Relatos eróticos

El Castillo. Parte 1: Puente levadizo – Relato erótico

Entra en un nuevo mundo de placer, con esta serie de cuatro relatos eróticos, firmados por la grandiosa Mimmi Kass e inspirados por la Colección Aniversario de LELO. Cuatro historias para conmemorar nuestros quince años de existencia; cuatro episodios en los que viajarás hacia el deleite; a las entrañas de un castillo, que representa el muro que oculta nuestras fantasías y que nos impide ver la senda de una erótica distinta, genuina, libre. Pero también la fortaleza en la que guardamos nuestra privacidad, nuestros deseos, nuestra capacidad de sentir el sexo de muchos otros modos diferentes a lo que nos han contado. Entra en el castillo, cruza el puente levadizo.

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Relatos eróticos

El Castillo. Parte 1: Puente levadizo

Dubrovnik la tenía hechizada. El contraste de las aguas turquesas del Adriático, las callejuelas de piedra dorada y la mezcla ecléctica de sus gentes eran un elixir para su mente estresada y su cuerpo agotado. Siguió la muralla que hacía de la ciudad una fortaleza inexpugnable mientras intentaba convocar la fantasía de un asedio o una batalla encarnizada, pero el paisaje era tan bello que solo evocaba paz.

Salió por la puerta de Place hacia el puerto viejo. Ya notaba los pies cansados y su estómago rugía de hambre, pero el mar dálmata no era algo que pudiese ignorar. Las pequeñas embarcaciones tradicionales no cedían terreno a las lanchas y yates más lujosos. Sabía que Drago tenía una embarcación atracada allí, pero no sabía cuál.
Drago.

Dragomir Horvat.

María se rio sola al paladear el nombre de aquel enigma encerrado en el cuerpo de un hombre. Alto, severo. Se estremeció al pensar en los ojos negros, casi opacos, y en el rictus déspota de su boca. Imponía ataviado en la bata blanca, imponía más que su título de Doctor en Neurociencias, pero menos que su desnudo entre las sábanas.

«Te espero para comer en el salón principal a una. No tardes.»

Echó un vistazo a su reloj de pulsera, aún faltaban dos horas. Ponderó si volver al viejo castillo ya, pero quería visitar la playa de Banje y estaba muy cerca.

Al llegar a la arena se descalzó. No duró demasiado. Era gruesa y se clavaba en las plantas de los pies. Pese al dolor, disfrutó del placer de pasear por fin en la playa y soltó un suspiro satisfecho cuando el agua cristalina lamió sus pies. No había mucha gente, todos estarían comiendo. Un pescador de tez morena y poblada de mil arrugas sostenía una caña con desidia. Quizá dormitaba. Extendió su pareo y, tras solo unos segundos de titubeo, se quitó el vestido por encima de la cabeza. Su conjunto de algodón negro bien podía pasar por un bikini, así que se dio un baño y se tumbó a tomar el sol. Hundió los dedos en la tierra áspera. Dejaba el laboratorio lejos, muy lejos. Los plazos. Las investigaciones en curso. El sol del Mediterráneo daba solaz a su piel. El sonido de las olas rompiendo en la playa la acunaron.

Se durmió.

Despertó dos horas después.

Ay.

Mientras ascendía por la cuesta hacia el castillo, se dio cuenta de que no solo se había quemado la espalda. También tenía las nalgas al rojo vivo y acabó por descender de la bicicleta y empujarla. A Drago no le gustaba que le hicieran esperar.

Por otro lado, María se preguntó si un poco de resistencia no vendría bien a su ego inflamado. Adoptar aquella dinámica de dominación y sumisión resultaba muy interesante, pese a que ella desconocía todo lo relacionado con el estilo de vida del BDSM. Pero aprendía rápido, y él mismo la había invitado a probar sus límites. Lo que significaba que también tenía derecho a poner a prueba los de él.

—Llegas tarde —Una voz profunda, con un acento marcado que hacía vibrar el centro más candente de su cuerpo habló desde la oscuridad del salón.

Las contraventanas permanecían cerradas y agradeció el frescor del edificio de piedra.

—Lo siento muchísimo, Drago. La ciudad es maravillosa y me he entretenido en el centro y después en el puerto —dijo María, mientras se acercaba a la mesa—. El tiempo se me ha pasado volando.

