Relatos eróticos

Relatos ero: San Valentín – Relatos eróticos cortos

Algunos creyeron que era imposible, pero nosotros sabíamos que un talento para la erótica como el de Brenda B. Lennox tenía que poseer la misma capacidad para el enamoramiento. O, al menos, para hablarnos del amor en el tono más erótico y sensual. No te pierdas estos dos relatos eróticos de San Valentín.

Nota: Puedes acompañar el relato con la canción seleccionada por la autora (Only the Lonely, Roy Orbison) más abajo.

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Relatos eróticos

Relatos ero: San Valentín

Corazón – Relato erótico corto (1)

El día de los enamorados había llegado a la urbanización y, como era de esperar, todas las casas estaban decoradas al estilo yanqui. Especialmente la de mi archienemiga, la señora Smith, que, con sus corazones, cupidos y luces rojas, hacía palidecer de envidia a los prostíbulos de Ámsterdam. Obviamente no nos invitó a su fiesta de la amistad. Supongo que era su modo de abofetearme por el polvo que echamos en su trineo, pero yo lo agradecí profundamente, en parte por vergüenza y en parte porque, desde entonces, el señor Smith aprovechaba cualquier excusa para tocar a mi puerta.

La tarde del 14 fui al supermercado a comprar algo especial para cenar. En la cola de la carnicería me topé de bruces con ella y otros cuatro miembros de «La Liga de la Decencia Vecinal». ¡Vaya por Dios! Mientras esperaba mi turno, soporté cuchicheos en voz descaradamente alta sobre mi conducta libertina que despertaron mi deseo de hacer otra matanza de San Valentín…

Cuando Él llegó a casa, me encontró en la cocina picando cebolla con la furia de un samurái. Me abrazó por detrás, besó mi nuca y puso una caja de bombones  sobre la encimera.  No tenía la culpa, pero fue la gota que colmó el vaso.

—Con forma de corazón, ¿no? Entiendo. Seguro que te hubiera gustado que decorara la casa como la señora Smith e ir a su estúpida fiesta. Pero no puede ser porque soy la zorra oficial de la urbanización, ¿verdad? Una puta sin corazón, ¡eso soy!—grité, al borde del llanto.

Me giró con suavidad y me cogió las manos.

—Huelen a cebolla —protesté, lloriqueando.

—No me importa. Son tus manos, tus muñecas, tus antebrazos —dijo, mientras los besaba. Me abrió la bata de seda con ternura y puso su mejilla  en mi pecho. —Sí,  lo tienes. Lo oigo latir.

Deslizó la mano derecha por mi cuerpo hasta rozar mis bragas. Acarició la delicada textura del satén hasta que mi deseo comenzó a humedecerlo. Sus dedos separaron la tela y jugaron con el vello de mi pubis, abrieron mis labios, acariciaron la carne que palpitaba trémula bajo las yemas. Con suavidad, con lentitud, con amor. Pinzó mi clítoris con dos dedos y hundió el corazón en mi interior, pulsando al ritmo de los latidos del mío

—Este es el único corazón que me importa, Brenda —susurró, mientras me corría.

Lonely Valentines – Relato erótico corto (2)

Conduce sin rumbo huyendo del Día de los Enamorados, que adorna los escaparates, que brilla en los rostros de las parejas que pasean entrelazadas, que despierta a sus fantasmas. Está cansado. De todo. De las cicatrices que se abren, de las heridas que supuran, de los pedazos de sí mismo que no reparte.

El letrero de un motel de carretera le llama en la oscuridad. Aparca, alquila una habitación y se dirige al bar. Pide  una copa mientras observa la pegatina con forma de corazón en la caja registradora. Ni siquiera aquí, piensa.

Una mujer le rescata de sus recuerdos. Es bonita, aunque el maquillaje no oculte las arrugas, ni la sonrisa la tristeza de sus ojos. Le hace una seña al camarero que sirve un whisky sin preguntar. Comprende, pero no le importa comprar amor. Charla animada hasta que entiende que él prefiere el silencio. Suena Only the lonely.

Ella comienza a traducir con una voz sensual cargada de melancolía.

«Solo los corazones solitarios saben cómo me siento esta noche/ Solo los corazones solitarios saben que no se debería pasar por esto/…/ Solo los corazones solitarios saben por qué lloro.»

Termina la canción. Él le enseña las llaves. Ella asiente.

Se desnudan con la lentitud de los que no tienen nada que perder. Los cuerpos ajados  se revelan bajo una luz mortecina. Él saborea el alcohol y el carmín de sus labios, el perfume floral de su cuello, la dulzura frutal de sus pechos maduros. Ella, la aspereza del aftershave, la acidez de las axilas, el sabor plástico del condón. Él le acaricia el pelo mientras observa su miembro entrar y salir de la boca que lo acoge, las manos de uñas largas pintadas de rojo que aprietan la base, los pechos que oscilan.

Le pide que se quede. Ella acepta. Se besan y acarician hasta que el miembro erecto se clava en la cicatriz de su vientre. Se sienta sobre su cadera y lo cabalga con los ojos cerrados. Él también los cierra. Luego, el beso tenue, el abrazo cálido, el sueño sin pesadillas.

La fría luz de la mañana le despierta. Está solo. Los 100 euros siguen al lado de las llaves. «Solo los corazones solitarios saben que no se debería pasar por esto. Quizá mañana aparezca un nuevo amor», piensa. Y sonríe.

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