Relatos lésbicos

Colgando del cielo (2): La camarera – Relato lésbico

No te pierdas el desenlace de este exquisito relato erótico firmado por Thais Duthie.

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Colgando del cielo (2): La camarera

No me vio al principio, ni tampoco durante los siguientes quince minutos, que continuó sirviendo pedidos en la terraza, así que cambié de táctica. Esperé a que entrara en el almacén y, acto seguido, fui tras ella. Un fluorescente iluminaba por completo la estancia, que era más grande de lo que pensaba. Había estantes llenos de cajas de alimentos a uno de los lados, el otro tenía una pared lisa con algunos carteles e indicaciones de seguridad. Al notar que había alguien más, Eva se dio la vuelta y me reconoció de inmediato; su expresión pasó de la sorpresa a una gran sonrisa que besé sin miramientos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó entre beso y beso, pero ni siquiera pude responder. Había soñado tantas noches con aquel reencuentro, con olerla otra vez, que me sentía embriagada por mi propia emoción.

—Shhh… —siseé en su oído—. Te echaba mucho de menos.

Me apresuré para dejar caer la bolsa de deporte en el suelo, necesitaba las manos libres. Querían tocarla como si pertenecieran allí, y al hacerlo se movieron por inercia. Memoria muscular. Eva tanteó la puerta que había tras de mí y echó el cerrojo. El hecho de que no necesitásemos intercambiar más palabras que aquellas hacía evidente cuánto necesitábamos vernos. Sin explicaciones, sin motivos, solo compartir el mismo lugar, aunque por ahora fuera un almacén a casi dos kilómetros del suelo.

—Yo también te echaba mucho de menos. —Lo dijo con voz ronca, como si la excitación hubiera apagado la sorpresa y la curiosidad por momentos.

Habíamos pasado de estar a una península entera de distancia a tenernos a milímetros, la adrenalina corría en nuestro interior. Agarré las caderas de Eva y subí por los costados de su cuerpo. El uniforme a duras penas hacía justicia a sus curvas, que se hicieron evidentes al tocarlas. Ella suspiró y fue como si me transportase a una de tantas noches en nuestro hotel favorito de Madrid: la desnudez, el sudor, el calor, el placer. No podría recrear aquello en el almacén de un restaurante, por más extraordinario que este fuera, pero sí podía acercarme a esa escena todo lo posible. Profundicé el beso y gemí contra su boca, el detonante perfecto para que Eva se rindiera a mí. Mordisqueé sus labios un momento antes de comenzar a subir su camiseta.

Liberé sus senos del sujetador, los masajeé y alterné lamidas y pellizcos. A pesar de las prisas, Eva me hizo saber que estaba yendo por buen camino al sentir su mano enredándose en mi pelo. Se pegó a la pared por completo y empujó mi cabeza hacia abajo. Comprendí la indirecta de inmediato: hundí los dedos en la cinturilla de sus pantalones y los fui bajando junto a la ropa interior. Ni siquiera me fijé en sus bragas, pero pude notar el tejido elástico al librarme de ellas.

A pesar de que el deseo me obligaba a ejecutar acciones rápidas y poco precisas, pronto me di cuenta de que debía deshacerme por completo de la prenda. Hice acopio de toda mi paciencia, que competía contra las ganas de volver a saborearla, y le desabroché los zapatos. Desde allí abajo, la mirada de Eva parecía más intensa. Le quité el pantalón en tiempo récord y llevé una de sus piernas por encima de mi hombro, una de nuestras posturas favoritas.

Acaricié su monte de Venus con la nariz un momento, luego hundí mi boca en su sexo. Estaba húmeda y mi lengua se deslizó por sus pliegues con la misma dedicación que lo había hecho decenas de veces antes. Disfruté de su sabor, de la forma en la que gemía —constante pero contenida—, de cómo su pierna se tensaba con cada nueva lamida.

Cuando la sentí lista, me dirigí a su entrada. Tanteé la zona con la punta de la lengua y fui entrando de forma progresiva. Eva me tiró del pelo, indicándome sin palabras cuánto le gustaba aquello. Lo sabía, igual que sabía que pronto me pediría más. Tal vez ella y yo pasábamos más tiempo separadas que juntas, pero cuando compartíamos el mismo espacio saltaban las chispas. La espera gestaba nuestro deseo y los reencuentros estaban repletos de momentos de pasión.

—Vamos… —apremió Eva, y luego susurró—. Ya has jugado bastante.

Su voz sonaba lastimera, como si estuviese sometiéndola a la peor tortura del mundo. Cinco noches antes habíamos hecho un pacto: nada de masturbarnos hasta que pudiéramos encontrar un momento tranquilo para hacerlo juntas. Por eso y porque había pasado demasiado tiempo desde la última vez, sentí a Eva anhelante y todavía más desesperada por el contacto de lo usual. Su cuerpo respondía a mí con impaciencia, incluso su piel parecía más sensible que el resto de ocasiones.

A pesar de que tenía los ojos cerrados, noté cómo el fluorescente titilaba. Me recordó que esta vez no éramos solo ella y yo, una puerta nos separaba del resto del mundo, que nos esperaba en aquel restaurante que pendía del cielo. Coloqué mis labios alrededor de su clítoris y succioné despacio a medida que Eva atrapaba mi pelo. Sentí que se endurecía en mi boca, más y más con cada estímulo. Me dejaba guiar por los tirones, los suspiros, los gemidos a medias para seguir conservando ese espacio nuestro.

Conocía cada rincón de su cuerpo con tanto detalle que supe el momento exacto en el que estuvo al borde del clímax. Entonces reemplacé las succiones por lamidas profundas y cortas, sin detenerme. Eva hizo que mi rostro se pegara más y más a su sexo mientras se corría, y movió las caderas contra mi boca como si lo que colgara del cielo no fuera aquel restaurante, sino su autocontrol. Se desprendió de los cables invisibles que lo sostenían y, con la estimulación de mi boca, se hizo añicos un momento para transformarse en algo más. A juzgar por su expresión y los sonidos que amenazaban con escapar de su boca, un nuevo orgasmo la sacudió y, poco después, se quedó quieta en aquella misma posición. Liberó paulatinamente mi rostro de su intimidad, y fui dejando besos húmedos en sus ingles. Al poco, se deslizó por la pared hasta quedar sentada en el suelo. Nos abrazamos, su corazón y el mío tratando de acompasarse. Hundió el rostro en mi pelo.

—Bueno… —murmuró Eva en mi oído, todavía con la respiración entrecortada—. Bienvenida a los Picos de Europa. Acabas de conquistar el primero.

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