros, braguitas a juego y bastón entre las manos.

–Por favor, Myrna, desviste al señor –le ordenó como si llevara a su cargo toda la vida.

–¿Estás segura? –le pregunté con tono sarcástico y desafiante.

–Más que nunca.

Myrna me despojó de la chaqueta, camisa y camiseta interior rápidamente. Mi pequeño pecho se desairó. Por un breve instante lo observó…

–¿Estás mirando algo, Myrna? –inquirió Lisa.

–No, señora. Perdone.

Me quitó los zapatos y bajó mis pantalones, dejando al descubierto las correas del arnés que antes había acariciado, y la base del vibrador que llevaba introducido en mi vagina. Myrna intentaba apartar la vista, pero no podía.

–Mmmm, supongo que eso es para mí, ¿verdad cariño? –me preguntó Lisa reflexivamente.

–Para quién si no, muñeca.

–Myrna, por favor, colóquelo.

Con deliciosa suavidad, volvió a acariciar el arnés, sacó el vibrador, y ágilmente lo secó con varios clínex del arcón. Apretándolo contra mi pubis, y mientras veía cómo Lisa jugaba con el bastón entre sus muslos y me encendía en frenesí, Myrna ajustó el vibrador en el arnés.

–Dani, hoy todo el placer viene por la retaguardia… –me dijo Lisa, tras la estridencia del bastón repicando contra el suelo, y con el resuello entrecortado por la excitación.

Ancló las rodillas en el borde de un lateral de la cama, y dejó caer sus cabellos al posar las palmas de las manos sobre el colchón…

Introduje mi pene, el vibrador anal, y lo encendí yendo de la mínima a la máxima potencia, en pocos segundos, en los que Lisa chilló, alargando mi nombre con varias es, una ele y una a.

–¡¡¡Daniela!!! –volvió a chillar entre jadeos orgásmicos.

Vibrador anal

–Disculpa, querida Lisa –carraspeé para hacer audible mi sonrisa–, el género es una parte muy importante del lenguaje, y mi nombre apropiado es Dani.

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