Relatos eróticos

Esas putas moscas muertas debajo de tus ojos – Relato erótico

Estás a punto de leer otro escrito sublime de Valérie Tasso. Un relato poético, una fantasía lésbica que pudo ser una historia algo sádica, aunque tampoco tuvo por qué ser ni la una ni la otra. Lo maravilloso de este relato es el ritmo en el que se mezclan el eros y el tánatos, como en la vida, quizá la memoria de un pudor que se rescata del olvido… Como en la vida. Como en nuestras vidas.

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Esas putas moscas muertas debajo de tus ojos

«Nada es sagrado, todo se puede decir».
Raoul Vaneigem, escritor y filósofo belga.

Cuando te conocí, parecías extremadamente joven. Todo en ti. Tu sonrisa ingenua, el brillo en tus ojos que, con la edad, se va apagando porque ya no tenemos ilusión ninguna. Porque sabemos lo que nos espera. Al menos, yo. Al menos, tú… no. Todavía no. No sabes nada. Y estos gestos tuyos exagerados de entusiasmo que también desaparece cuando cumplimos años. Te observo, te traspaso con la mirada y veo algo inusual… Me parece que conoces de verdad la vida. O, quizá, algo de la vida que provoca terror y espanto.

Yo soñaba con el amor, observaba a la gente, coleccionaba verbos y expresiones románticas, palíndromos y metáforas. Y fantasías inexplicables, sucias.

Cuando nuestros ojos se cruzaron en aquella sala de la librería, donde tenía que dar una conferencia, pensé en huir. Tenías el rostro cansado, llevabas ropa barata y tu rímel ya había hecho de las suyas. Dibujaba grafitis debajo de tus ojos… Pequeñas moscas plasmadas en tu piel, inertes. Sin vida, las moscas. Muertas. Hechas arte. Bansky a lo bruto… Siempre a lo bruto, afuera en las calles. Todo eso me enamoró. Y tu soledad y cierto aire tuyo de vagabundeo aparente que cuestionaba, a tu pesar, el mundo. No lo sabías todavía. Yo ya lo había intuido.

La cola se extiende sobre cien metros desde la entrada de la librería. Las puertas están abiertas de par en par. De lejos, reconozco tu chupa de cuero. Te juro que te hubiese lacerado, a golpe de bisturí, la puta chaqueta. Para que me miraras. Sé que me viste. Pero yo pedía a gritos más atención tuya, ¡zorra mía!

A medida que me acerco hacia el sitio donde tendré que hablar, mis piernas tiemblan. Empiezo a recitar, inconscientemente, un mantra que ni siquiera sé lo que significa. Lo suelo hacer para no llorar, para no dar marcha atrás. Lo recito a menudo, incluso cuando me voy a dormir, para que el blanco de los sueños no me ciegue. También suelo buscar palabras que empiecen por A y acaben en R. Una manera mía de poner a raya la ansiedad que me invade, que me asfixia, como tu mano en mi cuello.

Me miras, de repente, directo a los ojos. Y yo me pongo a contar los bucles dorados que pueblan tu pelo. Ni te das cuenta, ¡gilipollas!

Esta tarde, sé que es demasiado tarde. Demasiado tarde para todo. Apunto en un papel una última frase antes de mi discurso. No hay nada más que tú. Ningún proyecto. Nada que pueda concebir más allá de estos bucles de princesa de Walt Disney. Empiezo a hablar y mi voz se vuelve ronca. Tengo miedo a no poder seguir pronunciando palabras, hacer palíndromos y usar metáforas. Y lo único que me importa es cogerte de la mano y decirte «Ven. Ven conmigo». Pero te tengo enfrente, me siento paralizada. El corazón hecho trizas. Mi voz hecha trizas. Siento vértigo. Mi miedo no tiene nombre. Solo el tuyo.

¿Sabes? Cuando era pequeña y me hacía daño sin querer, sobre todo en las rodillas, con mi bicicleta oxidada que no sabía manejar sin cuatro ruedas, miraba mi herida y la sangre brotaba, libre, del golpe. No, no sentía dolor alguno. Al contrario, la visión de la sangre coagulando pero antes goteando a lo largo de la pierna me parecía fascinante. Miraba, observaba, y esperaba que la última gota saliera. Esa que se iba a secar. La que iba a ser el fin del chorreo rojo. Luego, con muchísima paciencia, esperaba la costra… Para poder arrancarla y que volviera a gotear de nuevo. Menstruar por las rodillas, ¡qué ideas retorcidas las mías! Y no sé, siempre me imaginé que debías hacer lo mismo. Y que te llevabas a la boca el líquido rojizo, como hacía yo. ¡Pervertida mía!  Eran experimentos que hacía yo. Que hacías tú. Ahora lo sé.

Esta sangre de mis rodillas, la usaría en tus tetas generosas, haciendo dibujos más o menos geométricos en tus pezones gordos y la chuparía con gula en una habitación a oscuras. O la usaría para dibujar los alfabetos japoneses. Y kanjis. En tatamis alquilados para ti y para mí. Un falso jigai para mujeres como tú y yo… Secuela bis de El imperio de los sentidos

¿Sabes? De pequeña me subía a las ruedas que hay en parques infantiles. Y giraba y giraba el tiempo suficiente hasta acabar roja y con vértigo… Luego, me miraba en un espejito de bolsillo, que me había regalado mi madre, para ver mi rostro rojo, esperando que cogiera nuevamente su color natural. Blanco nuclear. Eras tú mi rueda, bicho mío. Hacía experimentos con mi cuerpo como he querido hacer con el tuyo.

Hoy, estoy esperando una transformación de mi cuerpo, como un gusano de seda. Pero sé que no soy como las demás. Tú tampoco. Sé, a la fecha de hoy, que te comerías mi muda… La de las serpientes. La de los gusanos. El puto estiércol que se mueve debajo de los árboles. Retorciéndose.

No consigo crecer, no contigo en la mente. Miro a todas las demás que parecen que caminan a alguna parte. Es mentira. No se miran los pies. Y sus risas se hacen eco en las paredes de edificios y resuenan como todos los juramentos que han compartido. Poco más.

Yo no consigo cambiar de forma, soy pequeñita frente a tus pezones ensangrentados. Gordos, generosos. Ensangrentados. Los sigo chupando en mis fantasías y oigo tus gemidos y cómo me insultas. Porque te gusta.

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