—Sin embargo, a mí se me ha hecho eterno. El concepto de tiempo es relativo —replicó él. Todavía no había descubierto dónde estaba.

—El tiempo es el que es —María quería hacerlo hablar más para que delatase su posición—. Una hora son sesenta minutos. Un minuto son sesenta segundos, son medidas fijas.

—¿De verdad crees que un minuto o un segundo es exactamente lo mismo en cualquier ocasión?

María soltó un suspiro impaciente que buscaba provocarlo. Estaba sentado en la cabecera de la mesa, en el rincón más oscuro del salón.

—No te veo. Voy a abrir una ventana —advirtió. No esperó su respuesta. Empujó las puertas batientes y un haz de luz la cegó por unos segundos.

La observaba desde la mesa con aquellos ojos negros de tiburón y María sintió en la piel la intensidad de aquella mirada. Frente a él, reposaba un maletín de aspecto clásico y elegante. De cuero negro.

—¿Has comido?

—No. —En cuanto escuchó la pregunta se dio cuenta de que estaba muerta de hambre—. Me quedé dormida en la playa.

El destello de una risa relampagueó en su rostro y se levantó. Era alto, imponente, más bien. Recordaba que la primera vez que le arrancó la ropa se sorprendió de ver la fortaleza de sus músculos y la envergadura de su espalda. La altura le daba una esbeltez engañosa. Era un cuerpo de guerrero, no de científico. Y, al menos en las lides del sexo, se batía como tal.

—Ordenaré que te traigan algo de comer. Siéntate.

Aquel tono perentorio generó en ella las ganas de hacer exactamente lo contrario, pero sabía que él esperaba la rebelión y se sentó.

El salón era sobrio, casi adusto. Piedra, madera y hierro forjado. Aroma a cuero y a siglos. Un gobelino con una escena de campo presidía la pared mayor. ¿El castillo sería propiedad de Drago?

«Si aceptas mi invitación, tendrás que aceptar también las reglas que vienen con ella».

Ella había asentido. Jamás pensó que recibiría una Moleskine de tamaño pequeño con instrucciones precisas sobre su comportamiento. Conocía las inclinaciones de Drago, las había intuido en el sexo y él las había explicado con naturalidad, cuando la curiosidad pudo más que el morbo y se lo preguntó de manera directa.

«—Soy dominante. EL sexo contigo es maravilloso, pero llegará un momento en que te pediré más. Y ese será el momento en que decidas.

—¿Decidir qué cosa? —Ahora lo pensaba y se reía de lo obtusa e ingenua que había sido.

—Decidir si quieres someterte o acabarlo aquí. Con el buen recuerdo de dos mentes privilegiadas que retan la una a la otra, sin más.»

¿Quién sería capaz de resistirse a semejante órdago?

Además tenía razón. Pese a su cuerpo adictivo y la manera intoxicante con la que follaba, Dragomir era todo lo que necesitaba una sapiosexual. Humor ácido, a veces negro. Una inteligencia sublime. Arrogante, pero certero. Una mente privilegiada, era verdad.

El entrechocar de platos de la cocina se escuchaba, lejano. Se acercó al gobelino tras la cabecera para estudiar su dibujo. La escena bucólica de una comida campestre la hechizó por la profusión de detalles en el tejido. Resistió la tentación de tocar los hilos de oro que se mezclaban con los hilos de colores otorgándoles luz. La sobriedad de la sala era engañosa, todo se revestía de la pátina de lo antiguo, de lo auténtico.

Una vitrina de cristal guardaba unas armas de hierro forjado de aspecto medieval junto a una armadura negra llamaron su atención. Tiró del pomo dorado para verlas más de cerca, pero estaba cerrado. Aburrida por la espera, sin reloj que la orientara, y con hambre, volvió a la mesa. Sobre ella reposaba aquella maleta negra.

Su presencia insistente la sacó de sus pensamientos. Deslizó un índice por la costura bien acabado de un borde.

¿Qué habría dentro? Consciente de que esa misma pregunta había llevado a muchos al cadalso, se sentó en la silla de Dragomir.

—Maldito croata… —masculló al ver la pequeña nota escrita de su mano insertada en el hueco que dejaba el asa.

«Si la abres, lo sabré.»

