Relatos eróticos

La petite mort (II) – Relato lésbico

Deléitate con la segunda parte del relato erótico de Thais Duthie La petite mort. Este es el desenlace de aquel romántico encuentro en París.

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La petite mort (II)

Sonreí al pensar que se trataba de la alianza de su madre, pues según me dijo la llevaba siempre puesta tras su muerte. La había visto varias veces por la webcam y la reconocí enseguida: fina, sobria y de oro. Me encantaba aquella sensación, el hecho de reconocer cosas que jamás había visto, pero con las que estaba muy familiarizada. De hecho, el sexo también había sido así, como lo había imaginado en mi mente una vez tras otra.

Jugueteé con el anillo entre mis dedos varios segundos, hasta que descubrí la inscripción en su interior. Me acerqué a la ventana para ver mejor con la luz del sol: «Jean et Élise – 17/06/2014». Tragué saliva.

No podía ser.

El mundo se me cayó encima en tan solo unos instantes.

Aunque la madre de Élise se hubiera llamado igual ―que no era el caso, me había dicho que se llamaba Stéphanie―, era imposible que se hubiera casado en 2014. Intenté mirar la situación desde distintas perspectivas, pero no había otra explicación.

Élise me había engañado.

Estaba casada desde hacía más de dos años y había olvidado por completo decírmelo.

No supe identificar los sentimientos que recorrían mi cuerpo con furia en aquel momento. Probablemente se trataba de una mezcla de decepción, desengaño, rabia y un dolor profundo. Jamás me había sentido así, casi ahogada hasta por el aire que respiraba. Lo único que me tranquilizó fue oír el sonido de la ducha al otro lado de la puerta, acompañado por un suave tarareo.

En otras ocasiones había oído cantar a Élise y me había enamorado por completo de su voz. Pero ahora, aquella melodía me producía repulsión. Dejé las bragas en el bolsillo del maletín para que ella supiera que lo había encontrado y me vestí tan rápido como me fue posible. Pocos segundos después había agarrado la maleta y huía de la habitación, desesperada.

Cuando llegué al final del pasillo me pareció oír mi nombre en sus labios y lo ignoré.

***

El aeropuerto de París seguía igual que hacía unas horas: la misma señora en la entrada de la zona de control, las mismas tiendas, casi las mismas personas. Lo único que había cambiado era yo.

Me dirigí a los mostradores con prisa, con miedo de encontrarme de nuevo a Élise en cualquier esquina.

―Un pasaje para Buenos Aires, por favor. El primero que tengas ―pedí, en un tono casi suplicante.

Pocos minutos después ya tenía el pasaje y estaba lista para olvidarme de aquel viaje, de París y de Élise. Facturé la maleta y pasé el punto de control, donde me cachearon de arriba abajo, aunque todavía quedaban tres horas hasta que pudiera embarcar.

Pasé por delante de varias tiendas con la intención de distraerme y dejar de pensar en todo lo que había pasado y en lo que sentía. Para olvidar la rabia, el desengaño, el dolor. Pero por mucho que lo intentara, no podía quitarme aquella imagen de la cabeza: mis dedos sosteniendo el anillo con la inscripción que lo había cagado todo. «Más-que-pelotuda», me dije. Ahora entendía muchas cosas, como por ejemplo que Élise no me hubiera ofrecido su casa durante mi estancia en París.

Por mucho que lo intentaba no conseguía evadirme. Al final decidí ir a los baños para refrescarme un poco. Me metí en uno de los cubículos, me senté sobre la tapa del inodoro. Enterré el rostro entre mis manos, sintiéndome atrapada y abrumada por todas aquellas emociones. Respiré hondo y eché la cabeza hacia atrás, apoyándola en las baldosas de la pared.

De pronto me sentí muy enojada. Un sentimiento de rabia inundaba mi cuerpo de forma casi dolorosa y violenta, sin saber exactamente dónde instalarse. Toda la ropa me molestaba, me picaba. Necesitaba deshacerme de ella lo antes posible y poder respirar. Me quité la camisa y los pantalones con rapidez, tirando ambas prendas al suelo.

Cerré los ojos y noté mi respiración entrecortada. Mi piel ya extrañaba las caricias de Élise, lo cual me enfurecía todavía más. Clavé las uñas en mis muslos en un intento por calmarme de una vez por todas. Subí por mi pierna y me adentré más y más… Con la misma dureza con la que acariciaba mi cuerpo, posé mis manos sobre mi sexo. A pesar de que la tela de las bragas impedía el contacto directo, sentí cómo mi clítoris reaccionaba a aquel roce.

Inicié una serie de movimientos frenéticos y violentos sobre la ropa interior hasta que me atreví a hacerlo bajo la tela. Sentir mi intimidad húmeda bajo mis dedos no me hizo ser más cuidadosa ni menos acelerada; seguí estimulándome con vehemencia, dejando escapar pequeños gruñidos de mis labios.

No era capaz de detenerme, ni de callarme. Ni siquiera me importaba si alguien me escuchaba. Tan solo necesitaba sacar todos aquellos sentimientos que no dejaban de revolotear en mi interior de forma atropellada…

Acabé brutalmente, empapando mis manos por completo. Ahogué un grito, todavía con los ojos cerrados. Me concentré en mi respiración pesada, en mis latidos desbocados y en la ausencia de la rabia, que ya había desaparecido.

Y me di cuenta de que lo que imaginé en el aeropuerto de Buenos Aires se había cumplido, pero en el de París: acababa de tener el mejor orgasmo de toda mi vida.

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