Relatos lésbicos

Quédate bajo la mesa (II): La secretaria – Relato lésbico

No te pierdas el excitante y sorprendente desenlace de «Quédate bajo la mesa – La secretaria», de Thais Duthie.

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Quédate bajo la mesa (II): La secretaria

Nos besamos durante lo que parecían horas, pero fueron tan solo unos minutos hasta que el portátil de Blanca emitió un sonido que indicaba una videollamada entrante. Tenía su agenda diaria en mi cabeza y recordé la reunión con el equipo de comunicación de la notaría que tenía que empezar a las diez de la mañana.

—Quédate conmigo durante la reunión —murmuró de nuevo en ese tono sugerente. Tomó mi mano que, distraída, se había posado en su trasero, y la llevó bajo su falda—. Quédate bajo la mesa.

Mi corazón se aceleró al escuchar su petición. Mi cuerpo anhelante deseaba quedarse, pero mi complejo de niña buena me gritaba que saliera del despacho de inmediato. Miré la puerta para ganar tiempo y mil escenarios se proyectaron en mi mente. ¿Y si se daban cuenta? ¿Y si no sabía cómo reaccionar? ¿Y si a Blanca no le gustaba lo que ocurría bajo la mesa? Todos aquellos interrogantes pesaban más de lo que hubiera querido. Sin embargo, cuando mi jefa jugueteó con un mechón de pelo y se acercó a mi oído, todas las dudas se esfumaron.

—Estamos solas —aseguró—. Por favor…

Aquellas dos palabras sonaron a súplica y estaban cargadas de una necesidad sin precedentes en ella. ¿Cómo podría ignorar esa hambre si era lo que había deseado durante años? Una pregunta clave para decidirse se materializó en mi mente.

—¿No soy un capricho? Como la fotocopiadora inteligente, la asistente a dirección, el sushi de los lunes…

La notificación volvió a sonar debido a la inactividad. Blanca tomó mi mentón, me miró a los ojos y con ellos prometió:

—Nunca.

Era la respuesta que quería oír y todo lo que necesitaba para arrodillarme bajo la imponente mesa de cristal que presidía el despacho. Ella tomó asiento en su butaca de cuero con premura, se colocó el pelo y entró en la videollamada. Oí ruido de fondo, las voces de varias personas y también la de Blanca, que se disculpaba por la demora. Me acomodé, observándola desde abajo.

Tan cerca como lo estaba, pude fijarme por primera vez en su piel al detalle. Parecía fina y suave, y no quise esperar a comprobarlo. Deslicé una de mis manos desde la rodilla hacia el tobillo, dejé que jugueteara con el arco de su empeine. Vi cómo se erizaba.

—Por las razones expuestas, pensamos que sería acertado comenzar una campaña de publicidad digital para promocionar la notaría —Escuché de fondo.

Blanca se removió en la silla; aquella nueva posición hizo que sus piernas se abrieran ligeramente. Mi boca se posó en la cara interna de uno de sus muslos por inercia, y se deslizó por él sin pretensiones. Cerré los ojos y, a ciegas, me dejé llevar por la sensación de su piel en mi rostro. Pronto percibí el aroma de su excitación y, contra todo pronóstico, me resultó familiar. Mi memoria olfativa me trasladó a la noche anterior, entre copas de vino. Estábamos tan cerca la una de la otra que, por un momento, me pareció sentirlo. Entonces no pensé que se tratara de su humedad, pero cuanto más me aproximaba al vértice que formaban sus piernas más probable me parecía.

—Lo… lo veo perfecto —opinó Blanca. Su voz sonaba medio ronca, pero no tanto como para levantar sospechas.

Debía de sentirse valiente e incluso poderosa, porque abrió más las piernas. Enseguida comprendí por qué parecía que todavía tenía el control a pesar de, en aquella situación, estaba a mi merced. Contuve un jadeo al descubrir que no llevaba ropa interior y un instinto muy primitivo me hizo pegar mis labios a su intimidad. Blanca dio un respingo, fingió acomodarse en su asiento y se expuso más para mí. Ahora tenía acceso a todo su sexo y no me anduve con rodeos. Llevaba demasiado tiempo preguntándome cómo sería estar así con mi jefa, sentirla, tenerla. Lamí una sola vez, y bastó para sentirme extasiada. Gruñí contra sus labios más íntimos y mi excitación irradió por todo mi cuerpo.

Escuché voces de fondo, estrategias entrecortadas, la voz de Blanca que pedía: «Un momento, por favor».

—He quitado la cámara y he silenciado el micrófono —susurró, mirándome—. Me estás matando…

A aquellas palabras al borde de la súplica se le sumó una mirada fiera. Sentí cómo el rubor teñía mis mejillas y volví a hundirme entre sus piernas. Antes de que pudiera tocarla siquiera, gimió solo un poco. Carraspeó.

—Gracias por vuestra paciencia, era el técnico, ya estoy de vuelta —mintió ella.

Blanca era perfecta y buena, pero también era ambigua. Y también lo habían sido sus miradas y sus roces de los últimos tiempos, y las señales que me enviaba en aquel preciso momento. Sus ojos gritaban «cuidado», pero su cuerpo se entregaba a mí. Su mano, tensa hasta entonces, ahora se enredaba en mi pelo y me acercaba más a ella. Mordí su ingle, luego lamí con suavidad y arrastré mis dientes por su pubis. El vello, fino y corto, me hacía cosquillas en los labios cada vez que se movía.

Inmovilicé las piernas de mi jefa con las manos. Hundí las uñas en sus rodillas y la oí maldecir por lo bajo. Una disculpa, voces, sus caderas en dirección a mi boca. Solo había lamido una vez, pero me había vuelto tan adicta a su sabor que necesitaba volver a probarla de nuevo. Me resistí todo lo que pude, engañando al deseo con besos en sus muslos, en sus labios, en su entrada. Pronto ganó el impulso y volví a acariciar su humedad con mi boca.

—Por Dios… —Blanca tecleó algo y me miró—. Ya está. Estamos solas.

Su otra mano se unió a la primera, acompañándome a su sexo. Lo hizo con brusquedad, y gimió del mismo modo mientras mi lengua se deslizaba por su vulva. Trazaba un camino sin paradas, de arriba abajo, de abajo arriba. Primero lento, luego más rápido, luego más intenso. Mi jefa se arqueó en la silla, cuando pudo se incorporó para verme a través del cristal de la mesa.

—¿Puedo correrme en tu boca?

Asentí con lentitud, buscando sus ojos. Nuestras miradas se encontraron y aquel contacto fue la cerilla que lo abrasó todo. Me pegó incluso más a su sexo, embistió contra mis labios, se hizo con el mando de su placer. Mi única misión en aquellos instantes era llevarla al clímax con la misma excelencia con la que hacía todo lo que me pedía, no había nada más. Ignoré el ruido de fondo, el despacho, el mundo. Ahora Blanca era el centro. Gimió fuerte y, acto seguido, su cuerpo se tensó. Lamí hasta que sus dedos tiraron de mi pelo para apartarme.

A pesar de que había sido su orgasmo y no el mío, me envolvió una sensación parecida. Flotaba mientras permanecía apoyada en su muslo con los ojos cerrados. Blanca todavía estaba recuperando el ritmo normal de su respiración mientras acariciaba mi pelo cuando escuchamos una voz que, esta vez, no pudimos desoír:

—Blanca, ¿está todo bien? El micrófono sigue encendido.

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