Frotó las yemas de los dedos contra las palmas. ¿Se enteraría si echaba un vistazo? Se mordió el labio inferior y lanzó una mirada circular. Se escuchaba el trajinar de platos en la cocina, aún tenía un par de minutos.

Estudió durante unos segundos la posición de la tarjeta y la quitó. También memorizó la posición exacta de los tiradores de las cremalleras que la cerraban. Hasta se fijó en las vetas de la madera para dejarla exactamente en la misma posición.

Tenía treinta y dos años, pero se sentía como si tuviera doce, a punto de robar una golosina deliciosa.
Abrió la cremallera con sumo cuidado mientras su corazón se desbocaba, preso de la expectación. La adrenalina cosquilleaba en su lengua, la ansiedad por abrir el maletín se disparó. Se relamió al levantar la tapa…

—¡Maldito cabrón!

La maleta estaba vacía. El interior, de un suave terciopelo de color púrpura, tachonado con presillas que sujetaban… ¿qué? ¿Qué sujetaban? ¿Una cubertería, quizá? Bajó la tapa con cuidado, mascullando insultos contra toda la Dalmacia, y se encontró de frente con los ojos de su anfitrión.

—¿Algo que vea que le guste, señorita? —preguntó, burlón.

El rubor inundó sus mejillas y titubeó. Empezaba a conocer lo que ocurría cuando la trataba de usted y bajó la mirada.

—Lo siento, Señor.

—¿No sabes que la curiosidad mató al gato? No tenías que ver el interior de la maleta.

—No había nada en ella, Señor. Así que, en realidad, he visto nada.

Y alzó la vista y sonrió, provocadora. Sabía que se aprovechaba de su desconocimiento de aquellas sutilezas del español.

Él asintió con determinación. Terminó de cerrar el maletín y lo sostuvo en la mano derecha. Con la izquierda, su mano dominante, hizo un gesto hacia la escalera estrecha de caracol que subía hacia la torre. Hacia su habitación.
María negó con la cabeza, desconcertada.

—¿Vas a premiar mi desobediencia?

Aquellos eran sus dominios. Sus aposentos, como él los llamaba. Llevaba allí cinco días y, aunque habían tenido sexo en los rincones más inverosímiles del castillete, todavía no había entrado en su habitación.

—No. Voy a enseñarte algo sobre la relatividad —respondió él con paciencia.

—¿Sobre la relatividad del tiempo?

Dragomir alzó las cejas, aceptando su propuesta, y le tendió la mano.

—En cierto modo. Voy a enseñarte sobre la relatividad del placer y el dolor. Y en ello también va involucrado el tiempo.

María se estremeció. Una corriente de excitación viajó hasta su sexo y su piel se erizó. Identificó la traza de temor, que resultaba el aliciente perfecto para que sus pezones se anudaran y su vientre se prendiera en llamas.
Tomó sus dedos con delicadeza y caminó junto a él. Altiva, fingió indiferencia para no dejar ver su nerviosismo casi infantil. Pero la sonrisa ladeada de su boca le decía que no lo engañaba y buscó, desesperada, otra estrategia. La escalera hacía que subieran muy cerca, se volvió hacia él y lo acorraló. Sin piedad, llevó la mano al bulto de su entrepierna, apoyó sus pechos en su torso. Su lengua buscó la manera de abrir sus labios. Y sonrió con lascivia cuando él correspondió.

No tardó en tener su erección entre los dedos. Su piel caliente se perlaba en sudor. Los jadeos sustituían ya la respiración pausada. Cometió el error de apartarse para tomar aire y Dragomir la frenó cuando quiso volver al abrazo de sus besos.

—Buen intento —le murmuró, con una sonrisa que dejaba entrever admiración—. Pero no nos distraigamos de la lección de hoy.

—La relatividad —dijo María, con cierto enojo.

—La relatividad del placer y el dolor.

Abrió la pesada puerta de madera y entraron en la alcoba. Abandonó su enfado por el cambio de marchas y estudio con interés la habitación. Sobria, casi monacal. Una cama grande y antigua, con columnas de madera torneada, donde debía haber un dosel que ya no existía. Una alfombra turca con motivos florales muy sencillos, un escritorio con una silla, que era la única concesión a la modernidad, y una biblioteca. Una maravillosa biblioteca.

