Relatos lésbicos

Colgando del cielo (1): La camarera – Relato lésbico

La camarera de una cafetería restaurante de los Picos de Europa recibe una visita sorpresa. No te pierdas la primera parte de eta historia erótica escrita por Thais Duthie.

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Colgando del cielo (1): La camarera

Llegar hasta Eva nunca había sido tan difícil como entonces. A pesar de que los veranos eran temporada alta en nuestros respectivos trabajos y los pasábamos separadas —aunque con mucho sexting de por medio—, había conseguido un viernes libre para disfrutar de un fin de semana largo. Mi mejor plan era cualquier plan, pero con Eva, así que metí un poco de ropa en una bolsa de deporte y me las apañé para llegar desde el puerto de Valencia hasta Santander y, luego, hasta Fuente Dé.

El teleférico llevaba a los visitantes desde el valle hasta la cima de los Picos de Europa, y a mí me llevaría hasta Eva. Aunque la espera no fue larga, me sentía cada vez más nerviosa. Aproveché aquellos minutos para enviarle un mensaje, aunque más para mí que para ella, que no solía contestar mientras trabajaba:

«Hola, guapa, ¿cómo va el día?».

Ella no era una gran amante de las sorpresas, pero confiaba en que mi visita fuera la excepción. Además, no estaba en mi medio habitual: el barco pesquero en el que trabajaba. Sabía mucho de alisios y de nudos, pero más bien poco de bosques y montañas.

Una vez dentro de la cabina del teleférico esquivé al resto de turistas y me fui a una de las esquinas. Desde allí podría ver el lugar al que me dirigía antes que nadie. El sonido de una bocina anticipó el cierre de puertas, luego comenzamos a subir. Mis pulsaciones se aceleraban con cada metro que ascendíamos, y no por la altura, sino por la expectación. Pronto me sentí cautivada por aquella panorámica cántabra que, había de confesar, era única. En nada se parecía a la estampa que veía a diario en el barco: agua, cielo y más agua. Frente a mí, el cielo azul completamente despejado se fundía con los prados más verdes que había visto. Localicé un pequeño bosque y algunas formaciones rocosas, que se transformaron poco a poco en picos, crestas y salientes de las montañas. Si aguzaba la vista, podía ver algunos grupos de excursionistas que, a más de 1500 metros de altura, parecían hormigas.

Volví a mirar mi teléfono, pero tan solo había una notificación que me avisaba de un correo electrónico de publicidad. Cuando la cabina llegó a su destino, me apresuré por salir antes que el resto. El corazón me martilleaba el pecho como si estuviera en plena expedición, y me bastaron unos segundos, a pesar de los nervios, para dar con la Cafetería Restaurante El Cable. En una de nuestras tantas llamadas, Eva me había contado que se llamaba así porque parecía que estaba colgado del cielo. Al verlo pensé que no habría otro apodo mejor: la construcción estaba rodeada por una gran terraza con barandillas casi invisibles.

Las ganas de verla me hicieron correr prácticamente hasta la entrada del restaurante. ¿Estaría allí mismo? ¿Tal vez era su hora del descanso? Volví a mirar el móvil, nada. Aun así, había imaginado tantas veces cómo sería su día a día a partir de lo que me contaba que sentía que conocía aquel lugar como la palma de mi mano. Una vez dentro, vi las famosas paredes azules a juego con el cielo que me había mencionado y un mobiliario sencillo y funcional, seguro que para acoger grandes grupos cuando las temperaturas fueran más extremas que entonces. La barra y los muebles tras ella parecían tan antiguos como el propio teleférico, cuya construcción databa de 1966.

Eva me había mandado fotos en el espejo con el uniforme tantas veces que lo identifiqué rápido. Era negro, de dos piezas, una camiseta y unos pantalones simples. Tan solo el logotipo del restaurante servía para distinguir a sus trabajadores. Había una chica rubia en la barra, pero Eva no parecía… Allí estaba Eva, en la terraza. Su bandeja redonda y plateada parecía flotar en el aire como el propio restaurante mientras servía las bebidas a una familia de excursionistas que, a juzgar por sus rostros de cansancio, debía de volver de una larga travesía. Ella les sonrió y colocó con mucho cuidado cada uno de los botellines en la mesa, luego hizo un gesto educado y corrió al interior del restaurante con la bandeja bajo el brazo. Fue a la barra, llenó la bandeja otra vez, salió de nuevo hacia fuera. Lo hacía tan rápido y con tanta precisión que no podía apartar la vista de ella.

Su pelo ondeaba al viento mientras iba y venía. Recordé verlo igual en nuestra última escapada a la playa. Ella decía que seguro que no le gustaría tanto con uniforme, pero me pareció tan atractiva como siempre, incluso más. Estaba preciosa y su actitud amable le ayudaba a ganarse la simpatía de los clientes, así es como había llamado mi atención en un bar del centro de Valencia mientras me servía un gintonic. Eva era muy buena en su trabajo, tanto que, en ocasiones, parecía que escenificaba una coreografía mientras llevaba las bebidas. Observarla en su trabajo era hipnótico, pero no tanto como su reflejo en el espejo mientras se movía sobre mí como la última noche que pasamos juntas.

No me vio al principio, ni tampoco durante los siguientes quince minutos, que continuó sirviendo pedidos en la terraza, así que cambié de táctica. Esperé a que entrara en el almacén y, acto seguido, fui tras ella. Un fluorescente iluminaba por completo la estancia, que era más grande de lo que pensaba. Había estantes llenos de cajas de alimentos a uno de los lados, el otro tenía una pared lisa con algunos carteles e indicaciones de seguridad. Al notar que había alguien más, Eva se dio la vuelta y me reconoció de inmediato; su expresión pasó de la sorpresa a una gran sonrisa que besé sin miramientos.

Continuará…

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