Relatos eróticos

Cáncer: Pueden oírnos – Relato lésbico

Un camping en la montaña se convierte en algo más que en una simple desconexión en esta historia firmada por Thais Duthie.

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Cáncer: Pueden oírnos

Lina ni siquiera tuvo que pulsar el play de la nota de voz que le había enviado su hermana; el modo de conducción que reproducía los mensajes automáticamente seguía activado, y para los pocos que le llegaban no se había molestado en cambiar los ajustes. Al escuchar su voz, cerró los ojos.

Se perdió las primeras frases mientras bendecía internamente al ventilador, que giraba a velocidad máxima bajo la escasa sombra en la que se resguardaba. Unos días en un camping en la montaña parecía el plan perfecto para mantener a su hijo de seis años entretenido, y en ese sentido no hubo fisuras. Pero no pensó en cómo sería para ella vivir una semana en una parcela minúscula a casi cuarenta grados y su móvil como única compañía. En las primeras veinticuatro horas se había quedado sin datos para ver Netflix y sin libros que leer. Ser madre soltera había sido todo un reto desde el principio, pero momentos como aquel, en los que solo debía permitirse relajarse y pasarlo bien, se sentía especialmente sola.

«… te gustaría. Yo sé que a ti te van otras cosas, como la cerámica y eso, pero tienes que probar las clases de spinning. Hablando de lo que te va: me he bajado una aplicación para hacer eso de la carta astral y no sabes lo que dice de las Cáncer. Me he quedado a cuadros porque es como si te hubieran retratado, Lina. Lo de siempre: cariñosa, protectora, intuitiva, metódica. Que te gusta eso de estar tranquila en casa y te da seguridad. Y ojito, que cambias de humor fácilmente y eres desordenada. ¿Eres tú o no eres tú?».

Aquella pregunta resonó en su cabeza mientras reía por lo bajo. El horóscopo siempre le había llamado la atención, pero no tanta como para creérselo. Una suave brisa la animó a acomodarse mejor en la hamaca de tela en la que se había refugiado del calor del mediodía y el sueño comenzó a vencerla. Ignoró el zumbido de una mosca que revoloteaba a su alrededor, los gritos de los niños correteando, la soledad. Durante unos minutos voló lejos, muy lejos de aquel camping.

Al cabo de un tiempo notó un peso a sus pies y apenas se habían despegado sus párpados cuando se trasladó sobre su cuerpo. La sorpresa inicial se transformó en latidos desbocados al reconocer aquel olor. Se trataba de Susana, la maestra de su hijo. Desde el inicio del curso que ahora terminaba le había resultado atractiva y, durante las tutorías, le había parecido sentir una tensión no resuelta que ahora podía confirmar con hechos.

—¿Qué haces aquí? —susurró contra el aroma afrutado que impregnaba su cuello.

—No podía esperar hasta septiembre para verte otra vez.

Sus palabras quedaron selladas con un beso a mitad entre la necesidad más absoluta y el deseo por disfrutar cada segundo de aquel intercambio. Pero pronto comenzó a escalar, como lo habían hecho las temperaturas tan solo unas semanas atrás. Lina recordó la forma en que se reía habitualmente y ahora lo hacía contra su oído. Le provocó un escalofrío de esos que viajan a años luz y, en tan solo un instante, recorren cada terminación nerviosa.

En pleno duermevela, la profesora le subió el vestido ibicenco que llevaba y se desnudó también. Cada vez que pasaba por el colegio se preparaba como si fuera a acudir a la cita más especial de su vida, y en todas esas ocasiones la había visto y había deseado sentirla piel con piel. Era cálida, suave, y parecía adaptarse a la suya con una facilidad pasmosa.

—Quiero saber cómo te gusta —Susana murmuró contra su boca antes de lamer su labio inferior.

Ante aquellas palabras, los dedos de Lina se enredaron en la media melena castaña de la profesora. Con la humedad se le ondulaba y le fue fácil hacer que bajara su cabeza hasta el lugar indicado. Por si quedaban dudas, gimoteó y movió las caderas contra ella.

La mujer sintió cómo Susana apartaba la tela del biquini que llevaba debajo y luego nada. ¿Estaría observándola? Se preguntó si estaría tan mojada como le parecía, si le importaría que no se hubiera rasurado en la última semana. Entonces notó cómo deslizaba la punta de la lengua por su pubis y se estremeció. Un jadeo escapó de su boca.

—Shhh… pueden oírnos.

Lina agradeció haber elegido una parcela relativamente escondida, y se mordió el labio para reprimir los gemidos que amenazaban con romper la tranquilidad en la que parecía estar sumida el camping. La boca de la profesora causaba estragos en su intimidad: lamía sus ingles, se deslizaba por su vulva de forma superficial y luego jugueteaba con su entrada. Le parecía más una tortura que el camino para alcanzar la cima, pero, aun así, se dejó llevar por aquella estrategia. Al poco, la lengua de Susana fue abriéndose paso en su interior. El mero hecho de pensar que allí solo habían estado sus dedos desde hacía varios años le hizo estremecer. Estaba estrecha, y la sensación de ir dilatándose poco a poco le pareció exquisita.

Las manos de Lina guiaban las embestidas con las que la profesora la penetraba, y las de ella habían subido a los pechos de la mujer. Zafándose de cualquier tela que había por medio, habían dado con sus pezones y los manoseaban para ponerlos todavía más duros. Iba a terminar pronto, solo le faltaba un poco…

«Lina, hola, soy Susana. Perdona las confianzas al escribirte por aquí, acabo de apagar el ordenador y me he acordado de que me pediste que te avisara cuando estuvieran las notas. Ya tienes el boletín del peque en conserjería para que te pases cuando puedas. Feliz verano, nos vemos a la vuelta».

Cuando Lina abrió los ojos no quedaba rastro de Susana. La pantalla del móvil estaba iluminada y en aquel chat de número desconocido se acababa de reproducir automáticamente el último mensaje voz recibido. Volvió a reproducirlo en bucle, una vez tras otra, hasta que el orgasmo la atrapó de la misma forma en que lo hizo la fantasía de tener a Susana cerca.

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