—Puedes entrar aquí siempre que quieras —dijo Drago, cuando vio su embelesamiento al tocar los libros. Deslizó el índice por los lomos hasta dar con un tomo en concreto. Buscó una página en concreto y leyó—: «Solamente a través del dolor puede alcanzarse el placer» —Alzó los ojos, esperando.

—Marqués de Sade.

Três bien, mademoiselle!

María no contestó. Acababa de descubrir unos objetos, alineados con su precisión de un neurocirujano, sobre la mesa de madera.

Unos grilletes de acero, que parecían de otra época.

Un plumero con mango de madera y el remate de una borla de plata en su extremo.

Una fusta de cuero, con el mismo remate en plata.

—¿Vas a utilizar eso conmigo?

Él ignoró el tono tembloroso y suplicante que se había escapado de entre sus labios.

—Elije palabra de seguridad.

El cambio en su tono de voz obró el sortilegio de una corriente de deseo. Tragó saliva y entreabrió los labios para dejar escapar el aire. Se tomó un par de segundos para ocultar su desazón.

—Banje.

Él dejó que una sonrisa tenue se deslizara en sus labios severos y bajó la guardia. Retuvo la respiración cuando sus dedos comenzaron a desabotonar el vestido veraniego.

—Has ido a la playa de Banje.

Cerró los ojos. Los labios masculinos se posaron en su hombro. María sabía que aquella suavidad presagiaba que después se desataría la tormenta. Cuando dibujó la línea de su hombro ya desnudo con la lengua y remató la caricia con un beso en lo alto del cuello, su cabeza se ladeó sin control.

—Sabes a sal. Y el sol te ha quemado la piel —Abrió los ojos al ver que se alejaba de ella y buscó los objetos sobre la mesa. Un escalofrío la recorrió al ver que cogía uno de ellos entre las manos. Temor. Excitación. A veces eran lo mismo.

Suspiró con cierto alivio al ver que llevaba el plumero en la mano izquierda. La derecha, la mantenía en el bolsillo en una postura displicente.

—Me he dado un baño en la playa.

El vestido pendía de sus caderas, sus pechos se alzaban con el ritmo agitado de su respiración. Dragomir describía círculos en torno a su figura, de pie y desvalida. Un tiburón que rodea y estudia su presa. Se cubrió con los antebrazos para fortalecer sus defensas.

—¿Desnuda?

No había reproche en sus palabras, tan solo una curiosidad desapasionada.

Se sonrojó y dio un respingo al ver que él le retiraba las manos de delante de los pechos y le bajaba de un tirón el sujetador. Deslizó las plumas sobre ellos en un roce tenue que evitaba los pezones erectos. La suavidad de su tacto generó un cosquilleo que viajó al centro de su sexo. Negras, con un toque tornasolado a la luz. La respuesta de su piel, magnificada por estar sensible y quemada por el sol la instó a apartarlas.

—Quieta —ordenó Dragomir.

Sus dedos se detuvieron sobre las plumas y las acarició. Untuosas, delicadas.

—Me molesta. Estoy quemada —protestó. Abandonó el plumero y dejó caer las manos a ambos lados de sus caderas. Incapaz de mantenerlas quietas, tironeó del vestido para que cayese al suelo y sonrió. La determinación de Dragomir flaqueaba.

—No. Me he bañado en ropa interior. Aun estoy mojada —provocó.

Su agilidad la pilló por sorpresa. En un segundo, sus muñecas estaban retenidas en la garra férrea de su mano. El plumero había caído al suelo con el sonido seco del pomo de zinc contra la madera. La estrechaba de frente contra su cuerpo y la otra mano se deslizó en el interior de sus bragas.

—Así veo. Estás mojada —Sus largos dedos de neurocirujano incursionaron entre sus nalgas y alcanzaron su sexo desde atrás. Jadeó. Describió un círculo firme en su entrada e introdujo el dedo en su interior. El latigazo de placer la hizo tambalearse y apoyó las palmas en sus pectorales.

—Dragomir, por favor.

Acarició sus pezones a través de la tela de la camisa y el la sujetó de las muñecas de nuevo. Alzó las cejas negras y tupidas.

—He dicho quieta.

—No soy capaz. Sabes que no puedo mantener las manos lejos de ti —dijo con voz mimosa. Era una confesión estudiada, que buscaba aplacarlo. Lo miró a los ojos, entornó levemente los suyos… y encerró con avidez el dedo que incursionaba en su interior. Un suave gemido, un pequeño ladeo de su cara, una sutil sonrisa entre el desafío y el placer, entre la relatividad de quién domina y quién es dominado.

