Mudanzas malditas o benditas andanzas – Relato erótico

Hace poco que nuestra autora, Andrea, se mudó a una nueva casa. Y, bueno, esto es lo que sucedió.

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Mudanzas malditas o benditas andanzas

Ante sí, se extendía un inmenso mar de cajas.

Grandes, medianas, pequeñas y rotuladas, navegando sin agua. Pedazos de cinta adhesiva se entretejían en el pelo de la náufraga dispuesta en mitad de todas ellas. Ahogándose en el estrés, logró volver la testa a la diestra, a la pared desnuda de reloj que marcara las horas. Su cuerpo, en un fiero intento por ejercer de salvavidas, se escalfó, y no precisamente instigado por los calores que anunciaban el inminente verano, no, se calentó a causa del deseo que le chapoteaba en la matriz. Sus pechos reclamaban ser liberados del sujetador deportivo y bien podrían mal jactarse de la escasez de otros, y, en realidad, su coño, palpitante, que comenzaba a mojarse, se convirtió en alivio, vergel para un suelo árido, condenado a la desforestación.

Plomizos filamentos de incienso se enroscaron en el aire y crearon aromatizados nudos, y, poco a poco, se desdibujaron al esconderse en las sombras opuestas a los claros de luz que entraban por una de las contraventanas.

La protagonista de esta breve historia, desamparada y vulnerable a sus impulsos, esquivó cajas, saltó un par y arribó a la puerta de la estancia, la cual cerró apoyándose contra la madera. Se agarró al pomo en un vano ademán por no ceder al apuro de encontrar consuelo, de proporcionarse un placer que, por otra parte, le era merecido. Siendo francos, estaba sola, no por mucho, pero, por entonces lo estaba, y la puerta la escudaría. Entornó los ojos de pestañas limpias de rímel y las puntas de su cabello le escribieron como a pincel en la franja desabrigada entre el pantalón deportivo y la camiseta. Su otra mano se acogió al bombeo nervioso en la yugular, descendió para derrapar hasta el escote y lo desbarató al jalar de la prenda y sacar a flote uno de los senos, pálido en la circunferencia y sonrosado en el centro. Lo acarició, enardeciendo el pezón, presto este a taladrar la pared del nuevo hogar y colgar un cuadro firmado por la lujuria. Ella soltó el pomo y se bordeó la cintura, la cadera, fanfarroneando a la pretina del pantalón, aflojándola y tornando a ceñirla. Cosquilleó con las aristas de los dedos alrededor del ombligo en el que un día había lucido un piercing, mientras que, ahora, permanecía desnudo de joya. Paladeó la necesidad que le amargaba el sabor en la sinhueso…

El algoritmo de Spotify debió de alterarse con los trompicones del corazón de ella, pues cesó la olvidable canción que estaba propalando desde el teléfono, ahí, sobre una de las cajas, e inició la reproducción de Burning Love.

«Oh, chica, chica…», tarareó la vocecilla en su cabeza al tironear del pantalón y la ropa interior para bajarlos y desvelar el particular triángulo de las Bermudas de su pubis. Constriñó el pecho, marcándolo con la silueta de los dedos y el perfil de las uñas. Los pómulos se le colorearon y la transpiración le afloró en las sienes. El coño, su bronco coño, latió para acompañar la percusión musical y liberó, a su vez, un fino y cristalino borbotón de flujo.

Bendita puerta, custodia, abogadora de deseos de una piel abyecta del sol y cuyas dobleces chisporroteaban, recitando lascivos y húmedos versos, los cuales harían que Elvis embistiera con su extraordinaria pelvis y acabara perdiendo la corona, que caería a los pies de la fémina.

La susodicha desfloró los pliegues del sexo y tanteó la raja, afilada, cortante de necesidad. Pujó el dedo índice y halló cobijo entre las entretelas, y, a falta de luna llena, quiso aullar el gemido que le brotaba de la garganta y se desfragmentaba al impactar contra sus caninos. Estaba ardiendo de amor hacia sí misma y lo hacía de dentro hacia fuera, con tal virulencia que el tuétano en los huesos se le trocaba en mantequilla. Mandó refuerzos al índice, secundado por el medio, y estos dos, juntos, inseparables, rotaron en las caladas y contradictorias brasas. Abandonándose el pecho después de un apretón a modo de promesa de retorno, desfiló por el vientre y se despeñó en el pubis. Buceó al encuentro del clítoris y lo acarició, azuzándolo al compás de sus dedos con un rítmico mete-saca.

Y en aquel mar cajas que semejaba inalterable, iba a darse un tsunami…

Ni siquiera la larga cabellera de la mujer podría echar anclas en un fútil amago de soportar la marejada gestada desde dentro, desde su mismísimo coño. Ella cerró los ojos, sintiendo el placer que le roía las juntas al igual que el agua salina hace con el hierro, y aumentó el empuje de los dedos en busca del orgásmico tesoro. Friccionó el clítoris con gentileza y respetando el baile de las manecillas del reloj. Sus pechos le percutieron en el torso y el cortisol se le combustionó en el cerebro y se evaporó en el agitado aliento. Gimió y vio detrás de las velas que conformaban sus párpados lucecitas brillantes, chispeantes como las lentejuelas en el traje del rey, y se hizo oleaje, copioso, salobre…

Mudanzas malditas o benditas andanzas.

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