Relatos eróticos

Tú, yo, ella y él – Relato erótico

Muchas parejas nos habéis preguntado cómo podéis saber si estáis preparadas para disfrutar el mundo swinger. Pues bien, esta es una historia real que os puede servir tanto de buena pista como de lectura híper excitante. Y es que la firma nada más y nada menos que Mar Márquez.

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Relatos eróticos

Tú, yo, ella y él

Si por algo no había querido comprometerme con aquellos hombres que aterrizaban pasional y formalmente en mi vida, era por la angustia del «¡y todo lo que me queda por hacer!». Nunca había aderezado mi cama con un tercer jugador, nunca lo había hecho en un baño ni en una piscina. Nunca había sido azotada por un desconocido, y nunca unos terceros o cuartos me habían visto follar. Nunca había bailado para dos hombres desnudos a la vez y nunca me habían cogido en peso contra la pared.

El amor llamaba a mi puerta en una serie de pasiones concadenadas que no me permitían respirar el éter de encuentros no pactados, sorpresivos, desconocidos. Ansiaba sabores de pieles desconocidas, ojos nuevos en encuentros casuales y  perecederos, pero el amor y la construcción de mi vida leal me aportaba tanto que solo me quedaba un espacio para lo furtivo: la fantasía.

La pasión con la que regaba  los encuentros con cada una de las parejas que tuve me alejaba de ideas no compartidas. Un día, al fin y por primera vez, me atreví a susurrar uno de mis deseos. Estaba montando dulcemente a Saúl, cuando me aventuré y le dije:

–Estamos entrando en lo que parece un castillo, mi amor.

–¿Cómo?

–Que te agarres bien a mi culo, me dejes marcar el ritmo y nos veas entrando en un castillo.

Desobedeció llevando sus manos a mi nuca y acercó así mi cabeza a la suya. Me plantó un beso, lejano a los de las películas. Sucio, lascivo, mojado. De músculo vivo y potente. De esos suyos que me gustaban. Él lo sabía muy bien. Recolocó sus manos en mis nalgas, cerró los ojos e imaginó que entrábamos en un castillo.

Le relaté cómo pasábamos la cortina que había unos pasos más allá de la puerta. Cómo un hombre y una mujer con máscaras de gato nos daban la mano, sin decir nada y nos llevaban por separado a cada uno a una habitación. Allí nos ayudaban a desvestirnos. A él, a una «ella». A mí, un «él». Salíamos ataviados con nuevas prendas de nuestra elección. Le dije al oído que verle las piernas y el torso desnudo delante de esa mujer me había excitado. ¿Qué había pasado dentro? ¿Algo más? Ella era extremadamente blanca, y su melena pelirroja y ondulada le caía por la espalda.

Le conté, mientras le montaba, que sé cuánto le ponen las mujeres lívidas de pelo largo. Me contestó con un mordisco en la oreja, y un «guarra» respirado de regalo.

Le describí lo que vimos al pasar una segunda cortina de terciopelo violeta. En mi tacto se quedó presa la suavidad del tejido. Mi desconocido mayordomo enmascarado, que era un hombre negro, alto, de mandíbula neandertal y dientes blancos había desaparecido de la mano de la mujer blanca. Delante de nosotros; de color rojo, unas gradas de piedra, como un coliseo, un montículo gigante de cojines y una jaula. Le señalé que un séquito de camareros de etiqueta servía bebidas en bandejas doradas. Y que había gente, mucha gente. Que en las gradas colmadas, hombres y mujeres miraban, se masturbaban y bebían sin mediar palabra. En la jaula, bailarinas y bailarines desnudos y lustrados por el sudor sugerían movimientos y posturas que daban ganas de practicar. Y en las esquinas de la sala y entre velos se entreveía un flujo de cuerpos discontinuo. Le conté que nos preguntábamos cuándo y cómo llegar hasta allí. La música estaba tan alta que no incitaba más que a callar.

–Suena Tool, mi amor.

Seguí describiendo cómo íbamos avanzando de la mano por esa escena; él, semidesnudo con unos bóxers color negro y una camisa entreabierta del mismo color y yo, en unos ligueros de piel que no sujetaban nada y un collar de cadenas que me tapaba el pecho y enmarcaba mi espalda. Los zapatos traslúcidos de doce centímetros de tacón me podrían apodar como Puta-Cienta a la perfección. Nos situamos en medio del salón, frente a las gradas y dejamos la montaña de cojines y la jaula al este y oeste de la habitación.

–Estamos en medio, mi amor, y todos nos miran.

Un golpe en mi pelvis me confirmó que no iba mal encaminada y continué mi relato, no sin lamerle antes la oreja en la que apoyé mis labios para seguir.

Estamos en medio y todos nos miran. Nos besamos allí, de pie y sin manos. Comenzamos a comernos con los labios, con las lenguas, con las cabezas que se embisten como dos ciervos territoriales. Sin manos, seguíamos cuando bajé por su cuello hasta su pecho tatuado, como dice esa copla española que tanto le hace reír. Le quité la camisa con los dientes. La grada se percató del espectáculo que acababa de empezar y comenzaron a desdoblarse piernas y a agitarse manos. Mi cara de perra tiraba de la camisa brazos abajo y quedaban al descubierto otro puñado de dibujos de tinta en su piel. Le dije que absorbí su verga allí en medio, donde todos nos miraban.

–Te chupo la polla allí en medio, amor mío, donde todos nos miran.

Mi ritmo de galope se había acelerado sin querer. Las próximas palabras que le regalé al oído iban satinadas con gemidos de placer.

–Mira mi amor, vuelve la chica nívea.

Le anuncié entre suspiros que llamé con un gesto a esta mujer tan blanca que era casi azul, que me puse de pie para recibirla y guiarla hasta la montaña de cojines, que la senté sobre ellos y yo me puse detrás. Le dije, bajito y jadeante, que abrí las piernas de Lady Blue y que él deslizó su cabeza entre ellas; que después de degustarla durante un rato, ella le alzó cogiéndole de los hombros y se abrazaron ardientes uniendo sus sexos al ritmo de los beats de la canción, que ensordecía la escena. Le murmuré salivando y saltando sobre su polla que el hombre oscuro siempre estuvo ahí, observando cómo devoraban a su chica azul, al acecho de mi espalda, de mi culo y que mientras él embestía a Lady Blue a mi me la metía su Luke Cage desde atrás.

Sentí el disparo de su chorro caliente de semen en mi vagina. Bonita manera darme las gracias.

Unos minutos más tarde, mientras me encendía el estereotipado cigarro de después, surgió de entre las sábanas un brillo de picardía en sus ojos.

–¿Entonces?

–¿Entonces qué? –Le contesté.

–«¿Entonces qué?», dice la mala… ¡Ya sabes, joder!

–Entonces ya tenemos plan para mañana, ¿no, mi amor? –le solté con una sonrisa de seguridad que me borró de un lametazo…

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