—Tengo el remedio perfecto para eso.

Abandonó su sexo sin ceremonias y María inspiró con brusquedad. Imprimió a su mirada toda la furia y ofensa de la que fue capaz, odiaba cuando la dejaba a medias. No pudo reprimir un jadeo al verlo introducir aquel dedo en su boca y saborear la esencia de su sexo, mientras con la otra mano cogía los grilletes sobre la mesa. ¿Dónde estaba la fusta que había visto al llegar?

La esposó cuidando que el metal no se hundiera en la piel sensible y María alzó las muñecas. Eran pesadas, de un color plata envejecido, con arabescos tallados en la parte más ancha.

—Parecen un instrumento de tortura —murmuró al tensar la cadenilla y comprobar que no eran un juguete.

—En cierto modo, lo son. Porque facilitan la tortura al verdugo.

Alzó la mirada, escandalizada. No había en su expresión ni rastro de hilaridad. De nuevo la balanza se inclinó hacia el temor, aunque de sus muslos emanaba un fuego que siquiera el miedo podía disipar.

—Sabes que no me gusta que me aten.

—En las ataduras encontrarás liberación, slatka djevojka –hizo una pausa, y repitió en perfecto castellano—, linda niña. —Se acercó de nuevo a ella, posó los labios en los suyos y la besó con una dulzura imposible para su cuerpo de guerrero—. Déjate llevar —susurró sobre ellos.

Y así lo hizo. Sus muñecas se alzaron cuando él atrapó la cadenilla de los grilletes con un mosquetón, oculto en el baldaquín de la cama. Incómoda, prefirió arrodillarse sobre el colchón a alzarse de puntillas. La expectación la empujaba a hiperventilar, mientras las plumas recorrían los arcos de sus costillas, los pezones duros y erectos, la piel de las espalda enrojecida por el sol.

La lentitud de sus caricias de porcelana la estaba volviendo loca y se retorció contra los grilletes.

—Fóllame, Dragomir.

—Así no se piden las cosas.

—Fóllame, por favor —jadeó. Las plumas se agitaron sobre el vello que cubría su monte de Venus y abrió las rodillas para exponer la carnada.

—Pídemelo bien —insistió. La tortura continuaba entre sus muslos abiertos. El plumero rozaba y tentaba su sexo al límite de la desesperación.

María abrió los ojos y los clavó en la mirada oscura de su verdugo.

—Necesito correrme, Señor —dijo, imprimiendo cierta sorna al apelativo, al recordar las instrucciones de la Moleskine.

Él detuvo el movimiento del plumero. Se diría que estudiaba la situación. Ponderaba si darle lo que le pedía. Volvió a meter la mano en el bolsillo y María resopló con irritación. Como por arte de magia, la fusta apareció frente a ella entre sus manos.

—Te daré lo que pides. Abre más las piernas.

Se aferró a los grilletes y cerró los ojos, esperando el impacto. Todo su cuerpo se envaró. Se balanceaba mecida por la fuerza de sus jadeos. Tal vez fueron poco segundos, pero duraron una eternidad.

—¡Drago! —gritó.

El fustazo sobre su sexo hizo que las contracciones involuntarias se cebaran con su interior.

El segundo, certero sobre su clítoris, la enmudeció al absorber la mezcla de placer y dolor.

El tercero generó un orgasmo abrasador y refulgente que la hizo colgar de las muñecas como si fuera de trapo. Todo su cuerpo clamaba por el contacto y él la abrazó, sosteniéndola como si fuera etérea, mientras abría los grilletes. Se permitió derrumbarse en su pecho, mientras la humedad empapaba sus muslos entumecidos, renovando el ardor.

Más tarde, en el comedor, mientras devoraba la Pasticada bajo la mirada atenta de Dragomir, se dio cuenta de que él tomaba su café. Conocedora de sus rutinas después de cinco días juntos, frunció la nariz con curiosidad. Mientras la torturaba con el plumero, habría jurado que habían pasado horas.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegué? Siempre tomas el café a las cuatro. No puede ser.

«La lección está aprendida».

Él solo sonrió.

Ya puedes leer la segunda parte aquí: El Castillo. Parte 2: Barbacana – Relato erótico

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